Teatro de Betti

La actividad teatral de Ugo Betti (1892-1953) se inicia en 1927 con el drama El ama [La padrona], que alcanzó un éxito notable, debido en buena parte a la violencia del tema tratado y a la fuerza del estilo. A El ama siguió una producción rica e ininterrumpida en la que Betti alternó el teatro, la poesía, el relato breve y la novela.

A partir de 1930 vivió en Roma con­sagrado fervorosamente al ejercicio de la magistratura y el teatro. Esta doble activi­dad suya se ha hecho evidente a lo largo de su obra, al dar forma teatral a algunas observaciones hechas en su vida profesio­nal. A la pieza ya nombrada siguió Un re­fugio en el puerto [Un albergo sul porto, 1934] y Derrumbe en la estación Norte [Frana alio Scalo Nord, 1936], drama que pertenece al grupo que podríamos denominar de «acento social» dentro de la producción de Ugo Betti. Derrumbe en la estación Norte trasunta con tono desgarrador su se­creta angustia de magistrado que, encar­gado de hacer justicia, sabía que no toda ella estaba contenida en los códigos. Un proceso judicial sirve a Betti de pretexto para enjuiciar al hombre y a la sociedad, y también para indagar en la más íntima naturaleza de la criatura humana, ávida siempre por despejar las incógnitas de la culpa y la responsabilidad.

La acción se desarrolla en una ciudad extranjera entre gente del lugar e inmigrantes de varios paí­ses. En nuestros días. Ha ocurrido un de­rrumbamiento en la estación Norte mientras se hacía una excavación. Como consecuen­cia han resultado tres personas muertas y tres enloquecidas que creen estar muertas también. Al alzarse el telón, el consejero Parsc — aunque la instrucción no está muy avanzada — cree que ya está todo claro. Prestan declaración un peón y el maqui­nista que afirman ser inocentes. Todos los obreros acusan al contratista Gaucker y éste se defiende (Acto I). Continúa el proceso. Parsc cada vez ve menos claro el pro­ceso. Según el Testigo Miope la razón del derrumbamiento y de todo, la culpa de todo no es de ninguno de ellos. El proceso — se­gún él — no se puede resolver por sí mismo, aisladamente, es necesario ver el conjunto, todos son arrastrados, enredados dentro de una prensa, el objeto es aumentar el ren­dimiento. Esta prensa — continúa el Testigo Miope — la mueve el señor Kurz.

Parsc no comprende nada, no puede encontrar un punto firme (Acto II). Sigue el proceso. El primer oficial de Justicia advierte al Testigo Miope que Kurz no tiene nada que ver con la Ferroviaria, que no ha tomado parte en aquello. Pero aquél le replica que los bancos, política, trust, periódicos, industrias, todos los hilos convergen en las manos de Kurz, la culpa es suya. Todos quieren que comparezca Kurz, a quien creen responsable. Entra Kurz y pregunta quién es el que le acusa. El Testigo Miope queda oculto. En medio del salón del Tribunal quedan solos Kurz padre y Kurz hijo. Se entabla un diá­logo en el que el hijo confiesa al padre todo el odio que le profesa y el mal que ha recibido de él. Pero Kurz declara que él no es el responsable de lo ocurrido. Esto sería demasiado simple. Sería un gran ali­vio para todos.

El mecanismo continuará sólo que a partir de ahora será su hijo — joven y rápido — el que lo dirigirá todo. Ellos dos también son víctimas del engra­naje. Kurz acusa entonces a todos. Todos fueron responsables de lo acaecido. Parsc afirma que su deber de jueces ya no puede pedir más, pero Goetz, el Fiscal General, le recuerda que hay que pronunciar sentencia aquella misma noche. Son llamados a decla­rar los tres testigos muertos. Parsc les dice que ellos deben estar bien informados y pueden ayudarles porque están en medio de una gran confusión. Los tres testigos no culpan a nadie. La confusión es aún mayor y de pronto el peón y el maquinista se declaran culpables. Goetz afirma que han llegado hasta el fondo del asunto y que es necesario pronunciar sentencia. Es necesario que exista un responsable y un inocente. De otro modo todo quedaría en la nada.

