William James ha dicho que el Pragmatismo es “un nombre nuevo para ciertas viejas maneras de pensar”. Y, verdaderamente., en su acepción más lata el Pragmatismo, si se entiende con este nombre la actitud que hace consistir el valor de las teorías científicas y filosóficas en su eficacia y en su significado práctico, es una actitud harto antigua. En general es, en toda época, la actitud de los hombres, de acción, a quienes parece habladuría toda discusión, y tiempo perdido inútilmente toda investigación cuando no conduzca a resultados prácticos bien definidos. Se podría decir que es la filosofía del que no es filósofo, si no fuese más bien un pretexto para la negación de la filosofía.
Pero el Pragmatismo es también una posición de la filosofía; una posición, en general, que tiende a referir el pensamiento, fuera de su perfección y de sus límites científicos, a un significado propiamente humano, y que pide a la filosofía una aplicación real para la vida. Desde este punto de vista, el “primado de la Razón práctica” proclamado por Kant y Fichte, la superioridad del punto de vista moral sobre el teorético, es la expresión más elevada, aunque tal vez la más abstracta, de esta posición espiritual que se extiende a buena parte —la parte moralista y activista — del pensamiento del Romanticismo, hasta F. Nietzsche, y más acá, hasta nuestros días.
En esta corriente, tan varia en sí y en sus actitudes, tan múltiple en sus puntos de vista, está ya contenido el núcleo espiritual del Pragmatismo: la vida está en la acción, y el pensamiento teorético-filosófico y científico no es sino un medio y un instrumento; no representa sino el lado técnico de la lucha asidua del hombre, que es lucha para la plena consecución del ideal ético. Así es para Kant como para Fichte, para Fichte como para Nietzsche, a pesar de las diferencias de tono, que, entre Fichte y Nietzsche, llegan a re» presentar modos opuestos de comprensión de esta idea.
Sin embargo, esta actitud se afirma más explícitamente en la izquierda hegeliana, especialmente en el marxismo. “Los filósofos sólo han interpretado diversamente el mundo: ahora importa cambiarlo” son las célebres palabras con que Marx cierra su crítica a Feuerbach y a toda la filosofía alemana. La filosofía es aquí revolucionariamente trastornada en sus reflejos prácticos; o, mejor dicho, se convierte en la conciencia teórica sobre la cual se debe fundar la praxis, la reforma de la sociedad, “socialismo científico”. El pensamiento como conciencia de las contradicciones históricas concretas de la acción, puesto en función de ésta y desarrollado hacia el fin de la solución de los problemas sociales, es el núcleo del Pragmatismo en Marx; pero a decir verdad, esto no es más que la mitad del Pragmatismo, para el cual no sólo las teorías científicas y filosóficas surgen como conciencia de las condiciones reales de la acción, sino que encuentran en la acción misma su “verdad”, su comprobación.
Los antecedentes directos del Pragmatismo contemporáneo se hallan también en el pensamiento empirista y, en modo particular, en David Hume (1711-1776). La verdad es la traducción en los conceptos, en el intelecto —o mejor dicho, en las palabras con que nuestra mente designa clases generales de cosas— de la experiencia sensible; ella es la única fuente real de conocimiento y antes de ella no existe conocimiento alguno. A este punto se aplica la crítica de Hume que muestra cómo el plano de la experiencia sensible no puede nunca ser sobrepasado, y por qué no está en nuestra mano ir con nuestra mente más allá de la superficie de las apariencias sensibles, para atisbar detrás de ellas un mundo de cosas, y más allá o en la raíz de las mismas, un mundo sobrenatural, un mundo espiritual, un reino de los espíritus que se eleva hasta Dios.
