Con este nombre se designa un movimiento que se delineó en la Iglesia luterana al declinar del siglo XVII, para continuar durante toda la primera mitad del siglo siguiente. El apelativo de “Pietistas” fue dado a los partidarios del movimiento como término despectivo, de modo bastante similar al de “Metodistas”, adoptado algo más tarde en Inglaterra para designar a los secuaces de Wesley. La guerra de los Treinta Años, con la experiencia de las inenarrables desdichas que la acompañaron, había ya determinado en Georg Calixto (1586-1656), profesor de Halmstad, una actitud teológica que, recogiendo los mejores aspectos de la posición de Melanchton junto a Lutero, había tratado de extraer de la primitiva Iglesia cristiana una representación del mensaje evangélico que favoreciese un ansiado restablecimiento de la unidad religiosa. Aunque implacable en su polémica contra los jesuitas, Calixtus trata de adaptar su enseñanza teológica a la más tolerante amplitud y a la más condescendiente voluntad de comprensión. Pero su tentativa era aislada.
El Pietismo, reacción contra el aspecto mundano del Protestantismo que había ayudado a su triunfo nacional en Alemania, atenuó la rigidez del doctrinarismo que había ido invadiendo el movimiento luterano a partir de la promulgación de sus fórmulas religiosas. Pero la misma naturaleza de esta reacción pietista, basándose en el postulado luterano de la salvación individualmente ganada gracias a la fe, había de debilitar la organización y cohesión eclesiásticas de la Reforma, apresurando la laicización y la disolución de la religiosidad cristiana alemana. El Pietismo se divide ordinariamente en tres períodos: el primero está representado por la actividad de Philipp Jakob Spener (1635- 1705), hasta la fundación de la universidad de Halle; el segundo está ligado a la acción de esta nueva universidad teológica y perdura hasta 1740: en este año un epígono del movimiento, Johann Albrecht Bengel (1687-1752), organizaba por su cuenta una escuela homogénea confiriendo a los principios pietistas una sistematización teórica que, inevitablemente, significaría cierta anquilosis para el espíritu inicial del movimiento.
Ph. J. Spener empezaba en Frankfort de Main, hacia 1888, a menos de veinte años de la paz de Westfalia, una obra de circunscrito y privado proselitismo, reuniendo a su alrededor conventículos fraternales, destinados a la discusión de temas religiosos y a la edificación recíproca. Estos “collegia pietatis”, que se multiplicaron rápidamente, alarmaron muy pronto a las autoridades constituidas. Spener no se dio por aludido, sino que, por el contrario, quiso formular genéricamente las aspiraciones inquietas y las insatisfacciones latentes que inducían a las almas más próximas al ideal religioso a buscar en las “capillitas” el alimento espiritual que la “iglesia” no conseguía ya asegurarle. Y así escribió sus Deseos píos (v.) y su tratado sobre el sacerdocio espiritual, que constituyeron un programa. Spener deplora en términos afligidos la decadencia lamentable de la espiritualidad de la Iglesia reformada y anuncia su renacimiento a través de una conciencia más austera de las obligaciones impuestas por toda vocación religiosa seria.
Fuera del formulismo y de la farisaica doctrina académica, precisaba buscar la profundización de la justicia cristiana mediante la transformación integral de la propia existencia y merced a la asimilación personal de la fe evangélica. Spener señalaba, como medios concretos para alcanzar el ansiado ideal, las conversaciones y las misiones amistosas y familiares, la meditación de la Palabra revelada, las lecturas piadosas, la plegaria. En vísperas de sufrir el extremado ataque disolvente de la Ilustración racionalista, que disiparía el contenido estrictamente religioso del mensaje luterano en la espiritualidad del sujeto humano, la tradición reformista se estrechaba en un último y supremo esfuerzo de defensa. Insistiendo, así, calurosamente sobre las obras de la santificación personal y de la mutua edificación, el Pietismo no era excesivamente fiel a las concepciones antropológicas y éticas del evangelio luterano.
Pero la oscura sensación de haber comprobado ya la imposibilidad de salvar el valor moral del hombre mediante su renacimiento por la fe y la unión con Jesucristo, inducía a los espíritus a reforzar y exaltar la práctica de la piedad personal como único baluarte resistente a la penetración de lo mundano y de lo profano en el recinto de la Iglesia constituida. El Pietismo creía instintivamente que podría remediar la evidente infracción a los presupuestos reformistas, reivindicando el sacerdocio para todos los fieles y la santidad para toda forma de vida. Pero con ello, doblemente inconsecuente, aceleraba el proceso de la mundanización que encontraría en la Ilustración (v.) la primera formulación teórica de su validez y de su razón.
La oposición al Pietismo fue grande y acalorada, aunque sin ser representada por personalidades que pudiesen de ninguna forma competir, por su seriedad o preparación espiritual, con los secuaces entusiastas de Spener. Y en muchas zonas de la Alemania luterana consiguió la victoria. Los Pietistas encontraron asilo y protección en los estados del Elector de Brandeburgo. Spener alcanzó una elevada dignidad en la Iglesia de San Nicolás en Berlín. Francke, Breithaupt y Antón, fueron llamados a la nueva Universidad de Halle, que se convirtió al poco tiempo en la Wittemberg del nuevo mensaje. Los opositores no se dieron por vencidos, pero Emst Loescher contribuyó eficazmente a elevar el tono de la polémica, pese a no rehuir esa inclinación a la malignidad, que parece siempre turbar los debates religiosos, de repetir las acusaciones usuales contra los adversarios.
