“Ciencia de lo inconsciente psíquico” definió el Psicoanálisis su fundador Sigmund Freud (1856-1939); “psicología de lo profundo” [“Tiefenpsychologie”] lo llamó E. Bleuler. Como parte o capítulo especial de la psicología debería, como cualquier otra rama de la ciencia, permanecer abierta a los estudiosos de todas las tendencias, insertarse en condiciones de paridad entre las demás ramas del saber empírico, y no dar lugar a adhesiones entusiastas ni a indignados ostracismos. Con todo, la naturaleza particular y en cierto modo inhabitual de sus medios de indagación, los postulados de orden general a los que parece recurrir, ciertas desviaciones más allá del puro terreno de los hechos y de la experiencia y, al mismo tiempo, el dogmatismo en que se encierran muchos de sus cultivadores, confieren al Psicoanálisis caracteres particulares, y lo hacen parecer más que una ciencia, una dirección, un movimiento, una escuela.
El Psicoanálisis parte de un método terapéutico para determinadas enfermedades nerviosas que Freud y Joseph Breuer (1841-1925), ambos médicos de Viena, elaboraron juntos hacia 1890 (Estudios sobre el histerismo [Studien über Hysterie, 1895]). Se fundaba su método en el presupuesto de que aquellas afecciones eran debidas a la acción de determinados hechos del pasado, los cuales, a manera de traumas, tal vez habían perjudicado la- personalidad psíquica de los sujetos turbándola en su esfera afectiva. Las intensas reacciones emotivas (de disgusto, temor, etc.), provocadas por aquellos hechos, no habían tenido manera, a su tiempo, de manifestarse libremente, porque habían sido inhibidas gracias a un mecanismo automático de defensa, y hasta su recuerdo había desaparecido en la conciencia de los sujetos por efecto del mismo mecanismo. Y ahora, a distancia de tiempo, aquel recuerdo continuaba, sin embargo, permaneciendo activo en cierta manera, suscitando manifestaciones aparentemente absurdas y sin sentido, esto es, las manifestaciones o síntomas neuróticos; los cuales no eran sino los equivalentes actuales de las originarias reacciones emotivas inhibidas.
Los sujetos no se hallan en estado de relacionar sus síntomas con su causa remota (que ellos han olvidado) y no saben cómo explicárselos. Para hallar el rastro de los hechos del pasado responsables de todo el proceso morboso, Breuer y Freud usaron primero la hipnosis, con la cual se podía sensibilizar la memoria de los sujetos y superar los mecanismos de la defensa automática, que determinaban el olvido del hecho traumático. Una vez restablecido el recuerdo de aquel hecho, las reacciones emotivas conexas con él deberían reanudar su normal vía de desahogo, descargándose en aquellos comportamientos (llanto, actitudes mímico-expresivas y actividades motoras de géneros diversos) con los cuales, habitualmente, cada cual expresa sus sentimientos más intensos, y que conducen a una atenuación progresiva o a una anulación de la hipertensión emotiva. De esta manera deberían desaparecer también las manifestaciones neuróticas y debería producirse la normalización del enfermo. Breuer y Freud llamaron “catártico” a ese método, en cuanto la acción terapéutica parecía consistir en una liberación de estados afectivos, por decirlo así, enquistados.
Desde 1895 Freud se separó de Breuer, a causa de una innovación técnica introducida en el método terapéutico, y de una progresiva modificación en la explicación de la neurosis.
La innovación técnica consiste en el abandono de la hipnosis, considerada, como un instrumento no susceptible de ser usado en toda clase de pacientes, y sobre todo infiel. Con la hipnosis la amnesia neurótica era atacada directamente; Freud advirtió que era posible vencerla de otro modo, eludiéndola: cuando se invita al paciente, puesto en estado de relajación de la atención y de pasividad, a comunicar verbalmente todo lo que le pase por la cabeza —imágenes, recuerdos, ideas, impresiones— sin ejercer en este material ninguna selección intencional (método de las libres asociaciones), se acaba por obtener la evocación espontánea de aquellos elementos olvidados que antes eran inquiridos mediante una invitación directa a recordarlos.
