Billy Budd

Protagonista de la novela Billy Budd, Gaviero (v.), del escritor ame­ricano Hermán Melville (1819-1891). Los aullidos y el furor de las contradicciones morales que en ciertas ocasiones nos hacen ver en Pierre (v.) al héroe de la historia contada por un idiota, se resuelven en Billy Budd en un sereno contrapunto moral: se da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios; y ambos conceptos vi­ven — o mueren — en el mismo mundo.

En el joven Billy — alegre «marinero lleno de garbo», «bárbaro leal», «Hiperión jovial de los mares», aristócrata de la naturaleza y Hombre en su preedénica inocencia—, que debe ser ahorcado por los hombres porque como «ángel de Dios» ha dado muerte a un representante del Demonio, Melville admi­te, en fin, los iguales aunque opuestos derechos de César y de Cristo.

Cuando el angélico Billy abate al diabólico Claggart (v.), que le ha acusado injustamente, aquél es «inocente ante Dios». E igualmente ino­cente ante la «Naturaleza»; puesto que, co­mo Hawthorne en Perla (v.), Melville igua­la en Billy la ley moral a la ley natural del mar, de la selva y de la «barbarie» precristiana, oponiendo a esta ley moral que radica en la naturaleza la ley formal de las instituciones humanas.

Billy será absuelto el día del Juicio, cuando los justos sean separados de los malvados; pero, se­gún la ley de la marina británica sobre los motines, que condena a muerte al mari­nero que hiere a un superior, debe casti­gársele con la horca. En este complejo drama teológico del Bien y el Mal, un in­genuo marinero representa el papel de Án­gel, el astuto maestro de armas Claggart el de Satán (v. Diablo), y el de Dios Padre, el capitán Vere.

En el libro hay, empero, algo más que teología, algo más que la habilidad misma de Melville en ajustar su difícil materia teológica a las bien logra­das proporciones de un relato marino. En efecto, no siendo Billy el «personaje» de una novela profana y poseyendo únicamente los rudimentos de un carácter humano me­ramente natural, encarna los más variados y aparentemente incompatibles aspectos de la perfección «moral»: la perfección de un magnífico bruto — «un potro reluciente en el prado» — cuyo conocimiento no rebasa el instinto animal de la necesidad orgánica; la perfección de Hércules (v.) y de Apolo «favorecido por las Gracias»; la perfección de «Adán (v.) antes de su caída» y la perfección del santo por naturaleza.

Y no acaba con ello la gama completa de imá­genes multicolores que, por así decirlo, van a fundirse en compleja figura, proyección del pasado humano y prehumano, que Mel­ville llama Billy Budd. Es «un ángel de Dios» y, al mismo tiempo, es Cristo que revive la Crucifixión (y, ciertamente, el pa­ralelo formal con la Crucifixión llega, en esta obra, hasta el punto de añadir a la muerte de Billy un milagro y una ascen­sión; como los fragmentos de la Cruz, también los pedazos de la antena en la que es ahorcado se convierten en sagradas reli­quias).

Es también el joven José (v.), abandonado por sus desleales hermanos en el pozo, de donde saldrá para salvarlos y perdonarles; y, asimismo, Isaac (v.) ofre­cido por Abraham (v.) en el sacrificio sa­cro. Las «ambigüedades» morales que cons­tituyeron el tema y el subtítulo de Pierre (v.), en Billy Budd se transforman, pues, en definiciones morales; el enigma de la iden­tidad humana, que permanecía igualmen­te torturador, se concreta en una visión del hombre considerado no como hecho mo­ral individual, sino como «persona» o re­presentación pública: el último revestimiento de un eje que penetra hasta los más profundos estratos del mito; una «persona» cada uno de cuyos actos es, en la realidad, una nueva representación de alguno de los míticos prototipos que este eje atraviesa.

De estos múltiples prototipos deriva preci­samente su naturaleza esencialmente sacra, su dignidad ultra o infrahumana, su «au­tenticidad» de acto desvinculado a la vez del dominio de la humana voluntad, de la moral formal y de la psicología racional. Según Melville, se precisa algo más que penetración y «conocimiento del mundo» para comprender a Billy Budd, que nos recuerda a los «profetas hebreos».

S. Geist