[De diligendo Deo]. Tratado de San Bernardo de Claraval (hacia 1091-1153). Compuesto hacia 1126, en 15 capítulos, condensa, en forma a un mismo tiempo apologética y lírica, los elementos más vivos de su cristología. El problema fundamental para la experiencia religiosa cristiana, de un Dios crucificado, es resuelto por el amor: Dios se ha encarnado y hecho hombre y ha sufrido la Pasión, porque ha querido tener pleno e indiscutible derecho al amor del hombre. Dios, en efecto, «se ha dado como recompensa, se conserva como premio, se ofrece como consuelo de las alma santas, se sacrifica por la redención de las almas pecadoras»; se ha ofrecido en infinita expiación para rescate del hombre —incapaz por la pobreza de su naturaleza de conseguir su salvación—, comunicándole sus méritos por medio de la gracia sacramental; ha dado al hombre el ser, en la creación, y además se ha entregado a sí mismo en la redención. Dones incomparables y que ninguna obra podrá jamás igualar eficazmente. Por esto: «El mismo Dios es la razón de su propio amor; la manera de este amor carece de medida» (Invoca el Santo: «Nadie te puede buscar si no te ha encontrado antes ya. Tú quieres por lo tanto ser encontrado para ser buscado, ser buscado para ser encontrado»).
En el tratado se explica particularmente por qué y de qué manera se debe amar a Dios, lo grandes que son sus méritos por los inmensos bienes corporales y espirituales dados al hombre, cuánto agradecimiento debe estimular al hombre al amor hacia el cual le impulsa la insaciabilidad misma de sus anhelos. Y son distintos del primer grado del amor, con el cual el hombre se ama a sí mismo y por sí mismo de amor carnal que es propio de su misma naturaleza, y distinto del segundo grado del amor, con el cual el hombre ama a Dios, pero todavía en su propio interés, un tercer y cuarto grado con los cuales el hombre, elevado a la verdad, es puro amor de Dios, no se ama a sí mismo sino por razón de Dios. La resurrección es el estado en que el hombre goza de tan indecible felicidad, que no puede pertenecer al hombre en esta vida, ni siquiera a mártires, ni a los santos, sino sólo a las almas que, recobrado el cuerpo, se trasfieren totalmente a Dios. «Tal estado es un deificarse. Como una gotita de agua, disuelta en mucho vino… toma sabor y color de vino… y un hierro calentado y candente se vuelve semejante al fuego… y el agua penetrada por la luz del sol se transforma en la misma claridad solar… así será necesario que todo humano afecto se desprenda de sí mismo y se transfunda profundamente en la voluntad divina». [Trad. española de G. Prados (Madrid, 1947).]
G. Bertin