El trabajo resulta ser más largo de esta manera, pero es mucho más seguro y completo, puesto que el material así descubierto es mucho más abundante, y permite establecer que, no sólo hechos aislados y episódicos (los llamados hechos traumáticos) pertenecientes a un próximo pasado, son los factores de la neurosis, sino en mayor grado, una general deformación de la personalidad por la cual todos aquellos hechos episódicos que individuos normales soportarían sin perjuicio, se revisten para el neurótico de caracteres pavorosos e insoportables. A su vez, aquella deformación de la personalidad no parece ser primitiva y constitucional, sino proceder de un imperfecto desarrollo y organización de los elementos constitutivos de nuestra vida instintiva. Este proceso de desarrollo y de organización también está encubierto por la amnesia neurótica; venciendo esta amnesia — y sólo de esta manera— sería posible influir en aquella organización, reducirla dentro de los esquemas de una evolución normal y anular los efectos morbosos.
El cometido de la terapia en esta nueva concepción — que es la del Psicoanálisis propiamente dicho — sigue siendo análogo al del método catártico: se trata en ambos casos de obtener la cura por medio de una exploración de elementos del pasado encubiertos por un olvido más o menos total, y siempre activos, aunque inconscientes, en el psiquismo del sujeto.
Por esto resulta fundamental para el Psicoanálisis el concepto de una actividad psíquica inconsciente. Filósofos y psicólogos ya habían admitido un inconsciente; pero Freud profundiza su concepto, distinguiendo los elementos de nuestra vida interior que no pertenecen a nuestra conciencia actual, pero que a pesar de ello pueden, sin obstáculo, hacerse conscientes en cualquier momento, con tal de que nosotros queramos (como todos los recuerdos normales de que podamos disponer), y que él comprende bajo la denominación de “preconsciente“, de aquella actividad y aquellos elementos que, en cambio, no pueden, en condiciones normales, tornarse conscientes, porque un proceso activo (el proceso de represión) —del cual el olvido neurótico es un caso particular y típico— se lo impide; sólo para éstos reserva Freud la denominación de “subconsciente”, en sentido estricto.
La vida psíquica parece, así, desenvolverse en tres regiones propias: la conciencia, lo preconsciente y el subconsciente, las cuales no están separadas entre sí, sino en íntimo y constante contacto. Lo subconsciente, en particular, fundamentalmente constituido por impulsos y tendencias, ejerce constantemente su acción sobre nuestra vida consciente expresándose en ella y buscando formas más o menos larvadas de apaciguamiento. Y no solamente los síntomas neuróticos, sino otras muchas manifestaciones, que pueden encontrarse hasta en individuos sanos, y que tienen apariencia de hechos incidentales, de elementos inesenciales para nuestra vida psíquica, constituyen en realidad la expresión de tendencias subconscientes.
Así los sueños, así ciertos pensamientos que pasan por la cabeza sin que sepamos por qué, así determinados incidentes, como las equivocaciones que nos ocurre cometer, o los “lapsus”, en que tal vez incurrimos, así ciertos hábitos o ciertas maneras de obrar que contraemos sin poder explicarnos su razón de ser. Pero también en ciertos actos que juzgamos racionales, o en algunas actividades que nos parecen guiadas por la conciencia en su forma más elevada y luminosa, se insinúa a menudo, sin darnos cuenta de ello, la acción del subconsciente; y la motivación racional del acto representa sólo una justificación hallada a posteriori (racionalización secundaria) para una cosa que se ha producido por sí misma; o, mejor dicho, que ha sido provocada por alguna de aquellas fuerzas que constituyen nuestro subconsciente.
De esta manera toda la vida psíquica puede llegar a ser objeto de un examen psicoanalítico, en cuanto se quiera identificar los diversos factores subconscientes que de cuando en cuando íntervienen, produciendo alguna de aquellas manifestaciones, o modificando en cierta manera particular una u otra de las funciones de la conciencia. Instrumento fundamental para la exploración psicoanalítica sigue siendo el ya señalado de las libres asociaciones. Pero el subconsciente tiene, por decirlo así, un lenguaje propio, una forma propia de expresión; y el conocimiento de ese lenguaje facilita mucho las tareas de una interpretación.
