Personaje del drama Los bandidos (v.), de Friedrich Schiller (1759- 1805). Hijo de Maximiliano, conde Moor, es el prototipo de una maldad integral.
Nada agraciado, su rostro refleja la ignominia de un alma que no retrocede ante ninguna bajeza. La ambición de bienes materiales y el afán de poder, considerado como medio para alcanzar la legitimación de un sádico libertinaje, le hacen considerar lícita cualquier falsedad encaminada a borrar del corazón de su anciano padre y del de una inconmoviblemente constante y fiel prometida, a la que desearía someter a sus caprichos, todo buen recuerdo de su hermano, el conde Carlos Moor (v.), joven tan apuesto como valiente, siquiera la fantasía y el ardor de un espíritu inquieto le impulsaran, lejos de su casa, a románticas transgresiones.
Y en la falaz intención de hacerle llegar la maldición paterna, hace enterrar en vida a su padre, el cual, gracias al auxilio de un criado, logra conservar casi milagrosamente esa vida en su horrendo refugio sepulcral. Carlos, que se cree ya verdaderamente proscrito de todos los anteriores y caros afectos, convertido en capitán de una cuadrilla de malhechores, no siempre consigue evitar, por muy nobles que sean sus propósitos, que sus compañeros se propasen y mezclen, en su nombre, los delitos con las empresas caballerescas. Comprometido, pues, con el crimen, cuando adquiere conciencia plena de la monstruosa obra de su hermano renuncia a admitir limitación alguna en el camino de la venganza. Y así, refuerza los vínculos con los bandidos mediante un juramento infernal.
Luego que el destino, clemente, no permite que su venganza hiera directamente a su hermano pero sí que le corresponda infligir el golpe de gracia a su infeliz prometida, expía su voto apresurándose a entregarse en manos de la justicia por mediación de alguien que pueda cobrar, de esta suerte, el elevado precio puesto a su cabeza. «Me acuerdo — dice — de un miserable con quien he hablado y que trabaja desde la mañana hasta la noche para mantener a sus once hijos. Voy a favorecerle». Si el respeto a Dios, la conciencia religiosa, la alteza de miras, el desgraciado fatalismo en la acción y el sentido trágico del pecado convierten a Carlos en un personaje verdaderamente humano y dramático, no puede decirse lo mismo de Franz, quien, impulsado al mal por un principio ateo y materialista, sólo al fin de su vida se ve atormentado por un súbito y supersticioso terror de un posible más allá; siniestro muñeco, cree rezar cuando, en realidad, blasfema.
En el drama, o, mejor, en la tragedia de Schiller, es apenas un punto fijo que sirve de parangón negativo al bien, y más como elemento orquestal que como verdadero individuo humano.
R. Franchi