[Claire de Beaulieu]. Personaje de la novela Le maître des forges (v. Felipe Derblay), de Georges Ohnet (1848-1918). El cine ha sido indudablemente inventado para fijar en el tiempo, y no sólo con las palabras de los novelistas, una imagen de mujer cara a la nueva caballería con reminiscencias medievales de fines del siglo XIX: la mujer ídolo, la mujer de marfil, reina y diosa, Clara de Beaulieu.
Orgullo y altanería son los pedestales en que se apoyan las virtudes de esta mujer que se sostiene sólo mientras el pedestal «aguanta» y luego se derrumba deshecha en lágrimas, derretida en fiebres, descompuesta en deliquios y delirios, cuando el orgullo y la altanería han sido vencidos por unos cuantos fustazos en un duelo ideal o por un pistoletazo en un duelo verdadero, como ocurre todos los días en un mundo en que todas las Claras son amazonas, y todas son marquesas, o duquesas o condesas, cuya primera desgracia, que cada una lleva consigo, es la de quedarse en un determinado momento de su vida sin un céntimo, «arruinadas» y por lo tanto, claro está, traicionadas y abandonadas.
Hay un modelo para las Claras en el cual la parodia de una época que habrá de culminar sin ironía en las altivas y lujuriosas mujeres fatales d’annunzianas forma de vez en cuando un ejemplar nuevo, que sólo por alguna mínima variante puede llamarse inédito; los detritos del más convencional Romanticismo visten a esas mujeres bellísimas que ni una sombra de psicología vincula con la vida humana; estereotipadas en sus gestos, con sus suntuosas melenas, sus hombros desnudos y sus miradas de desdén, las infinitas Claras de la literatura universal componen la alegoría melodramática de una época que, en su mejor momento, las negaba profundamente.
Clara, a pesar de todo, es indiscutible: no por falsa y convencional la amaron por doquier dos o tres generaciones de lectoras, sino porque es triste, porque está descontenta, porque a su alrededor se extienden, como único consuelo a la desolación de su tristeza, tan pobre en motivos, las sombras de los parques silenciosos que lindan con la herrería, con aquel mundo irreal e impensable para las Claras, que es el mundo del trabajo.
Las lectoras, arrobadas, sentían que su tristeza era lo único que había de verdadero en ella, y se daban cuenta de que se parecía a tantas existencias de mujer convencionales como la suya y tan falsas como vacías, a las cuales suele faltar incluso el «happy end» cinematográfico en que Clara, sumisa y por lo tanto humanizada, se decide a aceptar el amor y gracias a él logra por fin realizar su vida.
G. Veronesi