Es el apodo que, según el historiador Augustin Thierry (1795- 1856), la nobleza dio durante la Edad Media al desdeñado «tercer Estado» francés: de ahí deriva el término «Jacquerie», con que se designa a la rebelión de los campesinos sometidos a poco menos que a la esclavitud.
Thierry, al reivindicar en su compendio de la historia del «tiers État» las virtudes de laboriosidad, probidad y paciencia del pueblo francés, abrumado por las tallas, las fatigas y otras cargas que durante siglos la corte y la nobleza infligieron a la economía rural y burguesa de Francia, personifica en Jacques Bonhomme a aquella humilde población urbana y campesina cuya laboriosidad habrá de dar origen a la burguesía. Así, Jacques Bonhomme se convierte en una figura representativa, depositaría de un saber no aprendido en los libros, sino de una antigua y casi inmemorial experiencia: «uno de aquellos ancianos, como lo definió De Lollis, que irradian paz y prudencia».
Jacques Bonhomme trabaja en su campo y en su tienda, desde el alba hasta que se pone el sol; siente y practica la justicia, se sonríe de la soberbia de los señores, soporta sus atropellos, y cuando habla lo hace preferentemente en sentencias, según es típico del pueblo. Ha visto tantas cosas, en el largo curso de su vida —guerras, invasiones, conflictos entre antiguos y nuevos conquistadores que han devastado sus tierras y perturbado su comercio — que en cualquier momento está dispuesto a volver a empezar, armado de paciencia y de fe.
Pero si el rey en persona tuviese un día que detenerse ante su casita, le invitaría a despojarse de su esplendorosa armadura y quisiera decirle una sola cosa: que aleje de su lado a la turba ávida y ociosa de los cortesanos que le rodean y devoran su reino. Más que un personaje, Jacques Bonhomme es la cifra y compendio de la realidad social y moral de una historia tan larga como accidentada.
G. T. Rosa