[Yithrō, Yether]. Jetró o Habat, hijo de Ragüel, es, en el Pentateuco (v.), el suegro de Moisés (v.). Hombre silencioso y solitario, sacerdote de su tierra madianita, su figura recuerda la de Melquisedec (v.), frente al nuevo Abraham.
Moisés se había casado con su hija Séfora, y había guardado sus rebaños durante cuarenta años. Hallándose entre aquéllos, había tenido la visión de la zarza ardiente, y Moisés había marchado con la bendición de Jetró a llevar las plagas a Egipto. Desde allí, por el fondo del mar, se dirigía hacia la tierra prometida, dejando tras sí la casa, la tierra y la familia del sacerdote de Madián.
Entonces la fidelidad de Jetró se reveló en el desierto por la penetración de una fe. En la pobreza de la hacienda de Moisés, a la que había ido a visitarle con Séfora y con sus nietos, conoció tal vez el misterio de Israel y de Dios: «Bendito sea el Señor que… ha sustraído a su pueblo de las manos de Egipto. Ahora reconozco que el Señor está por encima de todos los dioses». Y sacrificó un holocausto al dios que había encontrado en el desierto después de tantos años de liturgia ignorante.
Sacrificio de un extranjero y de un gentil, impregnado como el de Melquisedec de una riqueza espiritual que supera todos los legalismos rituales. «Y Aarón y todos los ancianos de Israel vinieron a comer con él ante Dios», porque comprendieron que Dios estaba allí, con aquel incircunciso que «creía sin haber visto». Luego Jetró se sumió de nuevo en el misterio de su tierra, alejándose de Israel y de la historia que le acompañaba. Moisés había aprendido de él a poner jueces frente al pueblo, para que lo juzgaran en nombre de Dios, y Jetró por su parte había aprendido de Moisés, a la sombra del Sinaí, el nombre de Dios, y llevaba consigo a Madián una herencia más preciosa que la misma justicia: la fe en el Sacerdote eterno, en el eterno Juez.
P. De Benedetti