Ludwig van Beethoven (1770- 1827) había ya escrito algunas Sonatas para piano extremadamente significativas y originales (entre ellas la Patética, v.), cuando se consideró suficientemente maduro ‘para intentar la prueba sinfónica (1880) en que venía pensando hacía ya algunos años. Es característica la circunstancia de que, en comparación con sus Sonatas para piano (v.), la Primera Sinfonía señala un paso atrás en cuanto a riqueza espiritual, novedad de formas y profundización de su mundo interior: la galantería del siglo XVIII, mozartiana, renace aquí por última vez bajo las manos poderosas de Beethoven, ya vibrante de nueva energía. La forma-sonata es adoptada con escrupulosa regularidad en el primero, segundo y cuarto tiempos; y las dimensiones de la obra están lejos todavía de aquel agigantamiento que la sinfonía beethoveniana revestirá posteriormente. La orquesta es la de Mozart, con la sola añadidura de los clarinetes. Una fuerza exuberante, juvenil, es la nota nueva que vibra bajo la gracia mozartiana de la obra.
El primer tiempo («Allegro con brío») va precedido de doce compases de introducción («Adagio molto»): tres grupos de acordes disonantes, con su respectiva resolución, modulan de la «séptima de dominante» de «fa mayor» al «sol mayor», cruzando, sólo en el segundo compás, la tonalidad fundamental de «do mayor». Audacia que hizo enarcar muchas cejas; en realidad, pequeño artificio para despertar la atención con la incertidumbre y la inestabilidad tonal. Un amplio y sereno diseño melódico afirma claramente el «do mayor» y conduce al «Allegro». El primer tema es sobre todo una buena célula de desarrollo sinfónico, no un trámite de profunda riqueza interior: la repetición obstinada de la «tónica», la sonoridad baja de los violines, áspera, enérgica y casi cruda, ya confieren un «carácter esencialmente rítmico y tonal y de acento afirmativo» (Chantavoine). Valiéndose de algún relleno no del todo necesario, este tema (A) se extiende en una subida cromática de sabor «ditirámbico», hasta que, sobre un fortísimo de «dominante», después de breve pausa, el segundo tema parece abrirse camino pasando alegremente del oboe a la flauta. Se han expresado muchas reservas acerca de la originalidad de este tema, que según dijo Berlioz era muy común en las oberturas de óperas francesas.
Sin embargo, su complementariedad con respecto al primer tema (A) es evidente. En efecto, hallamos muy pronto el episodio más genial de este primer tiempo cuando el segundo tema (B) comienza a circular en los bajos en un laberinto de cambiantes tonalidades, de colorido sombrío sugestivo. El desarrollo aprovecha fragmentos del primer tema (A) y las síncopas del segundo (B): comienza con modulaciones armónicas atrevidísimas, casi de recitativo dramático. Las reiteradas y enérgicas afirmaciones melódicas y rítmicas reposan sobre un terreno armónico inquieto e inestable, con efecto sugestivo de ambigüedad. Pero la adopción de un tercer fragmento temático, sacado del primer tema (A), atenúa un poco, según Nef, el efecto poderoso de tensión que este desarrollo iba preparando en su acumulación de sonoridades. La repetición del primer tema (A) se efectúa en «do mayor» a toda orquesta; el elemento cromático, que tanta parte había tenido también en el desarrollo, es subrayado por una frase de los instrumentos de madera; después vuelve el segundo tema (B), en «do mayor» también, se repite el episodio del laberinto armónico y el tiempo termina alegremente. El «Andante cantabile con moto» no tiene la profunda concentración espiritual de algunos «adagios» de Sonatas que Beethoven había ya compuesto por aquella época, pero es una página discursiva y verdaderamente melodiosa de afectuosa ternura. La semejanza del primer tema con el «Andante» de la Sinfonía en «sol menor» (v.) de Mozart es evidente y significativa: el mismo salto de cuarta, y el mismo proceder por intervalos sencillísimos y cantables, siendo iguales el ritmo y el entrelazarse de las voces «a canon». Hay algo de marcha en el tema beethoveniano.
