Protagonista de la novela La letra escarlata (v.) del escritor americano Nathaniel Hawthorne (1804-1864). Dimmesdale comete adulterio con Ester Prynne (v.), de cuya hija Perla (v.) es padre.
El significado de la figura de ese joven ministro presbiteriano de un pueblo de Nueva Inglaterra en el siglo XVII, culto, sensible y reservado, consiste enteramente en su función dramática. Dimmesdale, en efecto, forma parte de un grupo de «dramatis personae» que entre ellas ejecutan una especie de subterráneo «ballet» moral: representación simbólica de la que para Hawthorne es «historia natural del alma».
Aterrado por el escándalo y atento a salvar su «carrera», Dimmesdale, cubierto por la actitud protectora de Ester, se abstiene de reconocer su parte en el pecado. Con su silencio repudia el acto decisivo de su vida y rechaza sus consecuencias; en efecto, reniega del principio que, en la historia natural del alma, corresponde a la ley de la gravedad en la Física, o sea que todo acto engendra en su agente, independientemente de su voluntad, consecuencias inevitables.
Pero precisamente este mismo principio que él niega, impulsa a Dimmesdale a la necesidad de elegir entre la aceptación y la negativa; y, en virtud del mismo principio, su negativa engendra a su vez unas consecuencias propias, mucho más tremendas de las que sufriría si, como Ester, hubiera elegido la aceptación. Lo que importa en el silencio de Dimmesdale no es su «hipocresía» — ya que los criterios externos de juicio no interesan al historiador de los procesos internos del alma —, sino el hecho de que ha destruido la posibilidad misma de la vida.
Ester, al aceptar su acto, y sumergirse en sus consecuencias, se crea una específica identidad moral y una vida particular: la suya; Dimmesdale, al negarlo, niega también toda realidad moral y toda sustancia personal que su vida pueda contener, renunciando a la única cosa — una identidad— que podría darle «una verdadera existencia en esta tierra». En efecto, «para el hombre falso, todo el Universo es falso… es impalpable… se reduce a nada cuando se le coge. Y él mismo… se convierte en una sombra, o, en rigor, deja de existir».
La imagen de sí, que logra salvar para el público, no es más que una frágil máscara vacía, como el caparazón de una langosta muerta: «¡Todo es mentira!… ¡Vanidad!… ¡Muerte!…» Ha preferido una máscara a un alma, pero su propia elección le arrastra consigo. No sabe quién es ni qué es, porque ni es la máscara conocida por los demás como el pastor Dimmesdale, ni puede ser otra cosa mientras niegue su acto, sumergiéndose en cuyas consecuencias podría llegar a ser alguien: él mismo. Y como no es nadie, nada de lo que haga es «suyo». Considerado como jefe espiritual de su comunidad, se halla más aún que sus feligreses a merced de formas convencionales y de fórmulas «estandarizadas»: esclavo de la convención y al mismo tiempo de la rígida falsedad de su máscara.
Su doble servidumbre está agravada por una doble culpabilidad: la de su adulterio inicial, que como acto de pasión y como expresión genuina del alma humana tenía «una consagración propia», y la de su negativa, con la cual, para salvar la carrera, ha «perdido» su acto, su consagración, su humanidad, su pasión, su alma y su vida. La conciencia de la culpa se convierte en un intolerable tormento. Como en una alegoría medieval, se manifiesta en su carne con el estigma de la «A» escarlata de Ester. Aprisionada con él en su máscara pública, esta conciencia le devora, cambiando a aquel joven vigoroso en una ruina que apenas puede sostenerse en pie.
Pero en esa ruina sobreviven indudables restos de un alma humana: su congoja moral, su terror, el horror que siente ante la imposibilidad de tocar a su propia vida. Y el marido de Ester, Chillingworth (v.), juega con este resto de capacidad de sufrimiento mientras espera que la muerte venga a sellar la impotencia del pastor para seguir viviendo. En efecto, en la muerte de Dimmesdale sin haber vivido, en su condena por sí mismo, con el repudio de su identidad moral, a la terrible y fría agonía del limbo, está la venganza de Chillingworth. Y por ello, precisamente en gracia a esa capacidad de sufrimiento, Dimmesdale logra por fin «salvarse».
En el momento de su muerte, reconoce su acto inicial, reclama sus consecuencias, confiesa su culpa y acepta aquella «historia natural del alma» de que intentó renegar, creándose con esta aceptación una identidad moral y recobrando su alma. «¡Te me has escapado!», grita el médico, fuera de sí. Y Dimmesdale: «Si… no hubiese sufrido esta agonía, me habría perdido para siempre». El acto de voluntaria negativa con que Dimmesdale se arranca a la sustancia de su propia vida, es el prototipo clásico de aquello que desde entonces se ha convertido en el dato involuntario de la vida y de la literatura americanas.
Los personajes simbólicos de la América moderna, cuyos nombres pueden ser Daisy Miller (v.), Clyde Griffiths (v.), Cowperwood (v.) o Babbitt (v.) heredan de su padre común Dimmesdale su nulidad de seres humanos, su impotencia para ser ellos mismos o hacer nada que les pertenezca en propiedad, su esclavitud de las convenciones y de las «fuerzas inexplicables», una especie de virginidad moral que les impide hacer lo mismo el mal que el bien y su forzado nomadismo de vagabundos del limbo.
S. Geist