Entre todos los amantes afortunados del Romancero español, Gerineldo parece destacar como el más característico. No hay en él peligro ni peripecia; no terminará su elevación en tragedia sangrienta.
Es un pajecillo de palacio — olvidemos su fundamento histórico en el caso de Eginardo, el camarero de Carlomagno — de quien se ha prendado la princesa, llamándole a su cuarto: el rey sorprende dormida a la feliz pareja y deja entre ellos su espada, que, al despertar, les hace saberse descubiertos. El paje finge andar por el jardín, cortando flores; el olor de una rosa le ha dejado descolorido, dice al rey. Pero todo termina bien, por la vehemente súplica de la princesa. Este mínimo de aventura se diría que acentúa la sugestión misma del hechizo de Gerineldo: en seguida, su nombre se hará sinónimo de belleza y encanto en el hombre. «Más galán que Gerineldo», dice en seguida otro romance viejo, recogiendo ese prestigio maravilloso.
Y sin embargo, en el romance, Gerineldo no ha hecho sino ser amado, dejarse amar y acudir a la cita: no es el conquistador, sino la atracción inmóvil del muchacho, sin nombre ni fama ni gestas de hombre, pero suavemente vencedor en la atmósfera sentimental de los palacios.
J. M.a Valverde