Es una especie de lenguaje constituido, entre otras cosas, por toda clase de simbolismos; y esto no debe asombrar, si se considera por una parte, que las tendencias del subconsciente no pueden expresarse en forma clara y directamente inteligible, puesto que la represión custodia aquellas tendencias y evita que el sujeto pueda tener conciencia de ellas; y si, por otra parte, se piensa que el subconsciente constituye en cierto modo la parte primaria y arcaica de nuestra personalidad, la que se acerca más a la de los niños y de los primitivos, y en cuyas formas de expresión tiene precisamente mucha parte el simbolismo.
En algunas obras que siguen siendo fundamentales para el Psicoanálisis, Freud ha ilustrado los mecanismos por los cuales las tendencias del subconsciente se expresan en nuestros sueños (Interpretación de los sueños, v.), en los leves trastornos momentáneos —distracciones, lapsus, olvidos, “gaffes”, etc. —, que se producen con mayor o menor frecuencia en la vida de cada cual (Psicopatología de la vida cotidiana [Zur Psychopathologie des Alltagslebens, 1904]), en los chistes que se nos ocurren (El chiste y su relación con lo inconsciente [Der Witz und seine Beziehung zum Unbewussten, 1905]), y aun en las obras de poesía que poetas y artistas producen para nuestro deleite (El delirio y los sueños en la “Gradiva” de W. Jensen [Der Wahn und die Träume in W. Jensens “Gradiva”, 1907]). De este modo el Psicoanálisis, de método particular de psicoterapia, que era inicialmente, se ha venido trasformando en doctrina psicológica general.
Freud, con todo, no se limitó a examinar cómo se expresa el inconsciente en las diversas producciones de la actividad psíquica, sino que necesariamente hubo de plantearse tanto el problema de los mecanismos que mantienen inconscientes determinados impulsos y tendencias nuestros, como el de la naturaleza de esas tendencias y, por lo tanto (puesto que en su conjunto se identifican con nuestra vida instintiva), el de la naturaleza de los instintos en el hombre.
El proceso de represión que impide al inconsciente expresarse en la conciencia, se produce por el hecho de que ciertas tendencias nuestras contrastan con lo que quisiéramos ser, con lo que constituye nuestro yo ideal y por lo cual las rechazamos y no queremos reconocerlas por nuestras. Este yo ideal, por otra parte, actúa en nosotros, no ya como un modelo que tenemos presente, sino como una instigación autónoma que nos hace sentir sus imperativos, como una interior autoridad que ejerce en nosotros su dominio. Algunas veces se deja sentir abiertamente como voz de la conciencia, sentido del deber, remordimiento, etc., pero actúa también en forma automática y silenciosa, produciendo precisamente, entre otras cosas, la represión; Freud lo llama “Super-yo” y lo considera heredero interior de aquella autoridad exterior que en la infancia está constituida por los padres, los cuales, sin embargo, representan para el niño un ideal, lo que el niño aspira a llegar a ser, y constituyen, por otra parte —por medio de la acción educativa y las limitaciones en general impuestas al niño— el primer freno exterior a los impulsos instintivos. El examen psicoanalítico ha conseguido captar ese proceso de “identificación” por el cual la primitiva autoridad exterior se torna autoridad interior, y lo denomina proceso de “introyección”.
