El “Parnasse” es un movimiento literario surgido en Francia durante los últimos años del Imperio y representado por algunos jóvenes poetas que, en realidad, no tenían particulares intenciones polémicas ni innovadoras. En 1866 aparecía una selección de sus poesías, en dieciocho entregas, bajo el título de Parnasse Contemporain. El nombre proviene de dicha publicación de principiantes, entre los veinticuatro y los veinticinco años, que reconocían como maestros a Théophile Gautier (1811-1872), Leconte de Lisie (1818-1894), Théodore de Banville (1823- 1891) y Charles Baudelaire (1821-1867), los cuales también habían colaborado en la antología.
Más que una ideología les agrupaba una afinidad de gustos y de actitudes; e incluso el hecho de haberse reunido bajo la égida de cuatro consagrados quitaba un verdadero carácter programático al movimiento, en el cual militaban hombres de temperamento y vida tan diversos como R. F. A. Sully-Prudhomme (1839-1907), José María de Heredia (1842- 1905), François Coppée (1842-1908), Catulle Mendès (1841-1909), y, más tarde, Anatole France (1844-1924). Había en ellos una espontánea repugnancia hacia la inspiración poética que proviene de la intimidad cotidiana, ligada a hechos personales, tan desaforadamente lanzada por el Romanticismo (v.), exarcerbada por una especie de exhibicionismo espiritual con el que tantos poetas habían intentado elevar hasta lo universal y absoluto sus rebeldías, sus dolores y sus errores. Los jóvenes parnasianos pensaban en un arte más dignificado, más defendido en su pudor, ajeno a cualquier forma de utilitarismo espiritual, en una poesía que permitiese al poeta exceder en sí mismo al hombre aproximándolo a las tradiciones de la poesía francesa del xvi y del XVII.
Hombres cultos ya que no siempre doctos, sienten profundamente la tradición cultural francesa y reconocen instintivamente en ella una línea segura, mucho más segura que la confusa suma de pasiones y afectos que habían agitado la vida y el arte de la primera mitad del siglo XIX en Francia. En dicha tradición buscan las savias vitales para su poesía; renunciando explícitamente a buscar cualquier relación Entre el arte y la vida, conciben la poesía como un estado de tranquila armonía, fruto de imágenes y de motivos culturales, que se levanta sobre el plano confuso y aproximativo de la existencia diaria, más bien que como un medio violento para enaltecer hasta lo heroico o lo trágico las aspiraciones, las pasiones o las derrotas de dicha existencia.
En 1871 salía un segundo Parnasse y en 1876 un tercero, que iba a ser el último; en esa época el grupo se iba ya dividiendo y sus principales representantes tomaban caminos propios. Así el Parnaso propiamente dicho se limita a un decenio, sin aportar nuevos valores y sin dar obras importantes. Para comprender su significado precisa elevarse a la “tetrarquía” (Théophile Gautier, Leconte de Lisie, Théodore de Banville, Baudelaire), que los mismos parnasianos se ponían por maestra, y al movimiento iniciado por ella.
Porque en la base del Parnasianismo está aquel programa del “arte por el arte”, acogido después fuera de Francia como sinónimo de Parnaso, que Théophile Gautier defendía en el prefacio a La Joven Francia (1833) y a la Mademoiselle de Maupin (1835), donde radica la verdadera novedad. Desde este punto de vista el movimiento nace y se desarrolla entre 1830 y 1850 como reacción al Romanticismo, surgida en el seno del mismo Romanticismo. El sueño de los románticos había sido una vida espiritual heroica que encontraba en el arte su expresión extrema, confundiéndose a veces con él; la poesía venía a llenar las lagunas de una intensidad vital que no siempre podía ser alcanzada, y el drama cotidiano entraba en la obra de arte todavía lleno de experiencia vivida e inconclusa. Después de 1830, cuando la victoria política liberal casi coincidió con la del Romanticismo, la literatura, incluso en su forma más aristocrática de la poesía, se volvió decididamente de cara al pueblo y a la predicación democrática, social, mientras el autobiografismo elegiaco de un Musset se inclina hacia la facilidad formal y el exhibicionismo sentimental.
