Nacido audazmente con el nombre del siglo que se iniciaba —ya en 1906 Eugenio d’Ors usaba la palabra y diez años más tarde aparecía en América del Sur un “Colegio Novecentista“—, este movimiento indicó ante todo una singular conciencia, por parte de los artistas y escritores, ante su tiempo.
En Italia el nombre fue hallado por los pintores para su arte y empleado por primera vez por el pintor y escritor Anselmo Bucci (n. 1887) en una reunión milanesa de artistas en 1922, y con ello nació el movimiento; sus premisas eran, más que un programa, un acto de fe; se proponía continuar en las artes figurativas las tradiciones de un espíritu y una sensibilidad italianos, volviendo a unirse al robusto tronco de la historia y superando las varias actitudes exasperadas y unilaterales en que se había repartido, durante los primeros años de nuestro siglo, la agitada espiritualidad del siglo pasado. Era una actitud todavía no definida en sus formas ni direcciones particulares, pero en dicho carácter elemental consistía precisamente su fuerza: renunciaba a una ideología para afirmar directamente una orientación del espíritu y para expresar una exigencia fundamental; no se oponía a ésta o aquella dirección, sino que las aceptaba prácticamente todas mientras confluyesen como material vivo en el cauce de una espiritualidad completa y equilibrada, idealista y realista a un tiempo, como es la latina.
Por otra parte el Novecentismo no hipotecaba los desarrollos del siglo ni se retraía de las manifestaciones de la modernidad más reciente: la modernidad es un hecho innegable porque, sea cual sea, constituye la consistencia de lo actual; pero esto actual, incluso en sus múltiples formas, ha de tener un sentido unitario, una única justificación ideal; y la única posibilidad de acoger, sin que se desperdiguen y trastornen los varios y complejos móviles del momento, desde el Impresionismo (v.) al Expresionismo (v.), Dadaísmo (v.), Surrealismo (v.) y demás, es la de sentirlos como elementos destinados a fundirse en el crisol de un movimiento único y propio de una historia y de una raza. Sobre esta certidumbre inicial se desenvolvería el siglo que se iniciaba y, fuesen cuales fuesen sus particularidades llevadas al futuro, vendrían a insertarse en el sentido de una segura continuidad histórica. En 1926 el lema fue adoptado por la literatura y al propio tiempo el movimiento novecentista se definía con mayor exactitud, por obra de Massimo Bontempelli (n. 1880), con la aparición de una revista por él dirigida y titulada “900”, que se publicó hasta 1929.
En la idea de Bontempelli nuestro siglo está destinado a inaugurar la Tercera Época de la civilización poética, después de la época clásica (desde los prehoméricos hasta Jesucristo) y la romántica (desde Jesucristo hasta la primera guerra europea). El objetivo artístico de nuestra época consiste en crear los nuevos mitos que han de nutrir a la juventud de la Tercera Época, como en los primeros tiempos de las otras dos épocas crearon cada una sus mitos. De ahí que a nuestro tiempo corresponda una situación primordial. La primera consecuencia de ello es una neta oposición a la prolongación de las situaciones del siglo pasado y en especial a sus expresiones que parecían más reñidas con la concepción de una realidad mítica. Al cientificismo psicológico o naturalista de aquel período, que pretendía adaptarse a una realidad, al margen de nosotros, definida e insuperable, el Novecientos debía contraponer la magia natural de una realidad de la cual se apoderase el espíritu penetrándola y, al mismo tiempo, vertiendo en ella su propia vida.
Esta segunda expresión del Novecentismo no se separaba de la primera; recogía de aquélla el clima fundamental de latinidad y, por lo tanto, de equilibrio, de armonía entre naturaleza y espíritu, de salud. Pero añadía un sentido más definido y consciente de su esencia, estableciendo relaciones y diferencias con los movimientos precedentes o paralelos y acogiéndolos o rechazándolos en diverso grado. Así, si incluso parecía aceptar del Expresionismo (v.) de origen nietzscheano el móvil de un espíritu creador, superaba su arbitrariedad pretendiendo del artista mitos universales y susceptibles de hacerse comunicativos y mesiánicos; del mismo modo, no negaba al Futurismo (v.) su esfuerzo por superar todo tradicionalismo muerto y mecánico, pero rechazaba cuanto quedaba en él de impresionista y fragmentario, convirtiéndole en mera expresión episódica, agotada en el momento mismo de nacer.
La conciencia estética de esta situación fue expresada por Bontempelli con la fórmula “realismo mágico”, en la cual el sustantivo manifiesta la oposición novecentista a todas las deformaciones en que coincidían los diversos movimientos de vanguardia (pira brillante en la que acababan de arder los últimos restos del Romanticismo) y el adjetivo se colocaba en contraste con los vicios heredados de la decadencia ochocentista, reclamando el arte a su cometido eterno de evocación y transfiguración.