Si el Super-yo es una instigación que actúa autónomamente en nuestra vida interior, haciendo sentir su propia acción sobre el Yo, también el conjunto de las tendencias instintivas es algo que se agita en nosotros y nos oprime, con autonomía propia suya, respecto a aquella personalidad nuestra en que propiamente reconocemos nuestro Yo. También para este conjunto de tendencias Freud usa (siguiendo a Groddeck) un término particular: “Es” (es decir, el pronombre usado en alemán para los verbos impersonales), “ello”, para significar la impersonalidad de aquellas tendencias; por lo cual Freud dice que el “Es” es un “inneres Ausland” (un extranjero interior [El Yo y el Ello, v.]). Los conflictos interiores que se producen en nosotros se desenvuelven precisamente entre estas tres instigaciones —el yo, el Ello y el Super-yo— en sus relaciones con aquella otra constituida por las exigencias que pone el mundo exterior. Y la neurosis se determina cuando, por la excesiva aspereza del Super-yo o por la violencia de las tendencias del Ello, el yo queda oprimido (Inhibición, síntoma y angustia [Hemmung, Symtom, und Angst, 1926].)
Las tendencias del Ello no son, pues, otra cosa, que nuestros instintos. En el centro de la doctrina psicoanalítica de los instintos se halla el interés por los asuntos sexuales y ello porque desde sus primeras investigaciones acerca de los neuróticos, Ereud había comprobado que la deformación de la personalidad responsable de los trastornos neuróticos interesa siempre la esfera de la sexualidad; y hasta que consiste, sin más, en una especie de infantilismo sexual.
En la concepción psicoanalítica del instinto sexual (Tres ensayos sobre una teoría sexual, v.), es sobre todo notable el principio según el cual la sexualidad del adulto parece derivar de una organización progresiva de los factores en parte ya presentes de manera embrionaria y desorganizados en el niño. Una polarización particular de la afectividad ante las personas del ambiente familiar, una intensa y generalmente insatisfecha curiosidad por determinados problemas y, en fin, la tendencia a obtener placer de la estimulación de ciertas zonas del cuerpo o determinadas actividades orgánicas, parecerían representar los aspectos de esa sexualidad o presexualidad infantil. Se trata de hechos accesibles a la observación de todo el mundo, aunque, en general, no se suela advertir en ellos nada de sexual, y aunque todo el mundo tiende a olvidar estos elementos como cosas de la propia vida infantil. Se justifica el valor sexual atribuido a tales factores por el hecho de que todos son utilizados en la adolescencia, cuando se constituye la configuración adulta del instinto sexual, y conservan después como la exploración psicoanalítica del adulto lo confirma constantemente— una importancia fundamental para la vida sexual del hombre.
En ciertos individuos, el paso de la sexualidad infantil a la adulta encuentra determinados obstáculos, y no se cumple normalmente. Esos individuos se vuelven entonces o pervertidos o neuróticos; y hay estrecho parentesco entre ambas cosas, dado que en todo neurótico se hallan (disfrazados, enmascarados y no reconocidos por efecto de la represión) elementos pervertidos.
El estudio de la sexualidad (infantil y adulta, perversa y normal, en el hombre sano y en el neurótico) indujo a Freud a concebir el instinto sexual como una energía, “libido”, que en el hombre normal tiende a polarizarse hacia un objeto propio (esto es, hacia un individuo del sexo opuesto) y en el sentido de una finalidad propia (la finalidad específica de la actividad sexual), pero que subsiste, y permanece plenamente definida; y también a prescindir de aquel objeto y de aquella finalidad específicas: aunque una y otra pueden faltar alguna vez, o ser sustituidas por objetos y finalidades impropios.
Hasta lo que se llama amor ideal o asexual (o “sublimado” como técnicamente lo califica el Psicoanálisis) y, en general, el conjunto de los sentimientos que enlazan al hombre con los demás hombres (sentimientos sociales) pueden entonces aparecer como expresiones de aquella misma energía, esto es de la libido. La íntima fusión entre sentimientos de ternura e impulso específicamente sexual, que caracteriza la vida amorosa normal del hombre, y hasta las relaciones económicas que se verifican entre amor sexual y otras varias manifestaciones sentimentales (como la atenuación de los sentimientos sociales en el hombre enamorado, y la disminuida importancia de la sexualidad en los individuos capaces de grandes sublimaciones) justifican este concepto de una energía única, que puede encaminarse en variadas direcciones, ser diversamente utilizada, asumir formas distintas.
