La composición de esta Sinfonía interrumpió la de la n.° 5 (v.), durante un feliz estío que Ludwig van Beethoven (1770-1827) pasó en la campiña húngara, en Martonsvasar, el año 1806, en casa de sus devotos amigos Brunswick. Parece casi una voluntaria enmienda tras la desmesurada extensión, dificultad y complicación de la N’.° 3, Heroica (v.). Contiene algunas entre las más bellas y vivas melodías de Beethoven; su armonía es correcta y siempre interesante y dinámica; sus proporciones son normales; tiene más de fresca y caprichosa improvisación que de obstinado desarrollo. Comienza — como las sinfonías n.° 1 (v.), n.0 2 (v.), n.° 7 (v.) — con un «Adagio» introductivo que se propone producir una sensación de espera, gracias a la incertidumbre tonal y al indistinto relampagueo de esbozos melódicos apenas perfilados.
Las nieblas titubeantes que este «Adagio» ha acumulado, las barre enérgicamente el «Allegro vivace» con un comienzo que recuerda un poco el del final de la Primera Sinfonía: una breve sucesión de notas sube en busca del «do» como para abrir camino, con impulsos sucesivos, al primer tema. Éste se compone de dos elementos, ligados por eficaz contraste interior: el primero, brioso y desatado; el segundo, armonioso descenso de acordes ligados, que no tarda en enriquecerse con una segunda idea: una especie de lento y agudo trino que asciende cromáticamente en los instrumentos de cuerda, mientras el fagot, y después las trompas, continúan silabeando el tema (A) reducido a figura de acompañamiento. La acostumbrada «stretta» de acordes a contratiempo — más semejantes a un momentáneo capricho de malhumor que a expresión de furiosa potencia — conduce al conjunto de ideas melódicas que constituyen el segundo tema, indulgentemente humorístico y cordial en la primera mitad, rapsódico y casi zíngaro en la segunda. Los instrumentos de cuerda inician desde el pianísimo un lento crescendo que conduce toda la orquesta a una viril y vigorosa afirmación tonal, una de aquellas sencillísimas modulaciones que darán tanto sabor rústico a la N.° 6, Pastoral (v.). Después brota la segunda idea del segundo (B), sinuosa melodía serenísima, dialogada en canon por clarinetes y fagots, y luego por toda la orquesta.
El desarrollo comienza con el primer tema, al que se añade una melodía purísima de los violines, y después de los instrumentos de madera; que acentúa el perfume aldeano de la obra. El episodio principal es muy semejante al ilustrado en el primer tiempo de la Sonata para piano o. 53 que tal vez le dio el título de Aurora (v.). La breve y repetida ascensión rectilínea que constituía el paso de’ la introducción al «Allegro» va adquiriendo en el desarrollo cada vez más inquieto relieve, hasta que, eliminados todos los demás elementos, se organiza en un mágico episodio de breves-asaltos que relampaguean sobre el redoble prolongado de los timbales ascendiendo poco a poco del susurro indistinto de un profundo pianísimo a la luz fulgurante de un fortísimo agudo. Las ideas del segundo tema (B) intervienen hacia el fin del desarrollo, siempre «a canon», trasladadas a «si bemol». Todos estos temas no tienen la acostumbrada y aguda riqueza beethoveniana, sino más bien una melodiosa y placentera belleza, serena y contenta de sí misma. El «Adagio», que «supera todo cuanto la imaginación más ardiente podía jamás soñar en ternura y puro goce» (Berlioz) es una página de soñolienta y estival belleza, como una ardiente mediodía desplegada en una ilimitada llanura. Está caracterizado por la absoluta carencia de contrastes, por el fluir larguísimo y lento de la melodía, y el variar, alguna vez apenas perceptible, del acompañamiento rítmico.
Los segundos violines comienzan señalando un ritmo que persistirá como una interior pulsación orgánica: sobre él vuela serenísima la larga melodía diatónica del primer tema. Repetido éste, el ritmo de acompañamiento de los segundos violines, violas y violoncelos, se integra en amplio y envolvente arpegio, que va adquiriendo cada vez mayor relieve con cierta fuerza y animación: es como un batir de alas pesadas que produce cierto movimiento de aire en el bochorno de la tarde. Después, el clarinete expone el segundo tema, lánguido, casi indiferenciado del primero. Se obtiene una variación del primer tema en tresillos; luego, aquella sensación de ligereza revolotearte, que es como la palabra secreta de toda la sinfonía, es claramente exteriorizada por los violines solos que, divididos en primeros y segundos, se persiguen, se acompañan, se suceden, en arabescos melódicos, imitando el juego leve de las mariposas. Verdaderamente alado es el bellísimo «Allegro vivace» (no está expresado el título, ni de «minuetto» ni de «scherzo»), construido sobre una sola idea bipartita. La primera mitad asciende alegremente en maliciosa ambigüedad rítmica: en efecto, el tiempo ternario está subdividido en grupos pares, produciendo así un efecto de agradable distensión al cuarto compás, que halla restablecido el ritmo ternario. La segunda mitad es un motivo subyugador y misterioso. En el «trío» se ven literalmente palpitar levísimas alas de mariposas que se agitan en el inciso de los violines, los cuales responden a una sosegada frase de los instrumentos de madera. El «trío» es todo un juego- de ecos y trinos que se responden serenamente: estamos ya en el bosque de la Pastoral.
El «scherzo» es repetido integralmente, con el «trío», y después sin éste, brevemente, una tercera y última vez, terminando sobre una cadencia de trompas que, también hacia el final del «Adagio», habían hecho su ronca y romántica aparición. El final «Allegro ma non troppo» comienza con una figura de semicorcheas que circula arriba y abajo con caprichosa e incesante agitación, como un «movimiento perpetuo». Sobre esta movida ronda, que en su desenvolvimiento saltará de una tonalidad a otra y de instrumento en instrumento, danzan dos temas principales, una de las acostumbradas células fuertemente arraigadas en los intervalos esenciales de la tonalidad, y otro entre gracioso y sentimental, propuesto por el oboe con delicadeza casi virginal, y al mismo tiempo como recorrido por un estremecimiento, un deseo de danza, subrayada por el rústico acompañamiento, en tresillos, del clarinete. Importantes complementos de este material son un hábil inciso mozartiano, en que la cuerda responde a la madera, y un ligerísimo y jubilante brincar descendente de flautas y violines, como la embriaguez de una danza vertiginosa que parece cambiarse en vuelo.
M. Mila
Una esbelta muchacha griega entre dos gigantes nórdicos. (Schumann)
La Cuarta Sinfonía es una pura flor, que conserva el perfume de los días más tranquilos de su vida. (Rolland)
Menos célebre que muchas hermanas suyas, ofrece, sin embargo, una belleza igual hasta en sus mínimos detalles, y aunque sólo fuese por su «Adagio», que sobrepasa cuanto la imaginación más ardiente pueda jamás soñar en ternura y puro goce, yo la pondría absolutamente al nivel de las composiciones de Beethoven consagradas por la admiración general. (Berlioz)
Hablando de las obras de Beethoven es difícil no entregarse al tono del más extático entusiasmo. (Wagner)