Crimilda

[Krimhild, Grimhild, Gudhrún, Kremold, Hildico, Ildico, Sienild]. Con el poema de los Nibelungos (v.) (siglo XIII), Crimilda pasa a ocupar el primer plano entre los personajes de esta leyen­da.

Es muy difícil precisar la parte que hayan podido tener en su anterior aleja­miento algunos poetas más antiguos cuya obra se ha perdido, cosa que, por otra par­te, tampoco nos interesa. De tal modo re­salta su figura en todo el poema de los Ni­belungos que éste ha podido ser llamado no sin razón el libro de Crimilda. Tres son las diversas imágenes, distintas en el tiem­po y la acción, que aquél nos da de ella: la Amante, la Doliente y la Vengadora.

La primera de ellas es la más amorosamente tratada por el poeta austríaco, la mejor des­crita y la más original y lógica. En el pri­mer canto Crimilda es presentada como la doncella completa según el ideal caballe­resco: graciosa, discreta, honesta y, sobre todo, bellísima, destacándose todo ello so­bre el fondo brillante de la magnífica corte de Worms. Aquí tiene lugar su encuentro con Sigfrido (v.), escena construida rigu­rosamente según las normas de la poesía cortesana y la etiqueta caballeresca. A este encuentro, y después del viaje de Sigfrido y Gunter (v.) a Islandia para la conquista de Brunilda (v.), siguió la solemne boda de Sigfrido y Crimilda, celebrada junto con la de Gunter y Brunilda.

Transcurridos va­rios años, Sigfrido y Crimilda son invita­dos a Worms. Crimilda, entonces, no es ya la tímida y púdica jovencita de antaño, sino que se halla en la plenitud de su be­lleza de mujer, y es una poderosa reina y una esposa a quien la misma felicidad co­munica un orgullo ingenuamente insolente. Este sentimiento provoca la fatal observa­ción que hace ante Brunilda en el curso de un torneo: la de que Sigfrido no tiene igual. De ello nacen el equívoco, la diver­gencia y la enemistad entre ambas reinas, y, finalmente, la atroz y desconsiderada ofensa pública: «fue Sigfrido, mi esposo, quien te poseyó por vez primera.

Él, y no mi hermano, te quitó la virginidad». En este litigio entre las dos reinas Crimilda sale victoriosa; pero este triunfo originará su dolor. Ha revelado imprudentemente a Hagen (v.) el punto por donde Sigfrido es vulnerable; éste es muerto durante una ca­cería y su cadáver depositado por la noche junto a la puerta de las habitaciones de Crimilda. Cuando ésta sale con sus damas a primera hora de la mañana para ir a la iglesia, encuentra el cadáver de su esposo. Lo comprende todo: «Brunilda ha aconse­jado lo que luego Hagen ha puesto en práctica».

Súbitamente se origina en ella el deseo de venganza; no obstante, no se muestra partidaria de actuar irreflexivamente. Y así, tras haber velado por espacio de tres días y tres noches el cuerpo de Sig­frido y haber llorado «lágrimas de sangre», se encierra, «altiva y triste», en su dolor. Sólo el duelo y el llanto armonizan con ella. De este modo transcurren doce años; hasta que, habiendo enviudado Atila, a cu­yos oídos había llegado la fama de la be­lleza de Crimilda, la pide por esposa.

Ésta, al principio, se muestra reacia al nuevo matrimonio. Dice al margrave Rüedegér (v. Rudiger), enviado por el rey huno a pedir su mano: «Quien conociera mis agu­das heridas no me rogaría que volviese a amar de nuevo». Rüedegér, no obstante, es demasiado buen diplomático para dejarse arredrar por las dificultades, y le promete, secretamente, vengarla del mal sufrido. Es­te argumento es decisivo.

Una nueva pers­pectiva acaba de abrírsele. El sentimiento violento y primordial adormecido en su espíritu vuelve a llamear abiertamente. Sabe que el poder y la riqueza de Atila van a permitirle llevar a cabo sus desig­nios. Sin embargo, reina al cabo, consigue dominar su vacilación de un instante, finge escrúpulos y dudas y se hace de rogar nue­vamente antes de dar su definitivo consen­timiento al enlace. Con todo, la decisión ha sido ya tomada en su fuero interno. La Doliente cede el paso a la Vengadora.

