Los comentaristas acostumbran indicar la semejanza o diversidad entre el Caronte de la Divina Comedia (cfr. «Infierno», canto III) y el de la Eneida (cfr. libro VI) sin haber conseguido, no obstante, especificar concretamente sus causas.
Sin embargo, este personaje constituye la prueba máxima de la total libertad con que Dante trata el material de la tradición. Caronte, en la Comedia, se mueve dentro de una escena cerrada como un edificio medieval; concentra en sí todo el pavor tempestuoso del paisaje infernal y suscita, por su manera de enfrentarse con los condenados, la consternación y el espanto ante el espectáculo de la justicia divina. El poeta lo describe entre una puerta — la del Infierno, coronada por la tremenda y eterna inscripción («Abandonad toda esperanza»)— y el rayo y terremoto finales. Hay algo (la puerta, la justicia, etc.) que destaca a través de todo el canto: Dios se halla presente de varias maneras; esta superioridad llega casi a manifestarse en el rayo final.
La figura de Caronte se mueve, amenazadora e imperiosa, en medio del paisaje y de las almas fatigadas y desnudas, dominando y alumbrando su tristeza y su terror. Hay en él algo solemne; tiene cierta semejanza con la puerta: ambos son inexorables («Abandonad toda esperanza», «No confiéis jamás»); la puerta, no obstante, es aún más sorda, tremenda e inerte: algo puesto allí por Dios que cumple su misión en la inmovilidad severa y oscura de la eternidad.
Caronte, en cambio, se halla más próximo a la agitación del diablo y a la humanidad, lo que le hace aparecer más cruel y llameante; viviente aún, cumple su oficio con diligencia, y excediéndose, a causa de su instinto perverso; une a la justicia la actividad propia de un ser vivo, aun cuando él mismo parezca un condenado, por cuanto la inquieta entrega a su misión es ya una especie de condena; su superioridad es tan sólo aparente. Hay algo en él ciertamente solemne, pero todo el resto es tosco: es un viejo fracasado. Los rasgos externos de la fisonomía de Caronte son casi los mismos en la Eneida que en la Divina Comedia: viejo, triste, impaciente, regañón y duro.
Pero dejemos paso al personaje y fijémonos en su «entrada»: el Caronte de Virgilio está difusamente iluminado, enmarcado con cuidado y de frente; Dante, en cambio, disminuye poderosamente a su personaje, que irrumpe, más que entra, en la escena, gritando: «¡Ay de vosotros!» He aquí la distinta entonación poética: en Virgilio, la representación es descriptiva (y pintoresca: por ejemplo, el detalle del sucio manto que pende del hombro al cual está anudado, o el del manejo de la vela y los remos para la conducción de la barca); la otra, dramática y triste: las almas, golpeadas por el remo de Caronte, a una indicación suya abandonan la orilla con el ritmo cansado de las hojas •que caen bajo un cielo gris de otoño, comparación empleada también por Virgilio en la Eneida, pero en un sentido muy distinto; allí dice sólo que las almas son «numerosas»— «quam multa» — como las hojas: una gran multitud; Dante, al decir «una tras otra», da una sensación más profunda de dolor.
La primera representación es toda ella espectáculo y espaciosa visión; en la segunda, todo es agitación, impetuosidad y un pavoroso clamor súbitamente reducido a la desolada elegía de las almas que van a emprender su último viaje. Dante extiende por toda la escena una levísima sombra de piedad, y el mismo Caronte adquiere el sombrío y desolado tono propio del árido paisaje.
P. Baldelli