Es el quinto de los profetas mayores según la Biblia (v.) latina y el noveno de los hagiógrafos según la Biblia hebraica.
Su existencia se vislumbra a través de la esencia trilingüe del hebreo, arameo y griego en que está escrito el libro de su vida (v.). «Daniel tuvo la comprensión de todas las visiones y sueños»: esta facultad determina su milagrosa historia, desde el día en que, niño aún, fue llevado a la corte de Nabucodonosor (v.) como paje de éste, y, particularmente, desde que demostró la inocencia de Susana (v.) con salomónica sabiduría, hasta que, vestido de púrpura y tercero del imperio en dignidad, gobernaba a los sátrapas de Darío y Ciro, aportando una vez más su testimonio contra los sacerdotes de Baal (v.) y el dios-serpiente, puesto que «mi juez es el Señor»: Daniel.
Una inmensa actividad profética se extiende entre estos dos extremos de servidumbre y principado, desde el 603 al 535 a. de C.: de Babilonia a Ecbatana, Daniel es el profeta y el teólogo de la historia, por su contacto con ella, superior al de cualquier otro profeta. De pie en un escenario sin actores ni fondos humanos, no habla a nadie en particular e ignora a los hombres, ya que sus palabras se dirigen a todo el género humano y al futuro; apenas levanta los ojos de su divino libro para contemplar la muerte del Rey de Reyes y ver cómo se hunden y surgen sin dañarle el último imperio asirio y el primero persa.
Entre los leones alados y mitrados esculpidos en piedra inmortal interpreta el sueño del demente rey Nabucodonosor; en la última noche de Baltasar (v.) lee el epitafio puesto por Dios sobre el sepulcro de Babilonia : Mane, Thecel, Phares; en las plácidas orillas del Éufrates cuenta las 77 semanas de años que preceden a la Redención y los imperios de la Ciudad terrena, superpuestos a través de los siglos a la manera de la estatua gigante de oro, plata, bronce, hierro y arcilla, hecha añicos por una piedra que se convertirá en montaña e Iglesia: «super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam».
Desde el sueño de Nabucodonosor hasta la visión de las cuatro bestias surgidas del mar, el tema de la historia va modulándose en nuevas formas mesiánicas: el imperio romano, la cuarta bestia horrible con diez cuernos, y el terrible emperador que «pronunciará grandes palabras contra el Altísimo y abatirá a sus santos»; el fuego que abrasará la bestia y señalará definitivamente la ruina de Roma y el triunfo del «Hijo del hombre»; ante el arcángel Gabriel (v.), el carnero persa atacado por el macho cabrío macedónico y los cuatro cuernos que brotan de su herida; y, en una última y amplísima visión, cual un fresco renacentista de batallas, los diversos destinos desde el final de los medos «hasta el fin de los tiempos».
Las cuatro visiones se suceden como estaciones del mundo: asirios, persas, griegos y romanos, hasta el Anticristo y «el fin de los tiempos». La última palabra de Daniel se refiere al último día de las criaturas: «Las multitudes de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán, unos para la vida eterna y los otros para la ignominia». De todas las profecías, ésta es la única que aguarda su cumplimiento, una vez cerrados por Daniel los demás horizontes; y sus palabras van pasando cual una antorcha desde él al Evangelista, y de éste al Apocalipsis, a San Jerónimo, San Agustín y Bossuet, en marcha hacia la terrible meta y alumbrando el futuro que se acorta.
Sin embargo, Daniel es algo más que una voz; ha conquistado y manifestado su santidad antes que cualquier otra prerrogativa: por encima de la púrpura de virrey y de las visiones angélicas, es humilde y fiel hasta el mismo umbral del martirio: «con las ventanas abiertas hacia Jerusalén, hincaba las rodillas tres veces al día en su cámara, adorando y dando gracias a su Dios», al Dios de Jerusalén que había alentado su juventud de desterrado, que había recompensado sus ayunos con la comprensión del misterio y librado a sus tres jóvenes compañeros del horno de Nabucodonosor, y a él, por dos veces, del foso de los leones.
Daniel perteneció siempre y exclusivamente al Dios de Jerusalén, tanto más próximo al invisible cuanto más lejano y casi extranjero a la tierra de sus padres. Su soledad estaba demasiado llena de símbolos para que pudiesen entrar en ella los hombres; sólo veía naciones, reyes y ángeles. Por este inviolable silencio metafísico Daniel se destaca de todos los profetas éticos de Israel, y desde la Mesopotamia tiende la mano a su único igual, al apóstol Juan (v.), salido ileso del martirio para alzar la voz y profetizar en otro destierro, cual dos místicos gallos que se llaman mutuamente desde las sombras del mundo.
P. D. Benedetti