[Epidicus]. Prototipo del esclavo astuto, es el protagonista de la comedia de su nombre (v.) a la que Plauto decía «amar como a sí mismo».
Como es sabido, se trata de una de las figuras que el teatro cómico latino tomó del elenco de personajes de la comedia nueva griega; además, el tiempo y la costumbre han dado al esclavo ciertas características determinadas de antemano, Epídico sigue esta norma, aunque conserva en todo momento una personalidad propia. Pertenece indudablemente al grupo de los esclavos ya ancianos que se hallan al corriente de los hechos íntimos de la familia, tales como los amores de su viejo señor y, más tarde, los del joven.
Su cualidad principal es, evidentemente, la de tener siempre a mano medios con que resolver una situación embarazosa o con que escudarse apenas empiezan a esbozarse nuevos hechos o a aparecer en las personas nuevas y peligrosas manifestaciones psicológicas que hay que vigilar y explotar. Hábil en rehacerse de un fracaso y en sacar partido del menor pretexto, no carece de defectos, aun cuando le falten o evidencie menos los propios de otro tipo de esclavo, como son la indiscreción, la viva curiosidad, la maledicencia o la locuacidad exagerada; no le cuadran los papeles de borracho o glotón, característicos de una categoría de esclavos que da origen a una comicidad de condición inferior.
Es ladrón, pero sólo en la medida indispensable, ya que se limita a engañar a su señor para obtener dinero, cosa que le convierte forzosamente en un descarado mentiroso. A pesar de todo, es el esclavo inteligente; él es quien guía la acción. Y aunque otras comedias tomen el nombre de un siervo (cf. Stico, Pseudolo), ésta es, verdaderamente, la comedia del esclavo, de Epídico. En ella se concreta precisamente su problema: actuar por sí mismo para eludir los azotes, idear su propio plan de actuación.
Sintomático a este respecto es su monólogo, apenas recibida la triste noticia de que su afán para procurar a su joven amo la flautista amada, rescatándola con dinero obtenido del señor mediante engaños, ha sido tiempo perdido: hay un nuevo idilio en puertas y el amor precedente se ha desvanecido. Según el esquema más frecuente, el papel del señorito eternamente metido en líos y en busca de auxilio y el del esclavo pronto a ayudarle deberían tener aproximadamente una misma importancia; pero en esta obra, todo el riesgo recae sobre el último, y ello da origen a un curioso monólogo: «¿Qué hacer? ¿Y a mí me lo preguntas? ¡Si precisamente eres tú quién hasta hoy solía aconsejar a los demás!» Y, sea ello innovación de Plauto o bien provenga de un original griego, el desenlace (centrado en Epídico) confirma con mayor claridad las preferencias casi exclusivas del autor, ya que Plauto ha pasado el primer papel al esclavo astuto, mientras que la acción griega tradicional hubiera situado probablemente en el centro al viejo, con su problema de regularizar unas relaciones juveniles, y la solución esperada hubiera consistido en la boda con la ex amante.
Por otra parte, la versátil sagacidad de Epídico es reconocida de una manera indiscutible — y cómica — precisamente por aquellos mismos que sufren sus consecuencias: «vorsutior es quam rota figularis», le dice su señor, y el amigo de éste (mientras Epídico está esquilmando astutamente al anciano) le define como «el esclavo perfecto, digno de ser colocado en un cuadro y hombre de valor infinito, que ni a peso de oro podría pagarse». Y aún es capaz, después de haber aturdido bien a sus víctimas con palabras que, mediante alegres descripciones y el realce de ciertos detalles, sabe que alcanzarán lo que pretende, de tener la cara dura necesaria para inducirles a pedirle un consejo para poner remedio a los peligros creados por su fina y prodigiosa intuición, recomendación fantástica, naturalmente, que redundará por completo en su beneficio.
Epídico sabe que la fortuna ayuda a los audaces: efectivamente, la casual identificación de la hija de su viejo señor con la nueva amada del señorito llega muy oportunamente a sacarle de apuros. Sin embargo, no tarda ni un solo instante en aprovecharse a fondo de la nueva situación; y en la escena final, con el más descarado atrevimiento, obliga al señor a someterse a su superioridad, y a obedecerle cuando le pide le ate las manos para darse luego el gusto de mandárselas desatar. Sabe que tiene la sartén por el mango y que una vez más saldrá victorioso — apenas alcanzada la libertad como premio a la recuperación de la hija—, hasta el punto de hacerse pedir perdón por su dueño.
Plenamente lograda debe considerarse la escena final, iniciada con un solemne «in- vitus do hanc veniam tibi» («en fin; por esta vez, te perdono») dirigido por Epídico al señor a quien hasta entonces ha estado engañando y explotando. Sin embargo, en el fondo todo es una chanza, un magnífico juego, un continuo devanarse los sesos con brillantes e ininterrumpidas ideas e ingeniosas soluciones para nadar y guardar la ropa. Esto es lo que ha conseguido Epídico, a la vez que mejorar de condición. No olvidemos, finalmente, que esta idea del justo premio que aguarda al siervo astuto se introducirá en la literatura narrativa de la Edad Media italiana.
M. Manfredi