[Yō’ābh]. La vida de Joab, sobrino de David (v.), se extiende desde Saúl (v.) hasta Salomón (v.) y reúne en su historia la de los grandes reyes del pueblo de Israel. Es la sombra de la corte que hiela el corazón del rey en su trono de marfil, escondiéndole al pueblo como una cortina y atormentándole como una espina secreta.
Nacido de una misma sangre y ligado a una misma suerte, Joab permanece junto a David como Abner (v.) junto a Saúl (v.), robustecido por su propia necesidad. Su figura se oscurece en su manera de matar y en la violencia del espíritu que impulsa su puñal escondido; no es un arma de soldado, sino un arma de verdugo que venga a los muertos sin pasión ni guerra, y que abraza al rival y, acercando su rostro al de éste, le abre el vientre. Fiel y rígido soldado de la política, oscuro y sutil político de la guerra, Joab pone su difícil alma a los pies de la corona más aún que a los pies del rey; y si hace morir a Urías (v. Betsabé) en aras del goce de David, hace morir también a Absalón (v.) para su tormento: «Tomó, pues, en su mano tres venablos, y los hundió en el corazón de Absalón, y como seguía palpitando suspendido de la encina, acudieron diez jóvenes escuderos de Joab, y le dieron muerte».
Y con su helada violencia ahoga el llanto del rey: «He comprendido muy bien que si Absalón viviera y nosotros hubiéramos muerto, a ti te gustaría. Pero ahora levántate, sal afuera y habla… porque te juro por el Señor que si no sales afuera, ni un solo hombre se quedará contigo esta noche». Ese soldado terrible, que segaba la vida de los enemigos y de los amigos de David, sirviendo a la vez al rey y a su propia política, que había asesinado a Abner, Amasa, a Absalón y a Urías, conquistador de Jerusalén, acabó renegando de su lealtad y sublevándose contra la sucesión. Y David se acordó de él al escribir su testamento a Salomón: «Ya sabes lo que ha hecho Joab… y lo que ha hecho a los dos jefes del ejército de Israel, Abner y Amasa, a quienes ha dado muerte: en plena paz ha derramado la sangre de guerra… Tú obrarás pues según tu sabiduría y no dejarás que su canicie descienda en paz a los infiernos». Y en la cumbre de la ciudadela real, donde había entrado antes que ningún otro israelita, en el Tabernáculo de Dios, el viejo guerrero fue muerto y maldecido en nombre de sus antiguas víctimas: «Su sangre caerá sobre la cabeza de Joab y de sus descendientes por toda la eternidad».
P. De Benedetti