Personaje de Guillermo Tell (v.), de Friedrich Schiller (1759-1805), representa el poder individual, la violencia arbitraria, y el refinado despotismo de un gobernador que trata de ocultar sus infamias tras el escudo de la autoridad de su soberano, el Emperador.
Gessler es el tirano cruel y medroso al mismo tiempo, rodeado de otros tiranuelos y esbirros que le temen y le obedecen ciegamente en el cometido de torturar a un pequeño pueblo de montañeses pacíficos, pero orgullosos de su dignidad e independencia. Se trata de una figura de déspota profundamente caracterizada por sus rasgos irrespetuosos y duros que llegan al colmo de la provocación cuando ordena que todos cuantos atraviesen la plaza de Altdorf se humillen a rendir homenaje a un sombrero que allí ha hecho colgar por dos alguaciles. Tell, el más bravo de los arqueros, pasa por aquel lugar y rehúsa el saludo, por lo cual es detenido.
Gessler le promete salvar su vida si es capaz de acertar con su flecha, a ochenta pasos, una manzana puesta sobre la cabeza de su propio hijo. Desgarrado por el dolor, Tell se ve obligado a doblegarse: cae la manzana y el hijo sale indemne, pero Gessler no deja en paz a la víctima de su odio, hasta que, finalmente, es muerto por la misma infalible flecha de Tell y el país se ve libre del tirano. Tal personaje, por lo tanto, aparece como una figura necesaria para crear el intenso dramatismo de Guillermo Tell, que reside, ciertamente, en el conflicto surgido entre el pueblo y el déspota, o bien, abstractamente considerado, entre orden y desorden, justicia e injusticia, pero, sobre todo, en retrasar una solución, en una forma que, poco a poco, alcanza tal intensidad que no acertamos ya a preguntarnos cómo sea que puedan durar tanto los sufrimientos y las vejaciones inferidos a un pueblo, y por qué éste, colmada ya desde mucho tiempo la medida de la opresión, no se atreve a reaccionar.
La aflicción de estas gentes pasa a ser también la nuestra, y nuestra asimismo es su ira. ¿Quién atiende ya ahora o medita las prescripciones de Tell? ¿Quién escucha los prudentes consejos de los hombres más experimentados de los tres Cantones? La misma escena, reproducida dialécticamente, que relata cómo fue cegado el anciano Melchthal tiene, igualmente, un realismo tan atroz que ya no nos preguntamos por qué el hijo huye y no trata, en cambio, de matar al tirano. Y en el episodio de la prueba suprema de Tell no pensamos ya en discutir sobre la introducción de la situación, o la enormidad del contraste, o bien la falta de reacción inmediata por parte del arquero, y aún menos acerca de las causas de todo ello; el desarrollo del argumento nos oprime el corazón.
El error fundamental del respeto a una tesis ética aparece sumergido y anulado por la humana realidad de la escena. La reacción que echamos de menos en Tell pasa a ser nuestra, y contribuye a aumentar nuestro afanoso y turbulento deseo de venganza. Nos sentimos impulsados a gritar a todos: ¡Matadle!, pero no se nos ocurre reprochar a nadie su repugnancia. Nuestra simpatía rebosa hacia todos ellos: para con Tell, primeramente aturdido, incrédulo luego y, más tarde, suplicante, cuya vista se ofusca y de cuyas manos cae el arco; para con el viejo Fürst, que pide clemencia; en favor de Melchthal, que a duras penas refrena sus ímpetus; ante el espanto de las mujeres, y ante la audacia de Walther, mientras que frente a todos se yergue el cruel tirano.
R. Bottacchiari