[Beatrice]. Beatriz, a quien el Dante conociera ya desde los nueve años y que hacia el final de su vida le conduce hasta el umbral del Empíreo, la mujer que inspira el primer libro de su época de juventud, la Vida Nueva (v.), y a la que escoge como guía en el poema sacro (v. Divina Comedia) de la gran peregrinación humana que es, ante todo, su propia peregrinación vivida y sufrida, permanece indisolublemente ligada al poeta en el corazón de sus lectores.
Tal como su amor pretendía, consiguió hacer brillar para siempre su nombre con un esplendor vivo y profundo por muy pocos otros nombres humanos alcanzado. A pesar de ello, la luz que Beatriz irradia no nos lleva a conocerla claramente: un misterio no fácil de penetrar la envuelve. Por las crónicas florentinas sabemos que la Beatriz real era hija de Folco Portinari. Pero se hace muy difícil definir, concretar, expresar en nuestro lenguaje corriente la Beatriz del Dante, la de la Vita Nova y de la Commedia, la única que nos interesa.
Muchos se han empeñado en ver en ella sólo un símbolo, así como muchos otros únicamente una mujer viva y real. Pero no es éste el modo de aclarar la cuestión. Acudamos a Dante, a sus versos, por los cuales permanece viva, y, particularmente, al Dante último, en el que las vanas apariencias ceden el paso a la luz de la verdad absoluta. Cuando el peregrino llega al Empíreo, al principio del canto XXX del «Paraíso», que figura entre lo más sublime que nos ha dejado; cuando su pluma, ya fatigada, parece moverse por propia virtud y superabundante gracia y aspira la brisa divina del último cielo, entonces su poesía renuncia al más caro de los temas, abandona el recurso permanentemente mantenido desde que empezara a versificar sus ideas: deja de cantar a Beatriz.
En el instante en que se halla frente a Dios, Dante pierde su guía fiel. Ni el más alto y puro de los amores humanos puede hacer de intermediario entre el peregrino y su Dios, al que finalmente ha vuelto: todo lazo con la tierra está roto. Y en este adiós a la mujer amada y a la poesía que la canta, Dante nos deja un testimonio precioso. Ante él se abre toda su vida de poeta, y, mientras con el pensamiento la recorre, la ve siempre iluminada por una imagen fiel, la reconoce como una continua tentativa de reflejar todo cuanto de más bello ha contemplado sobre la tierra.
Y de su corazón poseedor de la Verdad, de la sublimidad altísima y serena de esta hora ya alcanzada, de su arte ya sin mácula, sin vanos residuos, nacen las sublimes palabras: «Dal primo giorno ch’io vidi il suo viso / in questa vita, infino a questa vista, / non m’è il seguire al mio cantar preciso; / ma or convien che mio seguir desista / più dietro a sua bellezza, poetando, / come all’ultimo suo ciascuno artista» («Desde el primer día que vi su rostro / en esta vida, hasta mi actual contemplación / no se ha interrumpido la continuidad de mi canto; / pero ahora es preciso que mi poema desista / de seguir cantando la belleza de mi Dama, / como hace todo artista que llega al último esfuerzo en su arte») («Paraíso», XXX, 28-33).
A. M. Chiavacci