[Hǎbaqqūq]. Es uno de los profetas menores del Antiguo Testamento y el autor del libro bíblico que lleva su nombre (v.)- Habacuc, de la tribu de Leví, figura en la historia de Israel como una encrucijada de los dos caminos de Dios: la vía de los profetas y la vía de los sacerdotes.
En efecto, profetiza no en la soledad o en la prisión, sino en el templo, con voz litúrgica, en aquel siglo VII a. de C. en que la historia giraba, por así decirlo, alrededor del Santuario y todos los valores religiosos tendían y se proyectaban hacia el futuro custodiado por los profetas. Su breve libro, surgido por entero del ministerio litúrgico, se abre sobre el problema del mal: es como un nuevo Job (v.), que lamenta la lepra de la idolatría y ve los miembros del pueblo destruidos por una gente «amarga y veloz», que vendrá como «viento de fuego»: son los caldeos innumerables, con sus caballos «más rápidos que los lobos de la noche».
Los hombres se dejan coger como peces en el anzuelo de aquel que goza matando y que abre su alma ebria como el infierno. Pero la palabra de Dios corta una vez más la angustiosa indagación: « ¡Ay de quien edifica una ciudad sobre la sangre!… ¡Ay de quien dice a un madero ‘¡Despierta!’…, y ‘¡Levántate!’ a una piedra muda!» Por encima de toda exégesis particular, la profecía combate el culto a la matanza y a los ídolos. No es una explicación, sino una terrible amenaza que en su indeterminación pone en el infierno la conclusión de la dialéctica del pecado. Entonces Habacuc entona su cántico, que cierra el libro: un cántico de las criaturas al Dios terrible que «consume las montañas eternas», «hace aullar el abismo» y hace «tender las manos hacia lo alto».
Pero a la vista de la misericordia divina que destruye a los perseguidores, Habacuc tiembla a su vez, porque en el templo habita un dios que no quiere ser visto, ni nombrado, ni siquiera amado. La plegaria de Habacuc es incienso, pero no puente: Habacuc no tenía derecho a orar como San Francisco (v.). Las almas se precipitaban al abismo: sólo los gritos podían franquearlo y llegar hasta el paraíso, mientras el Verbo no se hiciese carne y cesaran los profetas.
P. De Benedetti