[The jumping Frog of Calaveras County]. Es la primera obra (1867) de Mark Twain (Samuel Langhorn Clemens, 1835-1910), la que de súbito llevó a la celebridad al autor norteamericano, y a la vez, el punto de partida de una fascinación ilusoria que persistirá en la historia del espíritu de los Estados Unidos, como imagen de una fría casa de cristal, deshabitada, pero animada por las transparencias y reflejos.
La historia de la rana viajera era corriente y ya vieja antes de que Mark Twain se decidiese a emplearla de nuevo. Un minero, afortunado propietario de una vaca tuerta, con un muñón por cola que parecía un plátano, además de un perro maravilloso, llamado Andrés Jackson, guardaba entre sus ropas una rana que ganaba saltando a cualquier otra rana del condado de Calaveras. Este compadre, Daniel Webster, apuesta un día cuarenta dólares a favor de su rana en competencia con otra, si bien el competidor, a escondidas, llena la rana de Daniel con perdigones de plomo y gana fácilmente la carrera y la apuesta.
Éste es el asunto, pero Mark Twain supo nutrirlo a maravilla con su risa franca y rústica, deliberadamente en sus primeras manifestaciones y luego serpenteando a cada paso, hasta convertirse en un involuntario elemento en la boca de los oyentes. No debe extrañar que los pioneros que poblaron las minas del Oeste sintieran como cosa propia este humorismo, todo vivacidad y calor. Desde aquel momento, Mark Twain quedó atado a su fórmula y nunca logró librarse de ella: la de un hombre que divertía al público, incluso cuando no se lo proponía.
L. Berti
Mark no renegó nunca de la confraternidad de los «pince-sans-rire», entre los cuales había iniciado su carrera, y hasta el fin continuó siendo siempre el hombre de la Rana saltarina de Calaveras. Durante toda su existencia, y hasta en el modo de vestir, conservó el gusto por lo absurdo. Como escritor poseyó el genio extravagante. Mas, en ello, es superior a sus colegas humoristas, porque supo conjugar lo burlesco de su fantasía y una vasta y profunda experiencia. Si profundizamos tan sólo un poco sus palabras y sus argucias, bajo el bufón descubriremos al hombre y al moralista. (R. Michaud)