Con todo, consideraciones análogas permiten establecer una conexión entre los instintos sexuales y las fuerzas instintivas por las cuales el individuo provee a su propia conservación, defensa y valorización personal; puesto que el potenciarse de las primeras se realiza en detrimento de las segundas, y viceversa. Por esto Freud (Introducción al Narcisismo [Zur Einführung des Narzissismus 1914]), ensanchando ulteriormente el concepto de “libido”, la considera como una energía que puede proyectarse al exterior, sobre un objeto — en las más variadas formas de que hemos hablado — (libido objetual), o bien concentrarse en el yo, en defensa y protección del propio yo (libido narcisista).
El haber comprendido todas estas fuerzas instintivas bajo un concepto único, deducido de la esfera de la sexualidad, ha valido al Psicoanálisis la acusación de pansexualismo. Cierto es que el Psicoanálisis ha concedido particular relieve al factor sexual en el conjunto de la actividad humana. Esto es debido en parte a motivos históricos (esto es, a la circunstancia de que el Psicoanálisis ha surgido de un problema de psicopatología en que el factor sexual es indudablemente preeminente) y polémicos (dada la tendencia, en nuestro mundo cultural, a desvalorar la importancia de aquel factor). Pero el procedimiento de Freud por el cual éste ha venido atribuyendo a la sexualidad muchas y variadas manifestaciones de la vida humana, se explica teniendo en cuenta que en el conjunto de estas manifestaciones — íntimamente conexas entre sí– las condiciones sexuales representan las más típicas y con caracteres dinámicos más acentuados.
Los instintos de la libido, a un entendidos en su sentido más amplio, no agotan, sin embargo, toda nuestra vida instintiva, y Freud (Más allá del principio del placer [Jenseits des Lustprinzips, 1920]), ha reconocido la existencia de un segundo grupo de instintos, difícil de identificar, ya que muy a menudo su acción es más silenciosa y oscura. Son éstos, los instintos de muerte o agresivos. También el instinto de muerte, como la libido, puede ser derivado al exterior y manifestarse como agresividad hacia los hombres y las cosas; pero a menudo se concentra sobre el yo como autoagresión, y en las neurosis graves hay siempre una fortísima componente autoagresiva.
Freud — que ya había aplicado los puntos de vista del Psicoanálisis al estudio de la organización social de los pueblos primitivos (v. Totem y Tabú) — quiso también dar, como base a las varias distribuciones de las energías de la libido y agresivas, una explicación del modo según el cual se constituyen, se mantienen y se disuelven, los diversos grupos sociales, estudiando, al mismo tiempo, las transformaciones que se operan en la conciencia individual por su dependencia de tales grupos (Psicología de las masas y análisis del Yo [Massenpsychologie und Ich-Analyse, 1921]).
Hasta 1905 Freud fue un hombre aislado. Pero por aquel tiempo sus trabajos comenzaron a llamar clamorosamente la atención de los estudiosos, y gran número de psicólogos y de psiquiatras adoptaron su procedimiento terapéutico y sus métodos de investigación, difundiendo y desarrollando las ideas del maestro vienés. De manera que primero se constituyó en Austria y Alemania, y después también en otros lugares, un movimiento psicoanalítico, dotado de asociaciones, revistas, editoras, policlínicas propias para la terapia de los neuróticos, y centros de estudio para la preparación de médicos psicoanalistas. También en el mundo de la literatura y en el de la cultura no especializada se manifestó un vivo interés por el Psicoanálisis. Pero todo esto no se verificó sin luchas ni polémicas, puesto que algunos presupuestos del Psicoanálisis, y en particular la importancia atribuida al factor sexual, atrajeron sobre el mismo las críticas más violentas.
Además, algunos de los primeros seguidores de Freud se separaron pronto de él, y son particularmente conocidos entre ellos Alfred Adler, de Vie- na, que expresó su desacuerdo con Freud en su obra Sobre el carácter nervioso Weber den nervösen Charakter, 1912], constituyendo a su vez una propia dirección, la de la “psicología individual”, y C. G. Jung, de Zürich, que más o menos por la misma época adoptó también una posición independiente (Psicología del proceso inconsciente [Psychologie der unbewussten Prozesse, 1916]), constituyendo también una escuela propia.