El Pietismo en realidad no era más que la expresión exasperada de la disidencia, aguda e implacable, que la Iglesia evangélica llevaba en su seno, entre las consecuencias de su doctrina de la salvación, que disminuía el valor de las obras humanas, y las exigencias de su organización eclesiástica. El Pietismo afirmaba que no quería subvertir nada, pero su tendencia a valorar todas aquellas formas externas de la piedad que la insurrección antirromana de Lutero había lógicamente despreciado y debilitado, le inducía a alterar sustancialmente las normas concretas y la práctica cotidiana de la religiosidad reformista. El Pietismo exige que la conversión del corazón, traduciéndose en la acción piadosa de cada día, en el esfuerzo asiduo con vistas a la perfección moral y en el despliegue de la beneficencia y del proselitismo, constituya la base del progreso espiritual. La sugestión poderosa de la nueva vida moral debe arrancar a los seglares de su letargo, para derrocar la barrera que separa sus filas de las del clero.
Una distinción puramente exterior y formal ha de sobrevivir entre unos y otros: la de hermanos que enseñan, amonestan y confortan y de hermanos que reciben las instrucciones para contribuir eficazmente, también ellos, a la instauración del Reino de Dios. En toda asamblea de fieles cada uno tiene la obligación de cumplir la obra de edificación y elevación religiosa. Así Spener, implícita y explícitamente, hace del arrepentimiento consciente y de la aspiración espiritual hacia la santidad, la condición preliminar indispensable de la participación en la gracia.
El hombre, según sus enseñanzas, no ha sido redimido y renovado por Dios para disfrutar pasivamente una posesión divina, estéril e inoperante, sino para constituirse en su cooperador diligente y cuidadoso en el despliegue del bien. De manera bastante similar a aquel ascetismo que Lutero había maltratado atrozmente, el Pietismo hace consistir el programa de la santificación personal en la renuncia rígida a los fatuos anhelos del mundo y en la actividad concreta del espíritu misionero. Y como todos los grandes movimientos ascéticos, el Pietismo se colorea con férvidas espectativas escatológicas.
La escuela de Bengel a su vez se divide en dos agrupaciones distintas, ligadas empero entre ellas por una sólida adhesión a la palabra bíblica y por un deseo común de la práctica moral más austera. El primer grupo se consagra casi exclusivamente a investigaciones de crítica histórico-religiosa. Formaron parte de él personalidades eminentes que ejercieron sobre el movimiento teológico de su tiempo una acción reconocible a través de notabilísimas obras de exégesis y de crítica histórica. Bastará recordar a Reuss, Roos, Weismann. El segundo grupo se inclinó cada vez más hacia tendencias teosóficas. Los principales representantes de este segundo grupo fueron Christoph Friedrich Oetinger, Friker y los dos Hahn. En el fondo, este segundo grupo trataba de ligar la escuela de Bengel con la de Jakob Böhme y representaba en cierto modo el preludio de la filosofía moderna y de Schelling.
Oetinger polemizaba fervorosamente contra el Idealismo de Wolff que bajo el pretexto de respetar la inconmensurable majestad de Dios lo transformaba en una abstracción metafísica sin vida, carente de la menor relación con el mundo de la espiritualidad humana. Según Oetinger la teoría del mejor de los mundos posibles de Wolff y de Leibniz sacrificaba a una teodicea incompleta la distinción entre el bien y el mal porque se limitaba a considerar el mal como un hecho necesario e inevitable, como límite esencial del mundo y del hombre, que distingue precisamente al mundo y al hombre de Dios. Oetinger se apoderaba de las ideas diseminadas en los escritos de Bengel, comunicándoles el soplo de su espíritu profundo y original. Analogías evidentes existen entre las especulaciones teosóficas de Oetinger y el sistema gnóstico de Immanuel Swedenborg.
Alejándose de la época de Spener, el Pietismo había ido cayendo cada vez más en un espíritu de rígido legalismo, inclinado hacia un ascetismo indiferente y extraño al mundo. Contra una tendencia similar reaccionaron el conde Nicolás Ludo vico Zinzendorf (1700-1760) y la comunidad fundada por él. El rasgo característico de Zinzendorf y de sus secuaces, entre los cuales los exilados “hermanos moravos” ocuparon un lugar preponderante, fue el de unir a un gran respeto por la actividad intelectual, dirigida a los grandes misterios de la vida religiosa, un ardiente amor a la paz, un insigne espíritu de organización y un fuerte y vigilante instinto social.
Por otra parte, la acción del Pietismo fue mucho más amplia que la de una escuela o una iglesia. No se puede dejar el Pietismo sin recordar que Koenigsberg, donde nació Kant el 22 de abril de 1724, era un baluarte del Pietismo y que el joven Kant fue educado en él.
Ernesto Buonaiuti