Contra ambas desviaciones, reanudando el estudio formal y artístico que había caracterizado al primer Romanticismo francés, reaccionó el movimiento del “arte por el arte” con Gautier y algunos otros; solitarios y hostilizados durante veinte años, forman a modo de corriente oculta que desembocará y crecerá dominante después de 1850. La decepción política aparta nuevamente de lo práctico a los artistas, el nuevo pensamiento positivista deshace el optimismo rousseauniano-romántico: sólo la Belleza, el Arte, son el consuelo y la razón de la vida, junto con la valerosa aceptación de la palabra pesimista que llega de la antigua India y de las demás civilizaciones remotas. La belleza plástica, el ensueño de la gracia helénica, estaban en los Esmaltes y camafeos de Gautier; la solemne lección de la sabiduría hindú aparecía en las primeras selecciones de Leconte de Lisie, expresada con acento solemne y vigoroso. En él sexto decenio del siglo la nueva poesía había lanzado ya sus afirmaciones más significativas, condenando al Romanticismo degenerado.
La belleza, considerada no como perfección estilística sino más bien como valor esencial y eterno, estaba por encima del bien y del mal, por encima de lo útil, de las pasiones, de la misma tradición civil en cuanto fuese ética y social. Poetas como Lamartine y Musset eran los antipoetas por excelencia, porque habían impuesto al arte la realidad contingente de la vida, sin reconocerle la magia gracias a la cual se alza sobre la existencia del vulgo. Y Charles Baudelaire afirmará: “La poesía… no tiene más objetivo que sí misma… La poesía no se puede asimilar, bajo pena de muerte, a la ciencia ni a la moral. Su objeto no es la Verdad, sino Ella tan sólo… Ese admirable e inmortal instinto de lo Bello es lo que nos hace considerar la tierra y sus espectáculos como un avance, como una correspondencia del cielo… La pasión es algo natural, demasiado natural incluso, que introduce un tono hiriente, que desafina en el dominio de la pura belleza, demasiado familiar y violenta para no escandalizar a los deseos puros… que habitan en las regiones sobrenaturales de la poesía.”
Pero, en la propia supremacía de la poesía sobre la vida, íbase reconstruyendo un puente entre los dos mundos, en el momento mismo en que parecían separados para siempre: si el arte supera a la vida desligándola de sus rígidas coherencias y volviéndola mágica, nada impide que la propia vida busque en el arte una inspiración y lleve a la misma realidad una magia. El profundo significado psicológico del arte por el arte radica en esta reversión que no fue percibida por los parnasianos pero que rebrotaría más tarde en las corrientes del Decadentismo (v.). La Mademoiselle de Maupin, de Gautier, ya parece llevar el implícito programa de una existencia conducida fuera de toda tradición ética o, mejor dicho, según una ética que encuentra sus fundamentos en la estética. La obra de Baudelaire será la expresión más violenta de esa mentalidad que tiende a crear, en el propio seno de la belleza, una moral renovadora y rebelde y a imponerla en las costumbres de la existencia. Así la relación entre ambos términos queda invertida pero no negada.
El arte no encuentra ya en la vida sus motivos fundamentales de inspiración; la vida es la que debe buscar una heroicidad mágica en aquel mundo superior que el arte le presenta, y adaptarse. El sentido dramático que enfervoriza la poesía de Baudelaire se halla en esa convicción profunda, en la intención polémica de crear un mundo de terrible magia que es la vida misma; pero una vida desenfrenadamente libre, responsable de sus propios fundamentos morales que establece constantemente para renegar de ellos a cada momento: justificada en su misma intensidad lírica y en la plenitud esférica con que se afirma este lirismo. En el movimiento del “arte por el arte”, el romanticismo llegaba así a encontrar su desarrollo con perfecta coherencia. Lo que constituía su heroicidad proyéctase ahora en una esfera artística que sólo puede llevarla a cabo en cuanto se mantenga dentro de un absoluto estético; es más, se identifica con el propio momento artístico en el cual la provisionalidad y los desequilibrios de la vida se resuelven, desligándose de las pasiones personales y volviéndose objetivos. Únicamente mientras el acto tienda hacia ese absoluto, queda moralmente justificado y, en esta ética común, la vida y el arte vuelven a reunirse bajo el cielo de una eternidad donde lo bello es el bien absoluto.