Hasta ciertas actitudes nacionalistas influyeron a veces desfavorablemente en la suerte del psicoanálisis. Así, durante la primera guerra mundial se afirmó en Francia que el Psicoanálisis, expresión de mentalidad teutónica, era incompatible con el espíritu latino. Más tarde, al triunfar en Alemania las doctrinas racistas, se afirmó allí —fundándose en la ascendencia hebraica de Freud y otros muchos psicoanalistas— que el Psicoanálisis era “Jundenwissenschaft”, ciencia judaica, y como tal había de rechazarse.
Dada la vastedad de la literatura psicoanalítica, no es posible extenderse aquí con nombres de autores y títulos de obras. Nos limitaremos a recordar entre los muchísimos psicoanalistas de lengua alemana K. Abraham, que escribió un importante estudio sobre el desarrollo de la libido y otro sobre la formación del carácter, F. Alexander, a quien se deben, entre otros, estudios notabilísimos de carácter criminológico, W. Stekel, autor de un grueso volumen sobre el simbolismo onírico, O. Rank, que en numerosas obras atacó el problema de la interpretación psicoanalítica del material mitológico que hallamos en la historia de la poesía y en la tradición popular, Th. Reik, que de manera específica trató del fenómeno religioso, Melaine Klein y Anna Freud, que estudiaron el problema del psicoanálisis infantil.
Fuera de Alemania los psicoanalistas más conocidos son: S. Ferenczi en Hungría, E. Jones en Inglaterra, O. Pfister en Suiza, R. Allendy y R. Laforgue en Francia, A. A. Brill en los Estados Unidos, donde también se ha desarrollado recientemente un movimiento muy floreciente por la contribución a él de numerosos psicoanalistas europeos, exilados por la última guerra.
En Italia, el Psicoanálisis fue conocido con algún retraso en comparación con otros países, y su difusión, promovida sobre todo por M. Levi Bianchini y E. Weiss, fue relativamente modesta.
Cesare Musatti
Desde que Freud (1900) designó uno de los “complejos” psíquicos fundamentales, con el nombre de un personaje “literariamente” célebre, Edipo, el problema de las relaciones entre Psicoanálisis y creación literaria y artística, ha ocupado los espíritus de muchos estudiosos. Puede ser considerado desde dos puntos de vista; es decir, que por una parte se puede examinar qué contribución haya aportado o pueda aportar el psicoanálisis a una mejor comprensión de la obra literaria, y por otra, cómo y cuándo la literatura contemporánea ha experimentado la influencia que el Psicoanálisis ha ejercido en tantos y diversos campos de la cultura.
La tendencia de Freud, y de los que han seguido sus huellas, ha sido sobre todo la de investigar en las obras y a menudo también en la vida de literatos y artistas “motivos” que correspondiesen a los principales descubrimientos psicoanalíticos, con la presuposición de que dichos motivos, más o menos deformados y trasformados, habrían de expresarse fatalmente en la obra literaria, como se expresan en los sueños, síntomas o actos sintomáticos de un individuo cualquiera.
Más fatigosamente, y no siempre evitando escollos estéticos y filosóficos de notable importancia, el Psicoanálisis se ha esforzado también en proporcionar una contribución a la teoría de la creación literaria como tal, investigando sus fuentes profundas y sus procesos psicológicos constitutivos.
