Personaje de la novela La Hermana San Sulpicio (v.) de Armando Palacio Valdés (1853-1938), Ceferino Sanjurjo está visto en función de una geografía poética que en España tiene más importancia que la geografía política. Médico y poeta, pero más poeta que médico, Sanjurjo pertenece al norte de España, a aquella Galicia que sabe conciliar la poesía más sentimental con el sentido más práctico.
Seducido por los maliciosos ojos de una novicia, en la que no se ha apagado todavía la llama de la vida, la Hermana San Sulpicio (v.), Sanjurjo no vacila en seguirla hasta Sevilla, donde la conquista del amor habrá de ser completada por la conquista de la tierra. Desde su llegada, el septentrional se halla súbitamente en oposición con la ciudad entera. Ceferino es reservado, mientras los andaluces son expansivos; parsimonioso en sus gestos, mientras aquéllos son pródigos: las «juergas flamencas» le desagradan y considera espantosos ciertos juegos en que pueden terminar las apuestas y en los que alguien puede quedar con la mano clavada sobre la mesa.
Ceferino es el único que en el Puente de Triana no echa piropos a las cigarreras cantadas por Mérimée, ya sea porque no es capaz de ello, ya porque no se le ocurran espontáneamente como a los demás. Pero una vez ha cedido al hechizo de la tierra andaluza, Ceferino reniega de su origen, se abandona a las más inoportunas bravatas y acaba retando al más famoso espadachín de Sevilla, porque éste ha tenido la osadía de llamarle «gallego», título que puede parecer ofensa en boca de un andaluz, pero que para Ceferino no debería ser otra cosa que un atributo indicativo de su región originaria.
Como tantos otros gallegos y nórdicos en general, Sanjurjo acaba completamente subyugado por el espíritu andaluz que la picara novicia sevillana tan graciosamente personifica. Y él, el hombre que el día después de su reto se había quedado horrorizado de lo que se atreviera a hacer, ahora no ve nada de particular en raptar en plena calle a su ídolo, a quien la familia quiere volver a encerrar en el convento para apartarla del joven.
Y las bodas coronan convenientemente esta incruenta batalla entre la tranquila, plácida y melancólica Galicia y la jovial, fuerte y apasionada Sevilla. Pero un gallego es siempre un gallego: esto es, permanece cauto y calculador aunque — o quizá precisamente porque — esté enamorado. Y el autor pone en boca de su héroe, durante su viaje de bodas — ante la indiferencia de sus viejos amigos — esta frase reveladora: «¡Y pensar que me desprecian porque me casé con ese capullito de rosa que además me ha traído dos millones de dote!» Con lo cual se viene a demostrar que el triunfo de la fragante alma andaluza sobre el espíritu práctico gallego es bastante relativo.
F. Díaz-Plaja