Es el nombre y la forma que asumió en Francia el fenómeno europeo del Barroco (v.). Si la clara inteligencia y el agudo sentido de la realidad alejan a los franceses de la expresión más ardua y menos ceñida, la otra cualidad de su genio, el “esprit”, puede complacerse en ella. Así el artificio, aparte del “trobar clus” de los trovadores, se encuentra en el Román de la Rose (v.), en los “rhétoriqueurs” a fines del siglo XV, en el siglo siguiente en los Lioneses y a veces en la Pléyade. La poética del Renacimiento (v. Clasicismo), con el estudio de la forma como fin en sí, podía favorecer la tendencia preciosista, pero se oponía a ello la intensísima vida, la densa pasión, especialmente en los últimos decenios del XVI con las guerras de religión. La lección de Montaigne, que apunta hacia una vida más recogida y a la vez más social, tardará a surtir sus efectos, mientras en los comienzos del siglo XVII las costumbres continúan aún siendo groseras en la corte gascona de Enrique IV.
Catalina de Vivonne-Pisani, esposa del marqués de Rambouillet, abre su palacio, renovado con refinado y elegante gusto, a los finos ingenios, a los señores, a las damas (1611). Es el principio del Preciosismo, que en aquellas reuniones se elabora, difundiendo en torno el nuevo espíritu delicado, fino. Es el primer encuentro entre literatos y hombres de mundo, que se conocen, y los unos sacan provecho de los otros, aproximando la literatura y la vida. Es primeramente el placer de la conversación, la lectura de las cartas — esta conversación escrita—, después el diletantismo poético, el triunfo concedido al Adonis (v.) de Marino con prefacio de Jean Chapelain (1623), que preparaba el éxito del príncipe de los poetas preciosos, Vincent Voiture (1598-1648). Hubo también lugar para el estilo oratorio, la erudición romana de Jean-Louis Guez de Balzac (1594-1654), la honrada pedantería de Jean Chapelain (1595-1674) y también los rigurosos y lógicos criterios de lenguaje de François de Malherbe (1555- 1628).
En efecto, en los primeros tiempos el Preciosismo se empeñó también en hacer social la lengua y la literatura contra las maneras librescas, escolásticas de la Pléyade. Los preciosos aportan un estudio excesivo, meticuloso de la distinción, en los sentimientos y en las expresiones. El éxito de Astrea (v.) de Honoré d’Urfé (primera parte, 1607), con el sueño de una vida ensimismada en el estudio del sentimiento, preparaba y acompañaba la victoria del ideal preciosista en la “société polie”, que con ello adquiere el sello de la extrema elegancia. La busca de esta distinción reduce, empobrece la lengua; pero tal reducción era también una exigencia del espíritu clásico y cartesiano. En el sentimiento será una sombría, fría, calculada austeridad (a Ninon de Lénelos las preciosas parecían “les jansenistes de l’amour”), y así se comprende la protesta de Molière que reivindica el derecho de dormir “tout nu” con las mujeres; pero aquel culto, aquel estudio de las cosas del corazón ayuda no poco a las indagaciones de los maximistas, a la tragedia de Racine y a la novela psicológica que está a punto de surgir con la Princesa de Cleves (v.).
La perífrasis, además de desdén para la palabra baja o demasiado común, es un velo que deja entrever, adivinar la cosa, por medio de un elegante ejercicio del ingenio. Si ha dado un mediocre poeta como Voiture, si en los demás- versificadores se depaupera en el “concepto”, en la “pointe”, que destacan más en la rigidez lógica de la lengua francesa, confiere en cambio exquisito sabor a la poesía de La Fontaine; así también, el decoro expresivo, absoluto y discreto, realza la poesía y la psicología de Racine. Tras haber cooperado a la formación de la lengua y del espíritu clásico, frenando las energías diversas de la “romántica” edad de Luis XIII y prestando a la naciente de Luis XIV una aura de sutil fineza, quedó el Preciosismo como un amaneramiento elegante e insípido, que se recarga de poses austeras con las damas “savantes”, curiosas de ciencia o de filosofía.
Había sido el signo de una edad joven que rápidamente busca su molde y se eleva a una forma íntima y formal superior no sin evitar los excesos — mientras en Italia el Seiscientismo podía parecer cansancio de una época excesivamente llena —; al afianzarse el Clasicismo, después de 1660, parecen extintas su razón y su función. Pueden venir ahora las gruesas sátiras de Molière y de Boileau, hay ya quien sonríe de aquella degeneración preciosa que es la novela heroico-galante de Mademoiselle de Scudéry; con todo no se desvanece el recuerdo y el encanto de una exquisita elegancia de sentimientos y de formas; un sentido muy francés, levemente cerebral, que casi no se distingue en el siglo XVIII, difuso y afinado en la gracia ligera de los trajes y de la pintura. Más agudo, reaparece entonces en la psicología quintaesenciada del teatro de Marivaux, que anuncia a Musset; volverá todavía en Giraudoux.
Un reflejo que se advierte a veces en Hugo, el Hugo más ligero y más genuinamente poeta, a menudo en Banville, en Gautier (Esmaltes y camafeos, v.), en las Fiestas galantes (v.) de Verlaine y todavía sublimado en Mallarmé. El epigramatismo de Renard se hace poético precisamente cuando se agudiza y se pule hasta la gracia preciosista. Así la inteligencia francesa lúcida, exacta, parece a veces compensar todo lo que tiene de lógico con esta flor suya artificiosa e iridiscente. Fenómeno enteramente nacional, más que promovido, favorecido por las influencias italianas y españolas, a las que debe todo lo que tiene de más recio y vistoso en su primera aparición, pierde su mejor carácter cuando es ensayado e imitado fuera de Francia, desviándose en las argucias trasnochadas, en pastorerías que en vano se inspiran en la melancólica gracia de Watteau.
Vittorio Lugli