En efecto, dice Hume, las ideas y principios, como el de causa, mediante los cuales nuestro pensamiento intenta su vuelo, no tienen eficacia, no son “verdaderos”; ni las leyes lógicas del pensamiento, ni los datos de la experiencia les confieren fundamento alguno. La ciencia sólo puede describir los fenómenos; ni la explicación causal de éstos, ni mucho menos la metafísica, son en modo alguno posibles. En rigor, tampoco la ciencia de la naturaleza (en cuanto el proceso de inducción que permite a esta ciencia pasar de las sencillas comprobaciones empíricas a las leyes generales está fundado en el mismo principio de causa), tiene mayor fundamento que la metafísica. Pero la ciencia de la naturaleza, en cambio, aun perdiendo un significado absoluto, aun debiendo renunciar a ser una penetración en el “ser en sí”, en la “esencia” de la naturaleza misma, conserva una certeza “moral”, fundada en una tendencia de la naturaleza humana que, luego que ve un hecho seguir a otro constantemente, en cuanto percibe el primero espera el segundo. La “creencia” moral es, pues, un alto grado de probabilidad, y obra de modo que ella, tanto para el hombre común como para el filósofo, ocupe el lugar de la certidumbre matemática.
Del pensamiento de Hume nace el Positivismo (v.) que tiene en los asociacionistas ingleses, y en particular en John Stuart Mili su más amplio desarrollo. Reduciendo la esfera del saber al mundo de los fenómenos, el fundamento de la metafísica viene a fallar por completo; y el fundamento de la ciencia empírica reside entonces solamente en la experiencia.
Por lo tanto, una teoría será verdadera o falsa según que el experimento científico la corrobore o no; según “salga bien” o “salga mal”, tenga “éxito” o no lo tenga. Se introduce así el criterio del “éxito” que constituirá uno de los pilares del Pragmatismo. Pero el verdadero y propio Pragmatismo nace en América, y es un producto típico de la espiritualidad americana. América del Norte es un país sin verdaderas tradiciones, tradiciones antiguas y de peso como las de los países europeos, incluyendo a Inglaterra. Y estas tradiciones las busca en Europa, en la religión reformada, en la democracia europea, en la filosofía y en el arte ingleses. Pero un país que se “construye” sus tradiciones, que se concede una tradición que no ha recibido de un pasado, necesariamente confiere a esas tradiciones de prestado un sello propio, una propia fisonomía; justamente porque éstas no habían de ser sencillamente las tradiciones que los colonizadores, al abandonar Europa, dejaron tras de sí, las tradiciones que regían un mundo del qué se separaron voluntariamente, y al cual, en general, eran rebeldes; sino ideas, ideales, aspiraciones, con las cuales los colonizadores habían constituido un mundo nuevo, que más o menos conscientemente les habían guiado en la gigantesca empresa de rehacerse una vida y un mundo.
Las tradiciones de los americanos no son el pasado espiritual de los colonizadores, sino su futuro: no lo que dejaban, sino lo que venían a construir. Por esto el siglo XIX americano nos ofrece las sectas religiosas, las tendencias políticas, literarias, filosóficas de Inglaterra, pero americanizadas; y el positivismo inglés “americanizado” es precisamente el Pragmatismo. Es el Positivismo de una sociedad en que domina el “yankee”, el burgués joven, enérgico, activo, inclinado a valorar de modo eminente la energía personal, la voluntad, la iniciativa. Ahora bien, el Positivismo presentaba, por una parte, un fondo de fuerte realismo y empirismo, muy de acuerdo con el temple de aquellos hombres; renegaba de los ensueños metafísicos, de la retórica literaria, del verbalismo y el amor por un excesivo y abstracto afán de conceptualizar.
Pero, por otra parte, llevaba en sí el peso de la filosofía crítica inglesa, en que la experiencia quedaba reducida a la mera pasividad de la sensación, a la pasividad del recuerdo, que da origen a las ideas, y al mecanismo de la asociación de las ideas que constituye la vida del espíritu. Ante este mecanicismo, ante esta pasividad, la filosofía de los diversos países europeos reaccionaba renovando por todas partes, en Francia, en Inglaterra, en Alemania, en Italia, el Idealismo, e intentando restablecer el centro de la vida espiritual en una originaria e irreductible actividad autoconsciente del sujeto. El Pragmatismo, en cambio, interpreta y desarrolla las teorías positivistas desde un punto de vista voluntarista y restablece en lo originario y espontáneo de la vida práctica, o sea emotiva, sentimental y volitiva, el origen mismo del conocimiento, y hace de los valores prácticos, emotivos y volitivos, el criterio de la verdad. El Positivismo es “prospectivo”, o sea, ve en toda enunciación teórica un programa, una expectativa, una previsión que deberá verificarse en lo futuro; y hace consistir en el futuro que ellas nos revelan el valor de las teorías. El pasado pertenece ya a la contemplación, el futuro a la acción; he aquí por qué el Positivismo americano ha adoptado el nombre de “Pragmatismo”.
