La primera colección de refranes, posiblemente la más antigua que posee ninguna lengua vulgar, según opinaba Menéndez Pelayo, es la que ordenó el marqués de Santillana (1398-1458), cuyo título es éste: Iñigo López de Mendoça, a ruego del rey don Johan, ordenó estos refranes que digen las viejas tras el fuego; e van ordenados por la orden del a, b, c (v. Refranes que dicen las viejas tras el fuego).
Consta de setecientos quince y fue impresa en Sevilla en 1508, y numerosas veces reeditada en el curso del siglo XVI y siguientes, si bien el conde de la Viñaza cita una impresión de fines del siglo XV en que se compiló. En esta atención de un poeta y gran señor por esta muestra de la sabiduría popular, ha querido verse un índice de su inquietud como hombre del Renacimiento. Lo evidente es que éste, al valorar lo popular, asignó categoría literaria a esta modalidad proverbial, que por su ascendencia clásica iba a ser quehacer de humanistas como Erasmo, cuyos Adagios (y.) estimularon entre los nuestros la atención hacia esta veta vulgar, dando al término la significación que adquiere en aquella época. No disponemos de espacio para dar cabida a todas las colecciones de refranes, algunas de ellas aún manuscritas, que pueden verse en el capítulo que el conde de la Viñaza dedica a los refranes en su Biblioteca histórica de la Filología Castellana. Señalaremos las que estimamos esenciales.
Entre las del siglo XVI, el Libro de refranes copila- dos por el orden del a, b, c, Zaragoza, 1549, del aragonés Pedro de Vallés. Hay en su título un eco de la colección de Santillana, en su texto un recuerdo de Erasmo, que ordenó los refranes latinos, y una definición del género, distinguiéndolo de otras modalidades semejantes, pero diversas, al que asigna estas dos cualidades: ser común y añejo, y además donoso y figurado. Hernán Núñez, catedrático de la Universidad de Salamanca, publica en esta ciudad sus Romances o proverbios en romance, 1555, cuyo número excede de los ocho mil, pertenecientes a varias lenguas, seguidos de sus equivalencias, y para su tarea utiliza alguna colección anterior. En 1568 aparece en Sevilla la primera parte — la segunda no llegó a publicarse — de la Filosofía vulgar (v.), debida a Juan de Mal Lara, en la que, declarándose continuador de la empresa erasmiana, glosa más de un millar de refranes con notable erudición y agudeza, penetrando con notable acuidad de visión en la intimidad de esta filosofía que da título a su obra.
El preámbulo de ella es casi un programa de lo que modernamente se ha llamado folklore. Hacia mediados del siglo XVI el toledano Sebastián de Horozco lleva a cabo su recopilación titulada Refranes glosados, no publicada hasta 1915, integrada por más de tres mil artículos del más alto interés. Gonzalo de Correas, catedrático de Salamanca y también humanista, ordena un riquísimo Vocabulario de refranes y frases proverbiales y otras fórmulas comunes de la lengua castellana, publicado en 1906 y reeditado en 1924. Otros humanistas y eruditos que forman refraneros en este siglo son el doctor Páez, Lorenzo Palmireno, el bachiller Pérez de Moya, el licenciado Juan de Aranda y otros. En el siglo XVII deben ser mencionados el Tesoro (v.) de Sebastián de Covarrubias, 1611; los Refranes o proverbios españoles traducidos en lengua francesa, 1615, de César Oudin, y las colecciones circunscritas a temas determinados de Sorapán de Rieros, Pérez de Herrera, el clérigo sevillano Luque de Faxardo, y el licenciado Caro y Cejudo, publicada en 1675, y referida a Andalucía.
En la segunda mitad del siglo XIX se inician las grandes compilaciones, como la del Refranero general español, 1874-78, de Sbarbi, que comprende diez volúmenes, a quien se debe también una monografía sobre el género, y junto a su nombre deben figurar los de Machado, Montoto, Cejador, y en especial el de Rodríguez Marín, cuya moderna colección en varias y sucesivas aportaciones es ejemplar. Aparte de esta actividad aparecen refranes en la literatura española desde Berceo y otros poetas del mester de clerecía, en el Arcipreste de Talavera, en La Celestina, La lozana andaluza, el Diálogo de la Lengua, en el Quijote, y su empleo por Mateo Alemán, Quevedo y otros escritores de la época áurea. Y junto a este empleo literario, no se olvide el papel esencial que juegan los refranes en obras misceláneas como la Floresta general (v.), de Melchor de Santa Cruz y otras de este tipo.
M. García Blanco