Aida

Heroína de la ópera que lleva su nombre (v.) de Giuseppe Verdi (1813-1901), quien la hizo cantar sobre fáciles y sono­ros versos de Antonio Ghislanzoni.

Junta­mente con Otelo (v.), Aida es el primer personaje de color que aparece en la his­toria del melodrama, la primera negra que alcanza los honores del Olimpo musical. En espera de Madame Chrysanthème, por otro nombre Madame Butterfly, que debía llevar a las tablas a una enamorada de raza amarilla, Aida reina en la escena duran­te casi medio siglo en nombre de las mu­jeres exóticas y de una femineidad casi bárbara, enriquecida con los colores de una remotísima antigüedad.

Mientras en París, la Venus negra de Baudelaire lleva a su amante y a su poeta ante los tribunales y hace condenar Las flores del mal (v.), por ultraje al pudor, la Venus etíope del Cisne de Busseto, la «celeste Aida-forma di­vina» de Ghislanzoni, triunfa en el teatro del Kedive de El Cairo, con ocasión de la inauguración del canal de Suez, y poco después inflama con las llamas de su can­to a los abonados a la ópera parisiense.

Pero la Venus etíope, la fatal Aida que hace perder la cabeza y la guerra a Radamés (v.), general egipcio de una época imprecisa, nada tiene en común con la viciosa y febril amante negra de Baude­laire; en todo caso más bien hubiera po­dido figurar en un drama de Victor Hugo, entre cuyos personajes no le habría sido difícil hallar lugar, sin necesidad de en­trar por la puerta de servicio.

El propio Flaubert, el autor de Salammbô (v.), hu­biera podido adoptarla como hija. Verdi, que no fue a El Cairo cuando se estrenó la obra, porque, como dicen los franceses, no tenía «le pied marin», no había proba­blemente visto jamás de cerca a una ne­gra en toda su vida y mucho menos a una etíope. Su Venus negra tiene, para el paladar moderno, mucho más viciado por lo que al exotismo y a los amores ultramarinos se refiere, la carne blanca, bajo una tez apenas ahumada.

No ama como una tahitiana de Gauguin, sino co­mo una bella mujer fatal del Segundo Im­perio; ama con un vehemente romanticismo complicado por los elementos contradic­torios del amor patrio, del amor filial y del amor de mujer. La desdichada no pue­de salvarse de ningún modo en esta tierra, mas para su alma inocente es indudable que, si existe el cielo, «el cielo se abre», como dice, en un último agudo, su voz de soprano. En la escena, habitualmente,

Aida vive a través de las figuras próspe­ras y robustas de las más gallardas can­tantes, dotadas de excelentes pulmones que, normalmente, suelen ir acompañados de un amplio tórax y de un torso majestuoso. El nombre de Aida se ha propagado por el mundo entero y han sido innumerables las niñas bautizadas con el nombre de la pagana enamorada de Radamés. Pero las Aidas que todavía viven quedan casi todas circunscritas a la provincia de Bolonia.

O. Vergani