Ifigenia

Primera hija de Agamenón (v.) y de Clitemnestra (v.), Ifigenia, llamada por Homero Ifianasa, re­presenta en la tragedia histórica de los Pelópidas la expiadora, y a este papel se ajusta perfectamente su figura de eterna adolescente y de víctima doliente y predes­tinada que atrajo sobre su historia, princi­palmente, el interés del melancólico y me­ditabundo genio de Eurípides, en sus dos dramas Ifigenia en Aulide (v. Ifigenia) e Ifigenia en Tauride (v. Ifigenia).

Joven e inocente, Ifigenia se entera de que su padre deberá inmolarla a Artemisa, en expiación de la muerte dada a un ciervo consagrado a esta diosa, para obtener de ella los vien­tos favorables al viaje de la flota aquea hacia Troya. Aunque horrorizada y forzan­do su voluntad, Ifigenia halla en su abso­luta devoción a la diosa virgen el valor para una resignada y no menos absoluta entrega, y acepta el sacrificio. Para premiarla, la diosa, en el último momento, la salva, a escondidas de todos los mortales, sustitu­yéndola sobre el ara por una cierva y transportándola milagrosamente al fondo del Ponto, en las tierras salvajes de Tauride.

Hasta aquí Ifigenia ha sido totalmente ino­cente. Mas para que se cumpla su hado, Ifigenia, al igual que su hermano Orestes (v.), que comparte con ella la misión de expiar los crímenes de toda la familia, se ve condenada a un terrible deber: aquellos sacrificios humanos, que en Grecia repre­sentan sólo una horrible excepción, rigen todavía en Tauride, donde suelen inmolarse a Artemisa los extranjeros que arriban a sus playas; la extranjera Ifigenia, salvada por voluntad de la diosa y convertida en sacerdotisa suya, deberá encargarse de eje­cutarlos. El largo horror con que vive la joven, como en una angustiosa pesadilla, semejante aventura, se revela a los ojos de los espectadores y aun a los suyos propios cuando desembarca en Tauride, acompañado de su leal amigo Pílades y desconocido por ella y por todos, su hermano Orestes.

Una repugnancia que esta vez es decisiva, las sospechas suscitadas por un sueño premo­nitorio y unos vagos presentimientos, la impulsan a rebelarse a la bárbara ley a que durante tantos años ha obedecido, y le prestan fuerzas para oponerse con ingenua y conmovedora firmeza al rey Toante. Fi­nalmente los dos hermanos se reconocen e Ifigenia, con el auxilio de la diosa, logra persuadir al propio rey de que dé libertad a Orestes y a su compañero y derogue para siempre la ley atroz de sacrificios humanos, dejando finalmente partir a aquellos hués­pedes que le han liberado de las tinieblas de la barbarie a él y a su pueblo.

Así el cruel mito de los Pelópidas deja compren­der sus íntimas razones, ya que la víctima Ifigenia, que acepta mansamente su destino, salva a su hermano, liberándolo por fin de las Furias que persiguen en él al úl­timo de los Pelópidas derramadores de su propia sangre, y la redención de ambos se­ñala para todo un pueblo el alba de una más humana civilización. Pero Ifigenia vive esta historia sin conocer sus profundas ra­zones. Y precisamente en su ingenuidad dolorosamente herida, en esta pureza ado­lescente que se aviene al mal sin ser ofen­dida por él y en la natural devoción con que Ifigenia acepta las órdenes de los dioses y admite implícitamente que en ellos existe una justicia superior incomprensible, reside la conmovedora fuerza de su luminosa figu­ra.

Ifigenia, en su pura belleza y en su casta inocencia, es una fuerza de resigna­ción que casi pudiera llamarse cristiana y que en realidad guarda parentesco con nu­merosas heroínas cristianas que sufren con inalterable serenidad, devolviendo amor por odio, las pruebas impuestas por un mundo cuya maldad no alcanzan a medir, hasta que la divinidad les concede la debida re­compensa de una feliz resolución. Ifigenia viene a ser, pues, como una hermana ma­yor de Santa Oliva (v.) o de Griselda (v.). Pero este parentesco que ahora apuntamos no fue percibido por el clásico francés Racine, el cual, atraído por la tremenda rareza de la historia, en su Iphigénie en Aulide (v. Ifigenia) intentó, explicar con motivos más humanos y pasionales la re­signación de la joven al sacrificio.

Y asi­mismo es todavía completamente humana la Ifigenia romántica de Schiller. Había de corresponder al Goethe neoclásico, con su Ifigenia en Tauride (v. Ifigenia), la fortuna de volver a hallar, siquiera fuese en una atmósfera tanto más solemnemente filosófica cuanto que se expresa en un arte delicado y casi fríamente correcto, las razones anti­guas del mito y del personaje de Ifigenia.

M. Bonfantini