[’Hāgār]. Esclava egipcia que Sara (v.), estéril, ofreció a Abraham (v.) para que éste pudiera tener sucesión. Es la única figura de esclava que la Biblia (v.), siquiera sea en la descarnada y fría narración del Génesis (v.) (16 y 21), pinta con inolvidable patetismo.
Es evidentemente inútil buscar en los episodios que a ella se refieren otras resonancias que las de una participación humana y una sugestión religiosa. Exaltada un día inesperadamente a la dignidad de esposa de su señor, después de haber concebido de él comete el error de ensoberbecerse y de tratar con injusta superioridad a Sara, que benignamente la había elegido para aquel privilegio.
Y sin embargo, más que una mezquina manifestación de rivalidad femenina, su acto es sobre todo un instintivo y casi inevitable desquite de su anterior estado de abyección, una exaltación desmedida pero comprensible de su libertad finalmente conquistada. Tanto es así, que, al verse reducida de nuevo, por castigo, a la esclavitud, y al huir al desierto, merece que Dios descienda a visitarla bajo apariencia de un ángel y le prodigue sus consuelos y bendiga al hijo que no habría de tardar en dar a luz.
Entonces la altiva esclava, que voluntariamente se había colocado al margen de la ley, decidida a morir antes que a humillarse, regresa humilde y dócil a las tiendas de Abraham. En el deslumbramiento de la aparición divina, Agar ha intuido la ridícula relatividad de las condiciones humanas y ha adivinado que nadie es esclavo a los ojos de Dios desde el momento que Dios no cree humillarse bajando del cielo para consolar a los propios esclavos.
Varios años después, definitivamente arrojada de la casa de Abraham por la antipatía de Sara, Agar se halla de nuevo peregrinando por el desierto. El agua y el pan que Abraham le ha dado al despedirla terminaron hace tiempo. Su hijo Ismael (v.) yace exhausto junto a un matorral que le presta su débil protección contra las llamas implacables del sol; falta de valor para verle morir, la pobre madre se aleja de él algunos pasos.
Se halla en el extremo límite de su desolación; pero he aquí que Dios aparece de nuevo para confirmarle su protección y hacer manar de pronto al lado del desfalleciente muchacho una límpida fuente sobre las ardientes arenas. Agar nos ofrece así la más paradójica revelación del Antiguo Testamento: la de Yahvé, el tonante dios del Sinaí, inclinándose en medio de la vasta aridez del desierto sobre el ignorado y desdeñado dolor de una esclava.
C. Falconi