[Dorothy Broocke]. Personaje de la novela Middlemarch (v.) de George Eliot (1819-1880). Es una muchacha a cuyo espíritu no basta el mundo provinciano en que vive y que no sabe comprenderla.
En la continua lucha que sostiene para salir del angustioso cerco de las benévolas pero obtusas personas que la rodean, y en su ansiosa aspiración de crearse un objetivo más alto que los que ofrece el ambiente inmediato, Dorotea se exalta, pierde la serenidad y acaba cifrando sus ideales en el primer ser más o menos aceptable que se le presenta: el pedante y árido Mr. Casaubon (v.).
Nacida para ser una Antígona (v.), Dorotea cree haber roto el embrujo de su ambiente, y no se da cuenta de que ha sustituido la realidad por una imagen creada por su ardiente fantasía; de ahí una situación cuya patética ironía guarda cierta semejanza con la del Tío Vania (v.) de Chejov. Mister Casaubon no escribirá jamás la obra que Dorotea espera de él y que debe poner su ciencia al servicio del mundo: la gran obra de Mr. Casaubon no era más que el lamentable intento de un pedante que se afanaba en conservar su reputación de gran talento, de la que él mismo íntimamente dudaba.
Pero ésta no es la peor desilusión que Casaubon reserva a Dorotea: incapaz de comprender la grandeza de alma de ésta, no se le ocurre otra cosa que buscar los medios para precaverse contra sus posibles intenciones de contraer un segundo matrimonio, y las precauciones que toma para evitarlo destruyen en aquélla los lazos que hubiera podido conservar con la memoria de su marido. El magnánimo temperamento de Dorotea, en quien Eliot se ha retratado en gran parte a sí misma, tiene, desde el punto de vista artístico, un solo defecto: deja demasiado al descubierto la moraleja que la autora pretende sacar de su relato.
Hela aquí: aquella generosa mujer empieza, por un impulso de devoción intelectual, casándose con un viejo pedante a quien cree un genio, y luego, unos meses después de muerto éste, contrae segundas nupcias con un joven calavera, ofendiendo las convenciones sociales y justificando «a posteriori» las sospechas de su celoso primer marido; las más generosas intenciones, cuando no se reducen a la medida de la realidad, engendran funestas consecuencias; por lo cual nuestras acciones deben someterse a un riguroso racionalismo, y tenemos que procurar no dejarnos llevar jamás por la imaginación, ya que la única virtud segura es la que se contenta con los deberes que tiene ante sí, por humildes que sean, y no va en busca de otros más difíciles y grandiosos: el valor de los deberes, en realidad, depende de la abnegación y del contento con que se aceptan y con que se cumplen. Ésta es la lección que se desprende de los errores de la magnánima Dorotea.
M. Praz