La fama de predicador que en vida alcanzó Sant Vicenç Ferrer (1350-1419) continuó después de su muerte. Son numerosas las copias manuscritas y las ediciones de sus sermones en latín, anteriores al siglo XIX. Se da su bibliografía en el prólogo de J. Sanchis Sivera a la «Quaresma» de 1413, págs. XXXVI y ss. La edición más antigua es la que Hain registra con el n.° 6.998.
Durante los siglos XV, XVI y XVII se imprimieron muchas veces los sermones latinos en Venecia y Lyon, los dos centros editoriales y exportadores de libros más importantes de Europa. La gran difusión que a través de estas ediciones alcanzaron los sermones latinos de San Vicente Ferrer, explica el escaso número de ediciones que de ellos se hicieron en España. Aquí fueron publicados completos por vez primera en 1693-94, por los PP. Francisco Milán de Aragón y Luis de Blanes, a expensas del arzobispo de Valencia, Fr. Juan Tomás de Rocabertí, en tres tomos y cinco volúmenes. Las ediciones en catalán, que es la lengua en que originariamente fueron pronunciados, son mucho más recientes. Aparte de publicaciones de piezas sueltas y de noticias de códices, las dos ediciones más importantes de sermones en catalán son la de la «Quaresma», predicada en Valencia en 1413, y los dos volúmenes de la serie B, en 4.°, de «Els Nostres Clássics», que han de ser continuados. Ambas se deben a J. Sanchis Sivera y han aparecido respectivamente en 1927 y 1932-1934. San Vicente Ferrer fue sobre todo un predicador de multitudes. Anduvo por España, Francia, Italia y Suiza, arrastrando a las masas con su palabra cálida. El púlpito no le bastaba porque las naves de los templos no podían contener el inmenso gentío que quería escucharle y le seguía. Por esto tenía que hablar desde plazas y campos abiertos.
De aquí que esta oratoria fuera eminentemente popular y que desdeñara los recursos que la retórica y la erudición profana ofrecían a otros predicadores de su tiempo. Todo esto no interesaba a San Vicente ni desde el punto de vista literario ni desde el punto de vista apostólico. San Vicente compara las letras profanas con Egipto, lugar de cautiverio del pueblo de Israel, y dice que San Agustín, San Jerónimo y otros doctores no quisieron volver a ese cautiverio desde que hubieron entrado en las Sagradas Escrituras. El santo apóstol valenciano no salva a nadie ni a nada. Virgilio, Ovidio, Dante, todos los poetas, son condenados en bloque. «Les doctrines deis poetes — dice — donen plaer a les orelles per les cadencies que fan ab sermons rimats… mas no toquen al cor. ¿Per qué? Car may ixqueren de la dolgor de paradís… e veus per qué no convertixen ara». San Vicente quiso tocar el corazón y hacer llegar a las almas el calor de la palabra evangélica. Para esto se sirvió de la lengua vernácula, en la que, según sus antiguos biógrafos, se dirigió a toda clase de auditorios, incluso a los extranjeros que no entendían la lengua de San Vicente. Esto sólo demostraría el poder fascinador de su palabra, si no tuviéramos las notas de los sermones catalanes, testimonio vivo de los recursos de la oratoria del santo, por las cuales podemos formarnos idea de su calidad literaria. Estas notas o «Reportationes», que ocupan cuatro códices de la catedral de Valencia — uno de los cuales se perdió durante la revolución de 1936 —, fueron tomadas por oyentes muy expertos, que reconstruyeron los esquemas y la argumentación de los sermones, y reprodujeron, al parecer con gran fidelidad, las frases más cautivadoras y detalles de predicación curiosísimos, como gestos y maneras de entonación y de declamación.
Por estas notas y por las que están diseminadas en otros manuscritos, conocemos la construcción de los sermones de San Vicente, sus recursos y, en parte, su estilo literario. Una pequeña introducción, seguida de la salutación angélica, comenzaba el sermón. Era una sencilla exposición del tema, en la que, cuando conviene, se enumeran con gran claridad las partes en que se divide la argumentación, alguna vez haciendo rimar los finales de los miembros de las frases, para dar carácter más lapidario al sumario del discurso. Sigue el desarrollo de éste, sólidamente estructurado en torno a las divisiones del exordio, con frecuente alegación de autoridades eclesiásticas. La cita o el pensamiento religioso van acompañados de ejemplificación, y entonces toda la imaginación del santo, los primores de su exquisita sensibilidad, la sombría energía de sus reprensiones — ángel del Apocalipsis, le llamó con frase feliz el canciller Gerson —, toda su fuerza emotiva, brotan copiosos. San Vicente procura poner las cosas divinas al nivel de la masa sencilla que le escuchaba. Dios, los santos, los ángeles, hablan como personas humanas. Jesús preside la vida de los bienaventurados, como el padre de una gran familia, y todos comparten las mismas alegrías, y alguna que otra vez los mismos pesares. La viveza del lenguaje popular con sus diminutivos, onotopeyas, hipérboles y abundantes imágenes, invade la oratoria vicentina, dando calor cordial a la doctrina, que, por otra parte, el santo expone con rigor, no sin hacer observar alguna vez que habla por analogía, y que por lo tanto sus comparaciones o sus imaginaciones de las cosas celestiales no han de ser interpretadas literalmente.
Ha sido una suerte que este gran tesoro de palabra viva haya sido anotado fielmente por los «reportatores», y que por ellos podamos representarnos la extraordinaria predicación de San Vicente Ferrer, con sus parodias, con la expresividad de su mímica y con otros valores personales que hacen de sus sermones un documento de singular valor histórico y humano. Sobre estos resúmenes o notas en catalán se redactaron los sermones en latín, que tan divulgados fueron en copias y ediciones manuscritas e impresas. Despojados de muchos elementos pintorescos, en estos sermones se aprecia la construcción de la oratoria vicentina y la claridad y sencillez de su exposición. Conservan el carácter compendioso de los catalanes y de vez en cuando nos sorprenden algunos de los destellos que tanta brillantez dan a los últimos.
P. Bohigas