Hermán y Dorotea

[Hermann y Dorothéa]. Protagonistas del poema homónimo (v.) de J. W. Goethe (1749-1832), difieren profundamente entre sí hasta el punto de que parece que su única semejanza es la estatura, contradiciendo el tradicional mo­delo de los enamorados, que supone al hom­bre más alto, aunque sin llegar a la ex­trema medida de Shakespeare, para quien bastaba, a su decir, que la mujer llegase a la altura del corazón del hombre.

Her­mann es un buen hijo, todavía no bien adaptado a la vida social y ni siquiera a la vida familiar. Se aviene bien con su madre, pero no logra comprender a su padre, obre­ro enriquecido, entendido en bienes terre­nales, que le recomienda elija una novia bien provista. Sus padres le instan, pues, a dirigirse a las jóvenes más ricas del país, pero Hermann se siente torpe, desgarbado y mal vestido entre ellas y, como siempre sucede, las jóvenes, crueles, no le escati­man desdeñosas sonrisas. El apocado Her­mann se entristece aún más; pero he aquí que ve pasar, en la triste columna de fugi­tivos del terror de la ocupación francesa, a una muchacha, Dorothea, a cuya visión sus vacilaciones desaparecen para dejar lu­gar a la segura intuición del amor.

Y cuan­do éste triunfa, Hermann no es ya aquel joven tímido, sino un hombre seguro de sí gracias al éxito del primer propósito que ha concebido por su propia cuenta. Más se­gura y conocedora de la vida es Dorothea, la cual ha tenido ya un novio que, lleno de fe en la «noble libertad», corrió a París para encontrar allí la prisión y la muerte. Dorothea recuerda su exquisita nobleza de alma, pero evidentemente la pérdida de aquel primer amor la ha puesto en guardia contra las ilusiones, haciéndole ver — habla la propia muchacha — que cuando las re­voluciones perturban el mundo, los víncu­los que habían parecido relajarse se re­anudan por obra de la «dura y extremada necesidad que nos abruma».

Dorothea tie­ne, en suma, los pies muy bien hincados en tierra y la cabeza muy firme sobre los hombros. De ella se cuenta también un rasgo de valor, cuando defendió a algunas otras jóvenes de los atropellos de la sol­dadesca. Pero sus rasgos más característicos son su fidelidad para con aquellos que la salvaron durante los horrores de la guerra, su humildad y la serena resignación con que sirve a sus bienhechores frente a las angustias de una vida que nada tiene de alegre. Por todo ello parece irradiar de su figura, ya en su primera aparición, una luz difusa que ilumina a cuantas personas y cosas la rodean y presagia el nacimiento de un suavísimo idilio.

A. Boneschi