Como en el anterior «Allegro», también el segundo tema parece abrirse en una figura acogedora; pero se robustece después en la segunda parte, subiendo a una más viril firmeza gracias a una marcada figura rítmica prolongada por los timbales (cuyo uso expresivo Beethoven hereda directamente de Haydn), mientras violines y flautas despliegan una larga guirnalda de tresillos. El característico ritmo sostenido por los timbales, y aquella especie de apertura de brazos constituida por las dos primeras notas del segundo tema (D) alimentan el desarrollo, avivado por continuos contrastes dinámicos. El primer tema (C) vuelve después con un bello contrapunto de los violoncelos. El tercer tiempo, que Berlioz juzgaba como lo mejor de la Primera Sinfonía, es un «Minuetto», que lo es sólo de nombre: la extremada velocidad y los característicos juegos instrumentales hacen de él, sin más, el primero de los célebres «scherzi» sinfónicos beethovenianos. A los que en nuestros días reprochan a Beethoven un exceso de «pathos» sentimental no suficientemente depurado por la «catarsis» del arte, se les debe recordar esta singular realización de música perfectamente inexpresiva: El tema inicial sugiere solamente cierta idea de impaciencia rítmica, prorrumpiendo en un ascenso cromático que tal vez podríamos aproximar al cromatismo del primer tiempo; después, esta impaciencia se convierte de rítmica en armónica e instrumental, con su cambiante inestabilidad tonal y el fraccionamiento de su diálogo orquestal. Pero también estas pálidas sugerencias expresivas desaparecen completamente en el trío, purísimo juego de volúmenes orquestales y de geometrías sonoras; con todo, agotada la sorpresa de este trío, deja una impresión de disgusto y de vana insatisfacción.
El «Allegro molto vivace», precedido de cinco compases de introducción burlesca, como un balbuceo reprimido por la subida rectilínea que conduce al primer tema, está en forma-sonata; pero su espíritu y su brío son típicos del «rondó». Ésta es la más feliz realización mozartiana de Beethoven. Con todo, una vitalidad vigorosa, una fuerza secreta se desprenden de los ágiles movimientos melódicos. En algunos momentos una atracción dinámica potentísima corre como un circuito incandescente entre los polos magnéticos de la tonalidad: «Tónica-dominante-subdominante-sensible». Aunque en los tres tiempos de sonata los dos temas sean sensiblemente afines, en la abundancia de contrastes rítmicos, armónicos y, sobre todo, dinámicos se puede percibir a Beethoven con los rasgos de su propia «forma mentis» típicamente dualista y dramática. Por lo general, Mozart agotaba en extensión todas las posibilidades orgánicas de un núcleo musical hasta constituir con él un entero y riquísimo cosmos. Beethoven no siente la síntesis del uno y de los muchos; le agrada aislar, profundizar y contraponer los elementos, hacer el vacío en torno a ellos, acentuando violentamente los contrastes de claro y oscuro, de manera que, espontáneamente, la composición se configura como una lucha, un drama. Es, en substancia, la posición romántica reflejada, sobre todo, en el pensamiento de Fichte y de Schelling: del yo y del mundo exterior. El final de un tiempo de Mozart es el último toque necesario para la perfección de un mundo. El final de un tiempo de Beethoven es (y será cada vez más en sus obras ulteriores) el restablecimiento de una unidad despedazada y reconquistada; es repetición de una idea muy diversa — en su exterior identidad — de su primera enunciación, porque ha salido de sí misma para volver a entrar finalmente enriquecida con un vencido adversario.
M. Mila
El autor, al escribir esta obra, ha quedado evidentemente bajo el dominio de las ideas de Mozart, que a veces ha agrandado y siempre imitado ingeniosamente. En la primera y segunda partes, por lo tanto, se ve asomar algún ritmo del que el autor de Don Giovanni hizo uso en verdad, pero muy raramente y de manera mucho menos realzada. (Berlioz)
De esta obra tan precisa, tan viva y de tan armoniosas proporciones, diremos que por su estilo es un «divertimento» genial en que reina el gusto amable del siglo XVIII y, por su contenido, una explosión de juventud sonriente y triunfante con rasgos que anuncian ya las obras maestras que seguirán. (Combarieu)