Los estudios principales de Freud sobre literatos y artistas se refieren a Leonardo de Vinci, W. Jensen, Miguel Ángel, Goethe, Shakespeare, Hoffmann, Dostoievski. Del primero intenta deducir y definir algunos rasgos psicológicos sobre la base de un “recuerdo de infancia”. De Jensen ilustra en profundidad una larga novela, Gradiva. De Miguel Ángel examina con perspicacia —pero en verdad sin introducir ningún criterio propiamente psicoanalítico— el célebre Moisés, replicando a los que hoy se podrían denominar “contenidistas”. Un pequeño ensayo suyo está dedicado a un episodio poco conocido de la infancia de Goethe. Más importantes son sus trabajos sobre Shakespeare (especialmente sobre el problema de Hamlet, el del Rey Lear, el tema de los tres cofrecitos del Mercader de Venecia, la angustia de Macbeth), el ensayo sobre el “Unheimliches”, en general, y en un cuento de Hoffmann (El Mago arenero v.) y el ensayo sobre el motivo del “asesinato del padre”, en la vida y en la obra de Dostoievski.
Siguiendo esos caminos, impulsados por los resultados a veces sorprendentes obtenidos con el método freudiano, también en este terreno, otros psicoanalistas se ocuparon en parecidas investigaciones. Jones reanudó y completó muy cuidadosamente el estudio del Hamlet shakespeariano; Rank y Sachs se plantearon varias veces y sondearon el problema de la creación artística y de la “personalidad esencial” del artista; Abraham nos ha dejado un notable ensayo sobre Segantini… Más recientemente, Marie Bonaparte ha publicado un estudio acerca de E. A. Poe, en que agota el tema; R. Laforgue se ha ocupado de la neurosis de Baudelaire. Ensayos de diversa importancia acerca de buen número de literatos y artistas han ido apareciendo en las colecciones y revistas psicoanalistas, y sobre todo, en la revista “Imago” dedicada desde el comienzo (1912) a las aplicaciones no terapéuticas del Psicoanálisis, y suspendida por causa de la guerra. En Italia los psicoanalistas que se han ocupado principalmente en tales problemas han sido N. Perrote (con un ensayo sobre la creación musical y la Psicología del artista) y E. Servicio (trabajos sobre el Psicoanálisis de la creación poética, el surrealismo, la Señorita Elsa de A. Schnitzler, el motivo del “hada” en los cuentos, un “dibujo animado” de W. Disney, etc.).
Como consecuencia de una amplia labor de revisión realizada durante los últimos quince años por grupos de psicoanalistas especialmente anglosajones, el punto de vista tradicional del Psicoanálisis en torno a la creación literaria y artística tiende hoy a desplazarse. Así, en su primera época, se aplicaba a la actividad creadora del escritor y del artista, sobre todo en el impulso de las tendencias reprimidas, y se había dado importancia casi exclusivamente estructural y “técnica” al juego de las fuerzas represivas, por el cual aquellas tendencias aparecieron desplazadas, camufladas, expresadas en alusiones y en símbolos. Actualmente, en cambio, se valora mucho más el momento “defensivo” y “restitutorio” en la creación literaria y artística por la cual, a menudo, en vez de ser manifestación de instintos y de impulsos reprimidos, se muestra como manifestación de defensas profundas, de mecanismos de reparación y de compensación, destinados a “proteger” el Yo contra impulsos inconscientes mucho más radicales y primitivos que aquellos, por ejemplo, que gravitan en torno al complejo de Edipo. A este propósito está en vías de realización una revisión de diversos estudios psicoanalíticos publicados tiempo atrás.
La influencia ejercida por el Psicoanálisis en literatura ha tenido diversos aspectos. Sobre una minoría, ese influjo ha sido directo, decisivo, hasta el punto de imprimir su sello en toda la obra; en la gran mayoría el Psicoanálisis ha influido indirectamente, contribuyendo a establecer “climas” particulares que caracterizan la cultura contemporánea.
