Sinfonía N.° 5 en «do menor», op. 67 de Beethoven

Composición sinfónica de Ludwig van Beethoven (1770-1827). Es la más popular y más característica entre las nueve sinfo­nías, nacida en aquel período de férvida inspiración que se centra en torno a la composición de Fidelio (v.). Beethoven se aplicó a ella inmediatamente después de la N.° 3, Heroica (v.); pero luego desistió de ello, dominado por las serenas visiones de la Sinfonía n.° 4 (v.). Reanudó el trabajo en 1807 y lo llevó a cabo junto con el de la N.° 6, Pastoral (v.), de manera que las dos sinfonías fueron ejecutadas juntas, por pri­mera vez, el 22 de diciembre de 1808, en Viena. Schindler, amigo y biógrafo de Beet­hoven, refiere que el maestro, interrogado acerca del significado del tema que abre de manera tan perentoria el «Allegro», respondió, según parece: «Así llama el Des­tino a nuestra puerta». Drama, pues, de la libre voluntad humana, en su lucha contra la fuerza bruta del Destino; una nueva He­roica, en substancia, en que el héroe es el hombre según una concepción humanista y prometeica, en el cual confluyen, además de las dolorosas vicisitudes personales de Beethoven, las esperanzas políticas y poé­ticas de su tiempo, dirigidas a exaltar en el hombre la inmanente divinidad de la con­ciencia moral, que se exterioriza, precisa­mente, en la voluntad y en la libertad. Construido como está, en gran parte, sobre aquel tema elemental de cuatro notas, el «Allegro» inicial revela un superior dominio de la materia afectiva, que en la Heroica envolvía y paralizaba todavía un poco los movimientos del artista. Sencillísimo tema, verdad es, pero no privado de secretas po­sibilidades. Se ha observado (Hoffman lo notó por primera vez) que a su explícita rudeza rítmica va unida una sugestiva in­determinación armónica, que crea en el oído y en el ánimo una disposición de es­pera y de tensión. Además, un tema tan desnudo se somete en su desarrollo a una doble fisonomía adquiriendo un carácter afirmativo o interrogativo, según concluya en la «tercera» inferior o en la superior. La exposición de este sumario tema ocupa 62 compases; después de una pausa inte­rrogativa sobre la «dominante» («sol»), es­cala con obstinación las mayores alturas y se precipita de ellas descendiendo a grandes saltos de terceras, hasta que vuelto a pro­poner por la voz retumbante de las trom­pas se completa con un breve apéndice que predispone la serena tonalidad de «mi bemol mayor» para el segundo tema.

Con todo, su desarrollo está exclusiva­mente fundado en el primer tema (A) con intencionada aridez e insistencia. Contra­punta iracundo consigo mismo, o bien con una rígida figura ascendente puesta allí como para juguete y alimento de su furia. La gentileza afectuosa del segundo tema (B) es evitada con’ ostentación. En vano los violines reanudan la propuesta introducti­va; no se despliega la esperada sonrisa; una expeditiva frase descendente elude la ofer­ta de paz, y prosigue hacia el original nú­cleo del desarrollo, en que la irrupción de tanta furia se detiene y congela en un vacilante juego de acordes por medio de un inesperado efecto de suprema y creciente incertidumbre. Es el momento de la refle­xión y de la duda que mina la orgullosa seguridad de la fuerza; es la sombra del misterioso elemento que tiene mucha im­portancia en la Quinta. Después de’ esta tregua, la repetición del tema es más eno­jada e impetuosa; su violencia arranca del oboe un vano lamento, en un compás de «Adagio» que es casi un implorante reci­tativo. En «do mayor» reaparece el segundo tema (B), con su apéndice precipitado, para desembocar en el paroxismo de un fortísimo acorde de «séptima disminuida», a toda orquesta, furibunda réplica a log’ clarinetes, fagots y trompas que, introduciendo por dos veces el primer tema (A), invertido ha­cia lo alto en forma interrogativa, parecían casi poner maliciosamente en duda su po­tencia. Potencia que pronto se deja sentir duramente en un impetuoso episodio de apariencia contrapuntística (compases 409- 420) en que la rápida carrera de los vio­lines parece trastornar el retardo de los otros instrumentos. He aquí la ágil y obs­tinada figura de característica alternancia de «legati» y «staccati» que es inesperada protagonista de la «coda». Inesperada, porque a pesar de su osadía y energía se nos revela, si bien lo miramos, estrechamente emparentada con el segundo tema (B). Un violento retorno del primer tema (A), que trunca al fin bruscamente el tiempo, aparece como una victoria que no será definitiva. Con el se­gundo tiempo («Andante con moto» en «la bemol mayor») pasamos, por decirlo así, al campo adversario. En el «Allegro», escasa­mente melódico, todo ángulos rítmicos y nervaduras armónicas esenciales, Beethoven se había como personificado en la violencia devastadora del destino. Aquí, en cambio, en la expansión melódica del primer tema resplandece la paz serena y luminosa de la bondad. El segundo tema se inserta en el primero como su comple­mento natural; se presenta primero dulce­mente en los clarinetes y fagots, en «la bemol», pero pronto modula bruscamente en la clara y sonante tonalidad de «do mayor», y aquí, sostenido por las trompas, trompe­tas y timbales, despliega toda la majestad de su ritmo marcial. El conjunto de los temas es repetido dos veces, a modo de variaciones. Aquí la novedad de mayor re­lieve es la inserción, en las pausas del se­gundo tema, de una figura rítmica, apenas susurrada por violines y violas (después violoncelos), que es como un recuerdo des­materializado y exangüe de la martilleante violencia del primer tiempo. Después de las tres variaciones, los instrumentos de ma­dera se apoderan del primer tema y lo hacen circular en una especie de «divertimento» de mágica y encantada sonoridad. Los dos temas juegan ahora en desarrollo y reflejos, hasta que el primer tema (D) vuelve a presentarse a plena luz, fortísimo, solemne y grandioso. Ahora el movimiento se hace más rápido, vuelve el enigmático «modo menor», el sentido de misterio es una vez más acentuado por ligeras inte­rrogaciones de los oboes y, después de tanto alternarse luces y sombras, la última pala­bra queda para la esperanza y la bondad; algunas figuras sacadas del primer tema, concluyen de este modo el tiempo. El ter­cero («Allegro en mi bemol mayor»), con­cebido en forma de «scherzo», se inicia por una sinuosa figura ascendente de los bajos. Pero de esta penumbra misteriosa pronto emerge un perfil rítmico incisivo y tajante; todavía una nueva metamorfosis del conocido tema de tres notas insistentes, esta vez en forma de toque marcial.