Parsc va a pronunciar la sentencia pero se interrumpe y confiesa que está cansado de hacer el payaso y que no puede dictar sen­tencia. Todo ha sido una broma, nada más que una broma. El contratista se rebela. Como hombre que es quiere saber, tiene derecho a saber. Ha luchado y sufrido y esto no puede ser una broma, no puede ser nada. Es preferible ser condenado y todos quieren ser castigados. Goetz ha encontrado ya el punto firme. Todos están de acuerdo en esto: no quieren que todo, bien o mal, sea borrado como una mancha de tinta. Ahora Parsc puede pronunciar la sentencia. Quieren ser castigados. Hasta ahora se pelea­ban para tender el anzuelo al compañero. Pero en realidad, todos andaban por el mis­mo camino y quieren ser castigados para poder estar seguros de que caminaban y que su andar no era en vano.

Todos se arrodi­llan. Parsc, considerando que todos los pre­sentes en aquel tribunal y en otros han luchado mucho y han sufrido, considerando que aunque sufren, quieren sufrir porque son hombres que quieren vivir, llorar, espe­rar, y seguir adelante con su carga, por estos motivos Parsc en nombre de Dios, en nombre de la ley, declara: «que estos hom­bres pronunciaron… pronuncian ellos mis­mos todos los días de su vida, con sus sufrimientos, la justa sentencia… y ellos mismos encontrarán la propia verdad. Y que quizá, de manos del juez, ellos deberán es­perar otra cosa, más importante: la piedad. ¡La piedad!». Y todos en voz baja suplican piedad.

A Derrumbe en la estación Norte siguieron: La casa sobre el agua [Casa, sul- l’Acqua, 1939], El cazador de ánades [II cacciatore d’Anitre, 1940], Noche en casa del rico [Notte in Casa del Ricco, 1942], El Diluvio [II Diluvio, 1943], El viento nocturno [II vento notturno, 1945], Ins­pección [Ispezione, 1947], Marido y mujer [Marito e moglie, 1947], y su celebrada Corrupción en el palacio de Justicia [Corruzione al Palazzo de Giustizia, 1949]. La corrupción reina en el Palacio de Justicia. Un juez puso al servicio de un amo y de la injusticia una mente aguda. Falseó resolu­ciones, violó secretos, alteró destinos huma­nos; esparció en torno de sí una turbación que bien pronto envenenó todo el Palacio de Justicia y la ciudad. En el palacio se ha encontrado el cadáver de Ludvi-Pol, el hombre que encontró en el alma del juez algo que estaba en espera y que era la ambición. El consejero Erzi es el encargado de encontrar al culpable, al juez corrom­pido. El hilo de los hechos que podía guiar hasta él está cortado. Ludvi-Pol tiene los labios sellados. Las sospechas recaen en Va­nan, el presidente del Tribunal.

Pero en el último momento el juez Cust — el culpa­ble — cae en la trampa. Es sorprendido de noche por Crotz en el Archivo donde duer­men toda la gran cantidad de palabras con que ha debido sostener sus argumentos en sus sentencias, en sus discusiones. Pero Crotz que muere no denuncia a Cust, se confiesa culpable y revela que el que más merece ser nombrado presidente es Cust. Éste no encuentra ningún razonamiento que le per­mita cerrar tranquilamente los párpados. Nada del mundo puede explicarle la cara ensangrentada de la hija de Vanan, muerta de accidente en el Palacio, pero de cuya muerte se siente responsable después de haberle destruido la venerada imagen que ella se había formado de su padre. Cust ha llevado sobre sus hombros una carga demasiado pesada. Van a nombrarle presidente. Tiene un poco de miedo. Sabe que nadie puede ayudarle y que está solo. Pero Cust comprende que debe confesar la verdad y sube la escalinata que conduce al despacho del Alto Revisor. La muerte de un inocente ayudará a Cust a detener el mal.