Por ejemplo, no se puede siquiera concebir la obra de un Lawrence, de un Joyce o de un O’Neill sin el Psicoanálisis. En Lawrence, la polémica para la liberación de la vida sexual de sus “tabúes” y de los sentimientos de culpas propias del conservadurismo de algunas clases sociales, el victorioso retorno de los arquetipos del seno del subconsciente arcaico y colectivo, los conflictos de ambivalencia entre individuos de sucesivas generaciones, obtienen del Psicoanálisis, equivocadamente o no, motivaciones y atisbos importantes (El amante de lady Chatterley, v., La serpiente con plumas, v., Hijos y amantes, v.). O’Neill transporta al teatro desdoblamientos de personalidades y monólogos interiores (desarrollando técnicas inauguradas por Proust y Valery Larbaud), y llega a describir con tonos del más audaz realismo climas de incesto y de odio entre familiares, como en la famosa Electra. Joyce tiende con empeño formidable a la representación “integral” de un momento, o un día, de un personaje cualquiera inmergiendo la humilde anécdota empírica en un maremágnum de asociaciones y recuerdos, y siguiéndola en todas sus ramificaciones y repercusiones psíquicas (Ulises, v.); en sus últimos trabajos cede, con resultados que fracasan literariamente, al deseo de expresar en verbalismos a menudo del todo incomprensibles las desviaciones y fluctuaciones de las “cargas psíquicas” en el sistema subconsciente.
Merece mención aparte Stefan Zweig, que se valió del instrumento psicoanalítico — con mucha mesura y exacto conocimiento de causa— para darse cuenta a sí mismo, antes aunque a sus lectores, de las complicadas estructuras psíquicas de muchos personajes suyos y de algunas célebres personalidades biografiadas por él. Zweig declaró varias veces lo mucho que debía intelectualmente a Freud y le dedicó uno de sus ensayos más brillantes.
Thomas Mann, Franz Kafka, Arthur Schnitzler, Aldous Huxley, figuran también entre los autores más o menos influidos por el Psicoanálisis. En Italia, Italo Svevo es el primero no solamente en presentar la “aventura interior” de fondo psicoanalítico de un personaje central suyo (v. la Conciencia de Zeno), sino en revelar también en su técnica de novelista la influencia ejercida en él directamente por las investigaciones psicoanalíticas; era de Trieste, y por ello se había puesto en contacto con la doctrina del maestro vienés antes que otros muchos escritores italianos.
El movimiento surrealista se refirió a Freud y al Psicoanálisis sobre todo en lo concerniente al “descubrimiento” y a la valorización del subconsciente psíquico, del automatismo creador, del sueño y del instinto. La tendencia que ya se había manifestado menos conscientemente en otros movimientos literarios y artísticos a romper radicalmente los puentes con lo consciente, con lo racional, con lo “intelectual”, halla fundamentos teóricos, si no justificación estética, en los enunciados de la psicología freudiana, al paso que la polémica antiburguesa de los surrealistas se integra en terreno político-social con la adhesión de ellos a los movimientos de extrema izquierda. El principal representante de esta orientación en el Surrealismo (v.) es André Bretón, cuya preparación, y diríamos “sensibilidad” psicoanalítica, se revela particularmente en un libro que pertenece a un mismo tiempo a la poesía y a la ciencia psicológica, Los vasos comunicantes. En Italia, E. Servadio mostró una vez (Dos estudios sobre el Surrealismo, 1931) que las premisas “freudianas”^ del Surrealismo contradecían lo que el propio Freud había indicado en sus contribuciones al conocimiento de los procesos creativos artísticos, esto es, a las exigencias de la sublimación. Algunos de los surrealistas parecieron, con el tiempo, advertir la contradicción, y se apartaron formal o efectivamente del movimiento (Louis Aragón, Paul Eluard, entre los más conocidos).
Ciertos conceptos del Psicoanálisis — más o menos comprendidos, más o menos deformados — han entrado hace tiempo hasta en el lenguaje periodístico (por ejemplo, el bien conocido “complejo de inferioridad” — término, sin embargo, adleriano y no freudiano). Es interesante notar, para concluir, que han experimentado la influencia psicoanalítica hasta algunos escritores y artistas que conscientemente han rechazado el freudismo: señal evidente de que el subconsciente, como el Psicoanálisis enseña, obedece a leyes y principios diversísimos de los de la conciencia; y que el mismo Psicoanálisis constituye una “voz de la época” entre las más importantes y significativas. Como tal, en efecto, impregna la cultura y las letras hasta, insensiblemente, en aquellos que no relacionan esta influencia con la grandiosa obra de Freud.
Emilio Servadio