Se dijo que esta concepción venía más bien a teorizar y definir los caracteres personales de la obra de Bontempelli que a constituir la urdimbre de un movimiento universal. Y en prueba de ello, se hizo notar que los artistas italianos más o menos estrechamente reunidos en torno a la revista (de Alvaro a Cecchi, de Vergani a Gallian, a Moravia, a Barilli, etc.) eran, y continuaban siéndolo, de temperamento muy diverso y que sólo de modo aproximado correspondían a las promesas de la teoría. Porque más que una teoría, Bontempelli había querido crear un clima, en torno al cual se reuniesen por afinidad secreta los espíritus más representativos de la época, dejando a los hechos y al tiempo el encargo de madurar el movimiento y fundir los elementos que lo constituían y en realidad, cuando la revista cesó su publicación, el movimiento continuó y, único entre los movimientos contemporáneos, arraigaba una conciencia común y proseguía por sí mismo su vida, hasta hacerse popular.
Desde entonces el Novecentismo no tuvo un jefe reconocido; el propio Bontempelli se abstuvo, incluso con ostentación, durante aquellos años, de servirse de la palabra; pero, cosa más importante, la tendencia tuvo un público que continuó reconociéndola, o creía reconocerla, en cuanto nuevo e inesperado surgía a su alrededor, fuesen edificios o muebles, libros o cuadros. Varios movimientos más limitados fueron reunidos y sumariamente sintetizados por aquella voz popular bajo dicha definición única; hasta apercibirse de que, en realidad, tantas orientaciones diversas, surgidas en los veinte años que siguieron a la primera guerra europea, y que considerados por separado parecían más que nada frutos menores de otros tantos movimientos del siglo precedente y en particular del Idealismo (v.), venían a adquirir un significado nuevo y más vital, por lo menos en Italia, si se miraban en conjunto, dentro del cauce más amplio de aquel movimiento cuyos móviles fundamentales habían delineado los artistas de la reunión milanesa y Bontempelli.
Pues acaso, la aportación positiva y vital del Novecentismo consiste, precisamente, en una nueva concepción de la realidad. Cuando Massimo Bontempelli sostenía la necesidad de dar vida a nuevos mitos, aludía a algo más que a una sencilla sustitución de las antiguas formas de arte por otras nuevas: más que en una novedad de formas, pensaba en una nueva orientación del espíritu que al principio no fue comprendida. Todo el Ochocientos había sentido, pensado y creado dentro del ámbito de una transfiguración mítica que se proyectaba en el pasado; cada gesto, cada idea, cada emoción se presentaban ricos y grávidos de una tradición suya propia, asumiendo un valor esencialmente evocativo.
Es natural que la mente, acostumbrada a proyectarse sobre el ayer se engañase creyendo satisfacer, en las nuevas formas, su tendencia a evocar el pasado, para echarse luego atrás, decepcionada, al reconocer la verdadera originalidad de las primeras aportaciones del movimiento. Ésas parecieron terriblemente desnudas e indocumentadas frente a la rica documentación histórica que acompañaba las expresiones de otro tiempo, y la sensación de una desolación yerta fue advertida por muchos de los mismos que representaban los tiempos nuevos, quienes sólo podían defenderse poetizándola románticamente. En efecto, el Novecientos no había de tardar en presentarse fundamentalmente como la busca de lo esencial en todas sus expresiones.
Ugo Déttore
En el ámbito de la cultura española, aunque el término “Novecentismo” no tiene un origen y significado tan precisos como los que ha indicado, respecto a Italia, el artículo anterior, tiende a usarse, dentro de cierta elasticidad, para designar uno de los dos elementos fundamentales del ambiente intelectual y estético en España al empezar el siglo XX: aproximadamente, los elementos que Guillermo Díaz Pía ja distingue en su libro Modernismo frente a 98. Es decir, el “novecentismo“ sería el elemento estético, y aun si se quiere esteticista, frente al acento ético de la generación del 98; sería el elemento cosmopolita frente al hispanismo del 98; tal vez, sería lo “moderno” o “modernista”, frente a lo tradicional y lo perenne, lo constante.
El “novecentismo” español aparecería más claro en las artes plásticas que en las literarias, y, dentro de aquéllas, más claro aún en el ámbito catalán, donde el “modern style” cobra inesperada profundidad creativa en la obra de Gaudi, y donde la gracia decorativa de Lautrec y de los últimos impresionistas va a tener su paralelo en el ambiente que se condensará nada menos que en el joven Picasso. (Mientras tanto, Zuloaga pone su pintura como ilustración al servicio de la literatura de la generación del 98, no sin cierto sacrificio para sus valores estrictamente plásticos.)
En la literatura, sería Ramón del Valle-Inclán quien representaría lo “novecentista” en contraste con su propia generación del 98; después, este elemento “novecentista” llegaría a ima nueva etapa en el “segundo Juan Ramón Jiménez”, es decir, en el posterior a Diario de un poeta recién casado (1916), para hallar culminación y final en el momento de irrupción en escena del grupo coetáneo de García Lorca. Pero pocos años después del centenario de Góngora (1927) empieza a ser difícil hablar de “novecentismo” en literatura sin que la palabra resulte retrospectiva.
José M.a Valverde