Giglio Fava

Personaje de La princesa Brambilla (v.), de E. T. A. Hoffmann (1776- 1822). Como todos sus compañeros de fá­bula, se inspira en una serie de grabados de Callot, cada uno de los cuales ofrece en primer término dos máscaras en distin­tas actitudes, mientras en el fondo, a es­cala más reducida de la que naturalmente cabe esperar, se agita un caleidoscopio de juegos carnavalescos, danzas y duelos.

Pero las figuras de primer término imponen es­pecial admiración hacia el exceso de vida que en ellas se contiene por comparación a las del distante escenario: las contem­plan, y con la fuerza de la contemplación, convertida en un tenso hilo, en sustancia de una vibración potencial, las sostienen, al igual que ocurre con la velocísima in­movilidad de la peonza. En las grandes figuras así tratadas y por efecto de la ten­sión que las fija, consiste y vibra la fa­cultad de desdoblarse; así ocurre en todas y también en Giglio. En éste, en efecto — dualismo e inacción — Hoffmann representa el tipo del actor cómico empujado por el afán de convertirse en actor trági­co, que le impone una tremenda superes­tructura de gestos, expresiones y presun­tuosas actitudes, que poco a poco van ha­ciendo de él otra persona hasta llevarlo a ocupar el lugar de otro: de un auténtico príncipe enamorado de una verdadera prin­cesa, cuando lo justo sería que se conten­tara con su graciosa modistilla, la futura pequeña actriz Jacinta.

Giglio es el héroe de una fábula, o mejor dicho, de un ca­pricho, que, aunque expresado en palabras, es esencialmente visual, musical y mágico: en efecto, poca parte tiene en él el ele­mento realista. Pero en virtud de esa re­ducida participación, en cuanto del fanta­sioso conjunto se quiere extraer a Giglio en funciones de verdadero protagonista, éste y Jacinta se mantienen en escena des­de el principio hasta el fin; no ya el prín­cipe asirio Cornelio Chiapperi, ni la inefa­ble princesa Brambilla, ni ninguno de los demás, magos o nobles comparsas, en sus propias apariencias o bajo la de comunes charlatanes, sastres, etc., que aunque con­curren a constituir el variado conjunto de complicidades necesarias para la resolución del juego dentro de un restringido número de calles y plazas romanas, deben sobre todo ser, y acabar por parecer, proyecciones del fantástico subconsciente de Giglio y de Jacinta.

Giglio, que parece muerto en duelo por aquel capitán Pantalone bajo cuyos rasgos se ocultaba el príncipe Cornelio, y que al hacerle la autopsia en el hospital re­sulta no haber sido jamás de carne y hue­so sino de cartón, relleno con los versos de las tragedias de cierto abate Chiari — hasta el punto de que los médicos convinieron en atribuir el efecto mortal del golpe a la completa destrucción de todos • los princi­pios digestivos, debida al abuso de aquel alimento tan pobre en jugos y en principios nutritivos —, Giglio se halla finalmente ante nosotros, en la mesa o entre los brazos de su Jacinta, libre por fin de toda febril fan­tasía aunque pronto a encantarse de nuevo en la sencilla aura de un amor terrenal.

R. Franchi