El iniciador del Pragmatismo, quien, según parece, en 1878, le dio también su nombre, fue Charles Sander Peirce (1839- 1914). Éste sostiene que el pensamiento representa una interrupción de la acción, un estado de duda y de investigación; este estado, mediante la indagación del pensamiento, termina en una certidumbre con la cual, superado el momento de suspensión, la acción se reanuda, y repitiéndose y volviéndose consuetudinaria da origen a la conducta. Las diversas vías para alcanzar la certidumbre, los diversos métodos de conocimiento y de pensamiento, son en sí equivalentes; se distinguen y adquieren valores diversos sólo por el diferente grado de seguridad que producen, y puesto que la seguridad es un sentimiento, en el fondo las teorías valen por su valor sentimental y por su buen resultado práctico.
El pensamiento teorético, la investigación científica, se insertan de este modo en el seno de la vida práctica, junto con la acción, como un momento de ella; pero siempre como un aspecto singular de la acción, el momento de crisis, de suspensión, de investigación. Es, pues, la conciencia de la acción, el replegarse de la acción sobre sí, el punto de paso entre el pasado y el futuro, la parada y la reanudación. Hay, pues, frente al viejo humanismo literario dominante en Europa, un nuevo humanismo, puesto que, de una parte la ciencia es conducida de nuevo a su significado y a su valor humanos, y por otra, la acción es sustraída a toda mira bajamente utilitaria, y es considerada como vida concreta del hombre, que implica en sí todas las energías, todas las formas, todos los valores del espíritu. Este elemento humanista está vivo y operante en el más célebre, y justamente célebre, de los pragmatistas americanos: William James (1842-1910).
Volver a poner los valores humanos en la actividad, estudiar la vida espiritual en su centro operante — es decir, en la voluntad que la guía y la sostiene—, reconocer los límites del individuo, y percibir en la vida asociada la activa y libre organización de los individuos animados de una común voluntad, y de fines prácticos comunes: éstos son los temas del Pragmatismo americano, y del resto de gran parte de la cultura viviente de Norteamérica, que ya en James son planteados claramente, y con gran originalidad de análisis y desenvolvimientos. En los Principios de Psicología (v.) el filósofo americano vuelve a tratar los temas de la psicología asociacionista inglesa; pero el carácter del Pragmatismo se revela ya en la crítica hecha a la separación establecida entre movimiento y acto de querer; entre los cuales, la psicología positivista, siguiendo una veneranda tradición metafísica, ponía una relación de efecto y causa. Para James, en cambio, acto de movimiento, y acto de querer, son idénticos, responden a la misma energía interior que se manifiesta, ora como movimiento reflejo, ora como atención, ora como creencia: “todo estado de conciencia… es impulsivo”.
De aquí parte otra dirección del pensamiento de James que, en la Voluntad de creer (v.), aplicó sobre todo al análisis del problema religioso. En una carta suya decía: “quiero dar un paso más con mi voluntad; no sólo “obrar” con ella, sino también “creer”; creer en mi realidad individual y en mi poder creador”. Y la Voluntad de creer plantea precisamente el problema de esta manera: puesto que el contenido teológico de ninguna religión se puede considerar como verdad científica, el valor de la religión debe consistir en su valor vital, práctico, o sea en la energía activa de la cual es inspiradora, en la voluntad de acción y en la fe que sabe inspirar a los hombres. Por esto es más útil creer en la existencia de Dios que ser ateos: es menester “querer creer” en Dios. El tema, que constituye el motivo más conocido del Pragmatismo, el de la “utilidad” como criterio de la verdad, se presenta aquí en una acepción nada insignificante ni vulgar: la utilidad de las doctrinas metafísicas está constituida por la energía espiritual y moral que ellas saben suscitar, de la fuerza con que son creídas por los creyentes; fuerza que de la fe revierte hacia la razón.
