Entre los personajes del Romancero español, el conde Arnaldos puede capitanear a los legendarios, a los nacidos del misterio y no de la crónica real: en la «mañana de San Juan», ese momento ideal de la belleza lírica castellana, el conde va con el halcón por la orilla del mar, y ve venir una galera, con un marinero que canta. Es la canción de efectos mágicos de tantos romances: los peces suben a oír y las aves se posan en los mástiles.
Pero cuando el conde pide al marinero que le enseñe la canción, éste se esquiva: «Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va». Y así queda, en el borde del enigma, negando su secreto al conde, y a nosotros mismos. Sin embargo, en alguna versión del romance, todo esto no era sino prólogo: en la galera iba un príncipe, etc., y comenzaban ahí unas aventuras de enredo bizantino.
Pero el pueblo ha olvidado casi siempre esta continuación de intrigas, y se ha quedado con la versión truncada: el conde Arnaldos, así, se ha visto potenciado por un fondo de sombra y sugestión, que le eleva a la categoría de símbolo, en vez de quedar en figurita ocasional de una narración poética. ¿Qué no es el conde Arnaldos? Lo es todo: especialmente, es el lector ante la poesía, vanamente empeñado en reducir a soluciones y sabiduría lo que sólo se degusta acompañando al poeta: es el hombre ante la vida misma.
Aquí tenemos, pues, un caso singular de personaje literario creado por pura negación, por el tijeretazo del olvido, que al permitirle que se desprendiera su lastre narrativo, le ha dejado ascender al firmamento de las figuras inolvidables.
J. M.ª Valverde