Son los últimos dramas de Betti, los producidos en los años anteriores a su muerte, los que más han contribuido a que su fama se haya extendido por todo el mundo: Lucha hasta el alba [Lotta fino all’Alba, 1949], Irene inocente [Irene innocente, 1950], Espiri­tismo en la vieja casa [Spiritismo nell’ antica casa, 1950] y sobre todo Delito en la isla de las cabras [Delitto all’Isola delle Capre, 1950]. La acción se desarrolla en una casa aislada, en medio de un brezal, en la Isla de las Cabras. La tierra no está cultivada a causa de las cabras que todo lo devoran. La escena, única en los tres actos, representa una habitación de planta baja. En una pared hay un pozo, en forma de nicho. La casa la habitan tres mujeres: Ágata, la viuda del profesor Enrique Ishi, su hija Silvia y su cuñada Pía. Ellas no son de este lugar. Están solas y cuidan de las cabras que son lo que les da para vivir. Hace cinco años que se marchó el profesor. Las tres mujeres viven en la isla sin nin­gún hombre. Y de pronto llega un hombre joven y robusto: Ángel. Fue amigo del pro­fesor y éste le dejó un encargo para Ágata. Ante la presencia de aquel hombre Pía siente deseos de comunicarse. Le confiesa su animadversión por Ágata. Siempre se ha sentido poca cosa junto a ella.

A Ágata le deben el estar en aquel lugar enmohecién­dose. La soledad — declara Pía — enloquece y sólo desea irse. Pía es profesora de idio­mas. Ha viajado mucho y ha vivido una intensa vida de sociedad en la hermosa ciudad de Viena. Ahora se ha vuelto rústica, desarreglada, mal vestida. Ángel le habla de amor y Pía se turba, no comprende cómo puede desear a una mujer sin que se haya establecido un poco de intimidad. Ángel ha­bla con Ágata. Él y su marido se hicieron muy amigos. Pensaba constantemente en la casa porque había oído hablar mucho de ella. La casa de las tres mujeres. Todas mujeres. Casa con olor de mujeres. El pro­fesor pidió a Ángel que viniera a ayudarlas. No hacía más que hablar de Ágata. Y Ángel le confiesa a ésta que todo el tiempo la ha deseado, por esto ha venido a buscarla. La presencia del hombre provocará el delito en la Isla de las Cabras. Silvia se siente intran­quila y Pía quiere volver a la ciudad. Las tres mujeres, un pequeño rebaño, sienten celos. Ángel hace el amor a las tres y ellas desean al hombre con amor exclusivo.

Án­gel baja al pozo a ver si quedan botellas cuando se le cae la escalera. Y Ágata no le arroja la cuerda. Así pasan dos días. Ágata afirma que sólo se trata de una broma pero pronto confiesa que no. Comete el delito para recobrar la tranquilidad. Sabe que reci­birá lo que le corresponde y esto le da tran­quilidad. No cree en la piedad. Siempre se logra una cierta paz en ser lo que se es, en serlo completamente. Ángel hace un último esfuerzo para trepar, pero cae. Ágata echa de la casa a Silvia y Pía, y se queda sola llamando y luchando con Ángel toda la eternidad. Sola en este desierto, en este silencio, lejos de todo, con el sentimiento vaciado, consumido por la soledad, el viento y las ca­bras. Sola para toda la eternidad. En 1951 Ugo Betti estrenó La reina y los sublevados [La regina e gli insorti] y El jugador [II giocatore].

Después de su muerte, se han publicado otros dos dramas: La tierra quemada [L’aiuola bruciata] y La fugitiva [La fuggitiva]. Otro drama, El hermano protege y ama [II fratello protegge ed ama], aún está inédito. Ugo Betti es un agudo observador de su tiempo. Los rasgos más destacados de su arte dramático manifiestan un sentido trágico de la vida, aunque una fe en el hombre salva a su obra del nihilismo. Los protagonistas de Betti son fundamentalmen­te seres ávidos de paz, paz que no pueden alcanzar sino a través de la justicia. La «Editorial Losada» en el volumen Teatro publicó en 1953 cuatro de las más célebres piezas del dramaturgo italiano: Marido y mujer, Delito en la Isla de las Cabras, Lu­cha hasta el alba y Corrupción en el Palacio de Justicia. La traducción es de Attilio Dabini. Las «Ediciones del Carro de Tespis» en su «Selección Teatral» han publicado: Un hermoso domingo de septiembre (n.° 8), La fugitiva (n.° 18), Derrumbe en la estación Norte (n.° 20), La tierra quemada (n.° 24), y Noche en casa del rico (n.° 28). Betti, en 1949, obtuvo el Premio Roma, la más alta distinción concedida por el gobierno ita­liano a sus hombres de pensamiento.

J. M.a Pandolfi