Pero el Parnaso no adivinó esta dramática exigencia latente bajo el movimiento del “arte por el arte”; y, en un caso concreto, permaneció extrañamente insensible al significado de la obra del mayor de sus cuatro maestros, Baudelaire. Al extremo que, hacia 1880, la influencia de Baudelaire, cada vez más comprendido, será justamente la que suscite la reacción contra el movimiento de los parnasianos. Grupo de jóvenes de vida modesta, funcionarios del Estado en su mayor parte, no experimentan grandes intereses en su existencia cotidiana, ni se plantean grandes problemas; por encima de todo, están pendientes de un tecnicismo formal que agota sus principales dotes de finos catadores y de imitadores de talento. “Nous qui ciselons les mots comme des coupes — Et qui faisons des vers émus très froidement!”, dirá Verlaine. [“Nosotros que cincelamos como copas las palabras — Y hacemos, muy fríamente versos emocionados”]. Su movimiento, entre los límites del decenio que transcurre entre el primer y el tercer Parnaso, continúa siendo, en el fondo, la expresión típica de un cenaculismo literario del cual sólo se salvan los mejores enriqueciéndose con nuevos valores, superando de dicho modo, más o menos conscientemente, el puro Parnaso, o situándose en el otro lado.
A Sully Prudhomme le gana un romántico contraste entre el sentimiento y la razón que, aun superando al Romanticismo en el perfecto dominio de la forma, conserva sus nostalgias desesperadas. Catulle Mendès se entregará a una forma de hedonismo musical y sensual que, mientras de un lado recuerda a Gautier, por el otro se aproxima al Decadentismo de finales del siglo XIX. Heredia, el más típico de los parnasianos, da al movimiento, con los Trofeos (1893), el producto más representativo que, por su luminosa y contenida vibración heroicolírica, será admirado por la nueva generación simbolista. Coppée, llegando pronto a la poesía burguesa, al menudo lirismo cotidiano, parecerá traicionar francamente la escuela. Apenas los jóvenes del 1866 han rebasado los cuarenta, advierten que su actitud inicial, con la voluntaria indiferencia por todos los problemas de la vida, era incompleta y equívoca.
Pero entonces ya sobrevienen nuevos movimientos. A la influencia de Baudelaire, que por vez primera formula una expresión lírica de la existencia como única forma moral, se sobrepone la de Nietzsche que señala a ese lirismo el cometido y el fin de una continua superación destinada a llevar al hombre hasta el superhombre; el Decadentismo, por otra parte, incapaz de tanto esfuerzo, pero permaneciendo en este clima, sostiene la necesidad de imponer a la existencia una forma artística y artificiosa que permita gozarla, librándola de la condena de su mediocre realidad. La relación arte-vida vuelve a imponerse y resolverse en el sentido que estaba implícitamente en la teoría del “arte por el arte”; es, en el fondo, lo soñado confusamente por el Romanticismo cuando se aplicaba por entero a sublimar en heroico lo real.
Dentro de este ciclo que atraviesa todo el siglo, el Parnaso representa, en cuanto tiene de positivo, la exigencia de devolver al arte una plenitud por sí mismo, que, en su fervor y en su rebelión contra las antiguas reglas estéticas, los románticos contaminaron con elementos todavía cálidos y pesados de vida real. Así, a la liberación del concepto de la poesía, que ha sido la gran obra del siglo XIX, el Parnaso ha contribuido valiosamente. Su defecto continúa siendo la ostentada indiferencia con que intenta eludir el problema más que superarlo, lo que le convierte en un movimiento al margen de la compleja agitación del siglo. Cuando los últimos parnasianos, de Pierre Louys a Pierre de Nolhac, traten de acentuar su objetivismo estetizante, aplicándolo a la representación de los contrastes pasionales más violentos, revelarán el equívoco de una manera superada.
Ugo Déttore