El protagonista de los Comediantes trágicos (v.) de George Meredith (1828-1909) fue en la vida real Fernando Lassalle, uno de los principales colaboradores de Carlos Marx.
La novela sigue sus aventuras: su principal episodio es un drama de amor terminado en un duelo, en el que el insuperable esgrimidor deja la vida a manos de un inexperto. Contra él, socialista, judío, abogado, orador nato, hombre de acción, enemigo de las componendas, razonador sutil y puesto siempre en pública evidencia, ya sea en el salón o en la reunión política, ya en las discusiones privadas o en el foro, se arman y se abultan los odios de la vieja tradición: una joven de antiguo linaje no puede dar su mano al demagogo «hábil como el propio Satanás».
En aquella primera salida de su estirpe hacia la libertad, después de siglos de opresión, Alvan se presenta como el atrevido campeón de un pueblo cuyo largo silencio y cuya excesiva resignación dejan lugar ahora al ímpetu de una segunda y heroica juventud. Alvan quiere rescatar aquel mutismo con el ininterrumpido fragor de su voz, con la perfecta lógica de sus razonamientos. Y así él, hijo y nieto de presos, venga a sus abuelos con su ataque exuberante a la vida, que puede parecer, pero no es, la ambición sin escrúpulos de alguien que pretende recobrar el tiempo perdido.
Pero también se estremecen en él los ardores, las locuras y la temeridad del romanticismo alemán del cual es hijo; y los sufrimientos del pasado se unen, en su cuerpo sano y vigoroso, con los anhelos de su tiempo y con las aspiraciones del siglo XIX: la cuestión social y el problema de la nacionalidad. Su fe en su propia infalibilidad, la sensación que tiene de poderse atrever a todo, después de los primeros intentos en que su decisión y su fascinadora seguridad han triunfado, le hacen esperar la victoria en la prueba más grave: cuando devuelve Clotilde a los suyos, está seguro de que le bastará una seña para poderla recobrar.
Y así se pierde por exceso de presunción aquel temperamento que nada tiene de vil: «maraña humana en la que se confunde una abundancia tan profusa de bienes y males, de iras generosas y rebeldes, de pasión por el porvenir de la especie humana y de vanidad personal». Alvan paga con la vida el eterno pero sincero juego escénico en que se manifiesta su naturaleza: el goce en el aplauso, la ampulosidad del ademán, la búsqueda de los efectos. Y su ingenua fatuidad se redime en un gran final, sombrío y coherente, de tragedia. Más allá de aquellas tempestades, tal vez artificialmente suscitadas, el resto es, noblemente, silencio.
G. Falco