Diálogo filosófico perteneciente al primer grupo de los diálogos platónicos, llamados socráticos. El comienzo de este diálogo, cuyos interlocutores son el adivino Eutifrón y Sócrates, es particularmente dramático: los dos hombres se encuentran ante el Pórtico del Rey, Sócrates llevado allí por una acusación de corrupción, y el otro por un triste deber de conciencia, que le impone acusar de homicidio a su propio padre.
Ambos se hallan pues en un momento capital de su vida, pero no por esto vacila en ellos la límpida dialéctica helénica y no por esto el diálogo es menos serenamente escrupuloso. Interrogado por Sócrates, Eutifrón relata su aventura: su padre ha hecho atar y arrojar a una fosa a un bracero homicida, y, en espera de la justicia, se ha cuidado tan poco de él que el desgraciado ha muerto de frío y hambre; la piedad debida a los dioses impone ahora al hijo acusar a su padre. Ninguna solidaridad, en Sócrates, frente a este drama psicológico: al contrario, coge al vuelo, casi con una sonrisa de ironía, un interesante problema que se le presenta y, olvidando el peligro que amenaza su propia vida así como el triste caso del amigo, se apresura en persecución de aquel problema. ¿Qué es, pues, la piedad religiosa? Sócrates ruega por favor que Eutifrón se lo explique, ya que a él precisamente se le acusa de impiedad. Y Eutifrón nos da una respuesta elemental, dictada por la ciega fidelidad a una tradición: pío es exactamente aquello que él está haciendo al acusar, por reverencia a los dioses, a su propio padre.
No, Sócrates no le pregunta esto: quiere una definición general de la santidad; toda su enseñanza tiende a esta universalización que transforma el objeto concreto en concepto universal. Y he aquí una segunda definición: santo es aquello que place a los dioses. Y sin embargo no es cosa fácil decidir qué es lo que place a un numeroso Olimpo siempre en lucha y siempre dividido, a semejanza de una sociedad humana, en opiniones diversas. Mejor sería considerar por otro lado el problema y ver si la santidad no es una parte de la justicia. ¿Pero cuál? ¿Quizás, como sugiere Eutifrón, aquélla que enseña los cuidados que se deben a la divinidad? Así la piedad religiosa vendría a coincidir con el culto, lo cual da origen a nuevas dificultades. El culto divino no se puede indudablemente comparar con los cuidados de un siervo por su señor, ya que los dioses no necesitan cuidados; y tampoco puede consistir en una especie de toma y daca, como si los sacrificios fueran una compensación debida a trueque de aquello que los hombres solicitan de la divinidad, porque la divinidad no necesita compensaciones.
El culto es, pues, sólo un acto de homenaje, o sea tiende a hacer una cosa grata a los dioses: ¿pero no se vuelve a caer así en una definición ya descartada? Aquí Eutifrón deja la discusión: debe cumplir con su deber sin perder tiempo; otra vez podrán continuar. El diálogo queda por lo tanto inconcluso, cosa no rara en una filosofía en la que el placer intelectual del método no quedaba por debajo del de las conclusiones. No encontramos, en esta conversación acerca de la santidad, las visiones míticas de las grandes páginas de Platón: el verdadero protagonista es la sonrisa socrática, una sonrisa sutil, cortante, a veces incluso cruel. Pero, a diferencia de otros y mas importantes diálogos platónicos, uno de los interlocutores, Eutifrón, tiene un relieve casi verista que, si por un lado hace de él una mancha o lunar, por el otro permite a su drama presentarse no sólo dentro de los límites de una figura intelectual, sino con toda su humana complejidad. Sócrates es el nuevo hombre griego, afirmador de una dialéctica que nace utilitarista con los sofistas y acaba mística con Platón; Eutifrón representa, más que la tradición antigua, un confuso iluminismo teológico que cae bajo la crítica socrática. Y ésta señala como criterio propio un ideal humanístico de justicia.
U. Dèttore