Baruc

[Barūkh]. Profeta hebreo, su­puesto autor del libro bíblico deuterocanónico del mismo nombre (v.). «Escriba Baruc de boca de Jeremías todo lo que Dios le diga». Era hijo de Nerías y secretario de Jeremías (v.). Estuvo primeramente en­tre los pecadores de Jerusalén, en el tem­plo profanado y en la casa real que le era hostil, para proclamar intrépidamente las profecías de su maestro prisionero.

Des­pués de la destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor (v.), se vio afligido por las calumnias de los desterrados egipcios; pero Jeremías le consoló con un oráculo divino. Y helo aún bajo los sauces de Babilonia, llevando la palabra inmortal a los muertos de espíritu y a los cautivos, tal como los diáconos cristianos llevaban la carne divina a los condenados del circo.

Baruc es el diá­cono de Israel, el profeta de los vencidos; ha ocurrido lo que el maestro predijera a los enemigos de los profetas: se han visto aniquilados, y lloran todos a su alrededor, desde el rey al último miserable, y llora la ciudad santa incendiada por los caldeos: «yo les había educado en la alegría y les he dejado partir en el llanto y la aflicción». Baruc profetiza siempre, en las riberas del Eufrates, en Jerusalén; representa la con­tinuidad entre las ruinas y la diáspora, y ya nadie le detiene ni quema su libro. Dios ha abierto sangrientos surcos en su pue­blo; Baruc siembra consolación y verdad.

Abre los cielos sobre las cenizas de Sión y muestra en lo alto a la Sabiduría, mien­tras abajo se confunden las multitudes y pasan entre tinieblas los antiguos gigantes, los príncipes y las razas. La Sabiduría es verbo, palabra de Dios: «et Deus erat Verbum». Desde el fondo de tantos males, Ba­ruc levanta la cabeza hacia la eternidad y muestra la estrella: «Después de esto, Él se mostró sobre la tierra y conversó con los hombres»: «et Verbum caro factum est et habitavit in nobis, et vidimus gloriam ejus». El Diácono de los benditos (Baruc) lleva la bendición a Babilonia: «Bienaven­turados somos, oh Israel, pues hemos cono­cido lo que es agradable a Dios… Mira hacia Oriente, oh Jerusalén, y ve la alegría».

Es precisamente en la desgracia donde me­jores ecos halla la voz de Baruc; puesto que el castigo ha llegado, ella es ya algo más que una amenaza menospreciada. Los pecadores, caídos, piden consuelo y perdón: la ruina se oculta lentamente en el pasado, mientras raya en Oriente un alba de ale­gría. La justicia se ha cumplido ya sobre los mismos compatriotas de Baruc, que deja en prisión al mismo que le encarcelara. En la monótona alternación de pecado y peni­tencia, su voz, totalmente nueva, responde desde Babel a las lamentaciones de Jere­mías: «Él se mostró sobre la tierra y con­versó con los hombres. Éste es nuestro Dios».

P. De Benedetti