[Adam]. El primer hombre, según el Génesis (I-V), o mejor aún, «el hombre» por excelencia (en hebreo esta expresión coincide con el nombre propio de Adán), que se yergue sobre el pedestal y en la gloria del Universo entero al final de los seis grandes períodos creadores, después que las propias manos de Dios han plasmado su barro y cuando su soplo le ha dado alma.
En realidad, Dios, al crearlo, aunque situándolo en el vértice de las más perfectas especies animadas, no piensa tanto en un prototipo terrestre como en uno celeste, y lo crea a su imagen y semejanza (a imagen y semejanza de su Yo-Trinidad, según dirá después la tradición cristiana extrayendo el sentido más completo y más denso del texto del Génesis en su forma exhortativa y plural: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza»).
Y no lo crea solo, sino que crea inmediatamente para él, como por encanto, el Edén, fabuloso jardín regado por cuatro ríos (entre los cuales están el Tigris y el Éufrates, que no tardarán en ser célebres, y el Fisón, de playas ricas en oro, resina y ónice), y reúne a su alrededor a todos los animales de la creación para que aprenda a conocerlos, los distinga a cada uno con su nombre y los someta así a su imperio.
Una misteriosa insidia habita sin embargo en aquel feudo encantado: una insidia que, por así decirlo, tiene su mágica hipóstasis en dos árboles que ocupan su centro (el Árbol de la Vida y el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal) y en malignos animales que murmuran palabras de rebelión. Dios, en efecto, ha prohibido a Adán, so pena de muerte, comer los frutos de aquel segundo árbol.
Pero de este modo, con la tentación, la sugestión de esta realidad desconocida— la muerte — hace fermentar en la virgen imaginación del primer hombre angustiosos presentimientos y temores. La aparición de Eva (v.) a su lado lo arranca por breves horas a la inhumana soledad de su vastísimo reino y a la inquietud de su precariedad. Pero Adán se hace la ilusión de hallar en su dulce y seductora compañera la fuerza para no vacilar en su propia debilidad, siendo así que en realidad es ella la que un día sale a su encuentro, ebria y asombrada, tendiéndole la pulpa suculenta del fruto prohibido ya mordisqueado por su femenina curiosidad: y por amor a ella no sabe resistir, consuma el pecado, y el rayo de Dios se abate sobre su temblorosa desnudez.
Ninguna otra narración de la caída tal como la recogen las tradiciones de los pueblos antiguos ofrece, con tanta sencillez e ingenuidad aparentes, la concentrada potencia de este relato bíblico. Aquí verdaderamente el hombre («Adán») aparece en toda su dramática ambivalencia de bien y de mal, solicitado y disputado a un tiempo por el amor de Dios y por la envidia de Satán (v. Diablo), los eternos polos de sus eternas oscilaciones.
La misma presencia de la mujer y la fatal iniciativa tomada por ella, alucinada por la seducción de la serpiente (v. Serpiente), se articula con eficacísima coherencia y sin perturbarla dentro de esta tragedia eminentemente espiritual. (Hasta el momento de la caída, Eva no es para Adán otra cosa que el espejo en el cual ve, con agitada exaltación, cómo se reflejan los proyectos de su rebelión a la autoridad de Dios; sólo después la revuelta de sus instintos interiores le mostrará en qué abismo de ignominia se ha precipitado con su demente acción).
Y lo grandioso del relato consiste simplemente en que narra y no explica, o, a lo sumo, insinúa y sugiere, manteniéndose a una altura en la que lo misterioso y lo sagrado que envuelven lo humano y lo divino coexisten como algo absoluto, semejantes a puros símbolos cargados de eternas verdades. En tal transfiguración, Adán pasa espontáneamente a ser el hombre universal, en quien pesa ya el drama de todos sus descendientes: un ser casi impersonal en el que se personifica la humanidad entera.
En tal sentido lo ha considerado en efecto la misma rudimentaria Teología rabínica, pero sobre todo la Teología cristiana a partir de San Pablo (v.), la cual, además de reconocer en Adán el tronco único y definitivo de la humanidad, su representante moral y la causa de su ruina, lo contrapone vigorosamente a Jesucristo como imagen suya infaustamente invertida.
C. Falconi