La verdad de la ciencia está en su “éxito”, en el verificarse de las expectaciones empíricas contenidas en las fórmulas; es más, está en su utilidad, porque toda expectativa que se realice, todo experimento que confirme la hipótesis, es una conquista técnica; la verdad de las religiones y de las creencias metafísicas está precisamente en su utilidad, en su éxito práctico; pero en un sentido más vasto e íntegro, puesto que la vida histórica de un pueblo o de toda la humanidad constituye el gran experimento en que son verificadas. Digno heredero de James es John Dewey (1859-1952), uno de los más influyentes filósofos de América. Dewey llama a su pragmatismo “instrumentalismo”. El fundamento de toda la vida psíquica, es la vida emocional; y todas las formas de cultura nacen en primer lugar como esfuerzos de reevocar, reproducir, re-crear emociones pasadas. En esta dirección práctica de las representaciones se inserta el saber; el cual da a los acontecimientos, directa y emocionalmente vividos, “significados“, o sea que enlaza los acontecimientos mismos con tendencias prácticas y perspectivas; los enlaza, los torna “instrumentos” para otra cosa distinta.
El valor de un conocimiento consiste precisamente en su valor instrumental; por lo tanto depende de las verificaciones de diverso terreno, índole y naturaleza, que el concepto, como significado instrumental de un grupo de experiencias vividas, recibe de la acción, de la vida y de la experimentación: “lo verdadero significa lo verificado”. También para Dewey estas doctrinas valen como guía de lo que debe ser la actividad filosófica; la cual tiene en las doctrinas políticas y pedagógicas su verdadero campo de indagación y desarrollo, y al mismo tiempo sus posibilidades de experiencia.
El Pragmatismo ha tenido muchos representantes también en Europa; recordemos sobre todo al inglés Ferdinand C. S. Schiller (1864-1937), y, a lo menos, desde un punto de vista particular, también los franceses representantes del Pragmatismo religioso o Modernismo (v.), como Blondel y Le Roy. Sin embargo, en general, se han refundido en el Positivismo, aportando a éste un vivo aliento de mentalidad crítica y perdiendo en ello muchos aspectos románticos. Ha nacido de este modo ese positivismo científico que ha tenido ilustres representantes en E. Mach y en H. Poincaré; en Italia, en Vailati y Calderoni. Esta corriente en general ha eliminado de la filosofía de las ciencias todas las cuestiones debidas a residuos de mentalidad metafísica — como, por ejemplo, si el espacio es “en sí” euclidiano o curvo, si tiene “en sí” tres o más dimensiones—, interpretando los conceptos y las categorías de la ciencia como instrumentos de interpretación, coordinación y previsión de los hechos empíricos según el principio del menor esfuerzo.
Junto a estas filiaciones directas, el Pragmatismo ha ejercido una influencia sutil, y a menudo casi imponderable, en no pocos pensadores alejados del Positivismo e incluso opuestos a él. Así, algunos elementos pragmáticos se hallan en las ideas de H. Bergson y de B. Croce, para los cuales, sin embargo, la interpretación pragmática del pensamiento científico sirve únicamente para contraponer a la ciencia una metafísica dogmática, cargada de sentimiento, y resentimientos poco conscientes, introducida como pensamiento filosófico teoréticamente puro frente al conocimiento prácticamente orientado de las ciencias. Finalmente, recordemos la genial fusión de Pragmatismo y criticismo obrada por H. Vaihinger en la Filosofía del “como-si” (v.).
No es éste lugar para instituir un análisis crítico del Pragmatismo como sistema filosófico. Mas independientemente del juicio que pueda merecer, lo cierto es que pone de relieve uno de los aspectos más importantes, sanos y fecundos de la espiritualidad contemporánea: el valor de la energía moral y de la actividad en todas las ramificaciones de la vida espiritual, la responsabilidad moral implícita en toda la actividad espiritual, el significado humano que todos los mitos, todas las teorías, todas las metafísicas deben tener en fin de cuentas, porque el sábado ha sido creado para el hombre y no el hombre para el sábado. Cierto es que esta reducción del saber al querer es tan dogmática como la antigua reducción, heredada del pensamiento griego, del querer al saber. Pero el valor del Pragmatismo consiste a lo menos en esto: en haber mostrado, para nosotros, hombres de nuestra época, la necesidad de plantear de nuevo el problema sobre un terreno de análisis concreto de la vida cultural.
Giulio Preti