Crimilda sabe que debe aguardar aún. Ha de dar un hijo a Atila y hacerse popular e influyente entre el séquito del poderosí­simo príncipe. Doce años después de la boda — los mismos, por lo tanto, de su viu­dez—, pide a su esposo que invite a sus parientes en señal de afecto, haciendo de ello una cuestión de dignidad y prestigio. Atila nada sospecha de sus tenebrosos de­signios, y Crimilda advierte a los mensa­jeros que no digan haberla visto nunca alterada. únicamente se da cuenta de sus intenciones Teodorico (v.), quien avisa a Hagen. El encuentro de Crimilda con sus hermanos y los demás burgundos adquiere, desde el principio, aires de conflicto.

«Re­cibid la bienvenida de quien os ama. No es precisamente vuestra amistad que me lleva a saludaros. ¿Acaso me traéis de Worms algo de lo cual deba alegrarme?… ¿Qué habéis hecho del tesoro de los Nibelungos?» Ahora, pues, uno de los motivos fundamentales de la enemistad de Crimilda hacia los burgundos es el deseo de recu­perar el tesoro de Sigfrido que, al casarse con Atila, Hagen le arrebató y arrojó al Rin. Ya en el fatal desenlace, repite la de­manda. «Si me devolvierais lo que me ha­béis quitado — dice a Hagen — podríais re­gresar vivo a vuestro país». Hagen se resiste y Crimilda hace matar a su hermano Gunter y decapita a Hagen, aun cuando, rápidamente, como parafrasea Carducci, «el hierro de Hildebrando / hundióse en la mujer».

Este deseo de recobrar el tesoro de los Nibelungos es indudablemente un motivo inhábil y desagradable. No se trata de una invención del autor del poema, sino de una herencia de la que por falta de sentido psicológico y fuerza poética no ha sabido deshacerse. La tradición contraria a Atila conocía en realidad la codicia de éste por el tesoro y la juzgaba el móvil de la muerte de Gunter y Hagen. En cambio, en el país de los bayovaros, Atila, según la tradición ostrogoda, era considerado como un príncipe afable, generoso y paternal.

No pudo ser él quien diera muerte a los prín­cipes del Rin. De este modo, la codicia del tesoro y la ruina de los Nibelungos apare­cen atribuidas a Crimilda, la viuda de Sig­frido convertida en esposa de Atila. Esta tradición es la que coaccionó al autor del poema de los Nibelungos, quien, por otra parte, tampoco es muy afortunado en el otro motivo de la cruel venganza. Su sen­timiento no era ni primitivo ni heroico a la antigua manera. De ello deriva su exageración en la crueldad. Como vengadora, Crimilda es ilógica y desproporcionada.

En la más antigua tradición de la leyenda cual se refleja en los Edda (v.), Crimilda (que en la Escandinavia septentrional recibe el nombre de Gudrun) tiene un papel más importante en la fábula que en la poesía. Ella es quien, con su matrimonio, une a Sigfrido con sus hermanos; quien, en el litigio con su cuñada, revela, mientras tomaban el baño, la treta urdida contra Bru­nilda; quien expresa con su dolor la aflic­ción general por la muerte de Sigfrido.

En la poesía éddica sólo adquiere relieve poé­tico la Vengadora, aunque no de Sigfrido sino de sus hermanos muertos por Atila, a quien mata, a su vez, después de haberle dado a beber la sangre de sus dos hijitos (en el poema de los Nibelungos, en cam­bio, es Hagen quien da muerte a Ortliep); y, más tarde, en la obra de poetas poste­riores, la Doliente, la perseguida por la desgracia, aquella cuyos hermanos han ma­tado a Sigfrido, para caer después, a su vez, muertos a manos de Atila; la que ha quitado la vida a los hijos habidos del rey huno; aquella cuya hija Svanilda, engen­drada en su tercer matrimonio con el rey Jonakr, ha sido torturada por orden del rey Hermanrico (v.). No podemos dete­nernos a considerar otras obras novelescas de menor categoría de la Edad Media ale­mana posteriores al Poema de los Nibelungos, ni mucho menos la artísticamente in­significante literatura alemana del siglo XIX sobre este tema.

Diremos solamente que La venganza de Crimilda constituye la ter­cera parte de la trilogía de F. Hebbel Los Nibelungos, y que en El ocaso de los dioses (v.), de R. Wagner, Crimilda, que aparece bajo el nombre nórdico de Gutrun, no es sino una comparsa.

V. Santoli