Completa el «Scherzo» una figura auxiliar, como largo y afanoso arabesco de los vio­lines, en que vuelve a presentarse la ca­racterística alternancia de pares de notas ligadas y picadas. Entre el «Scherzo» y su repetición se introduce un «trío» que figura entre las más originales y — según se dijo — extravagantes fantasías de Beethoven. Los contrabajos emergen de su metódica labor para proponer un tema rápido y anguloso, de bruscas torceduras, que, repetido pri­mero por los fagots y después, poco a poco, por toda la orquesta, da lugar a un verti­ginoso episodio fugado interrumpido por algunas pausas en que parece se busque el empuje perdido. La sombra del mis­terio se prolonga en la repetición del «Scherzo» por medio de una pequeñísima modificación: en el tema (G) cada una de las tres notas insistentes va precedida de un brevísimo arpegio que recuerda las interjecciones interrogativas de los oboes en el «Andante»; luego se expresa como un nubarrón amenazador en la transición del «Scherzo» al «Finale». La orquesta, dice Berlioz, parece que quiere dormirse en un largo pedal de «do»; los timbales susurran el insistente ritmo ternario. De esta estan­cada inmovilidad brota, en los violines, una sinuosa figura ascendente, sacada del tema (F), que se eleva en rápida transición de tonalidad y produce un estado de ambigua opresión. La tensión es acrecida por la cir­cunstancia de que la orquesta parece no advertir este arabesco salido de su seno para escalar ignotas alturas celadas en las nubes, y persiste indiferente en su rumo­reo, pianísimo. Los últimos compases des­encadenan el crescendo. Pero el nubarrón no degenera en tempestad, ni en rayos y truenos, sino que toda la orquesta entona en «do mayor», en tiempo de marcha casi popular, un alegre y retúmbate toque de vitoria.

Al viento de la libertad los pechos se hin­chan de poderosa respiración. No ya la lucha, sino por todas partes, la danza, el entusiasmo por la victoria de la fuerza, justa, consciente y humana contra la ciega violencia. Es como una universal aclama­ción, un precipitarse de frases impetuosas, un campaneo jubiloso, un revuelo festivo de banderas. Sobre un ritmo expedito de tríos, parece que desfilen las filas de los jóvenes vencedores. Motivos de intenso di­namismo estallan como cohetes encabalgándose en la orquesta. Los tresillos pre­paran el ambiente rítmico para una breve y sugestiva evocación del tema (G) del «Scherzo», como para hacernos medir la distancia que separa dos mundos. Pero toda sombra de amenaza y misterio se desvanece, y la fiesta de un pueblo libre se reanuda vehemente y serena. Algunos acordes secos y violentos después de un máximo de so­noridad parecerían anunciar el final. En cambio, los fagots parten nuevamente del bajo, seguidos dulcemente por las trompas y, después, por las flautas y los oboes; al fin, toda la orquesta, cesado el retumbar de los toques marciales, se encamina ligera y cada vez más rápida sobre un motivo de llana y purísima alegría, hasta desembocar en el entusiasta «Presto» final.

M. Mila

Sólo me produce maravilla. (Goethe)

Así, en todo momento, se muestra como un verdadero poseso; y lo que Schopenhauer dice del músico en general, se puede aplicar también a él; el músico expresa la más alta novedad en un lenguaje que su misma razón no entiende. (Wagner)

El final de la Sinfonía en «do menor», de Beethoven, no es sólo colosal desde el pun­to de vista musical; es también una gran rebelión; protesta contra algo. (H. Mencken)