Este movimiento espiritual lo encontramos repetido en todos los momentos críticos de la historia del pensamiento, en todos los momentos en que la filosofía sale del agotamiento de una época que está ya en su ocaso e intenta renovar sus esquemas, categorías, doctrinas, por lo común con pérdida consciente, o aparente cuando menos, de las sutilezas analíticas de las épocas precedentes, para obtener mayor fecundidad. En estos períodos el Materialismo, junto con el Naturalismo (v.) que siempre lo acompaña y se funde con él íntimamente, surge como una aspiración a la Naturaleza, a los datos primeros de la sensibilidad, a un mundo de sencillas realidades objetivas y “dadas”, en contraposición con los conceptos vacíos, con las “sombras” de realidad, con las sutilezas dialécticas elaboradas por las épocas precedentes. Así, en el siglo v a. de C., Empédocles, frente a los metafísicos dialécticos de la escuela eleática y de los ato- mistas, construye una interpretación general de la naturaleza, una medicina y una gnoseología, decididamente fundadas en el mundo de los sentidos.
Como el Cosmos está compuesto de los cuatro elementos materiales (fuego, aire, agua, tierra) y de las dos fuerzas cósmicas – la Amistad y la Contienda— también lo está el alma nuestra; y el conocimiento se funda en el principio de la atracción de los semejantes: “Con la tierra conocemos la tierra, con el agua el agua, con el aire el divino aire, y con el fuego el fuego destructor; y con la Amistad la Amistad, y con la luctuosa Discordia la Discordia”. En consecuencia, también su física está construida sobre base sensorial: “Con todas tus fuerzas — dice a su Musa — mira las cosas por el lado en que son patentes, y no prestes mayor fe a la vista que al oído, ni al oído sonoro más que a los testimonios del gusto, y no niegues fe a ninguno de los demás órganos, por cuanto cada uno es vía de conocimiento, sino piensa cada cosa según el manifestarse propio de ella.”
Estos puntos de vista alcanzaron su plena madurez medio siglo después en el pensamiento de Demócrito de Abdera, quien nos ofrece la grandiosa visión de infinitos átomos arremolinados en el espacio vacío, en un grandioso torbellino, y de todo el devenir determinado matemáticamente por la dinámica de ese movimiento. La “Ananké”, la necesidad, lo domina todo, y nada sucede al acaso. También el alma está compuesta de átomos, aunque extremadamente pequeños, redondos, pulidos, móviles, y el conocimiento, reducido al conocer sensitivo, es un acaecimiento físico. Aquí se revela la propia esencia del Materialismo: reducción del mundo entero, ya sea el del devenir natural, ya el propiamente humano, a una realidad única, objetiva y dada, a la realidad “material” o “natural”, o sea sensible. Todo es referido a la naturaleza, y de ésta se elimina todo elemento sobrenatural, toda trascendencia. Por estos motivos el Epicureismo (v.), que quiere volver al hombre al sentido de su esencia objetiva, reanuda el materialismo de Demócrito, aunque sea ofuscando su gran visión cosmológica y científica de un mundo en que todo está regulado por leyes “a priori”.
Y al Materialismo — no al de Demócrito, aunque tome de éste la concepción determinista de lo real— se remite también el primitivo Estoicismo (v.), para afirmar, en contra de los ennoblecimientos y edificaciones del hombre operados por el pensamiento teológico de Platón y de Aristóteles, una esencia naturalista del hombre y la consiguiente visión pesimista de su destino. En el Renacimiento, el Materialismo resurge, en parte tomando algunas notas del Materialismo clásico, en parte con motivos propios, en antítesis, también ahora, con los refinamientos dialécticos y el verbalismo de la Escolástica. Telesio, seguido después, aunque sólo parcialmente, por Bruno y Campanella, sostienen un Naturalismo que explica todos los acontecimientos de la realidad, hasta los de la conciencia y del saber, como formas y fenómenos del “sentido”, y a éste lo reduce a un aspecto dinámico de la materia. Poco después Pierre Gassendi, repitiendo la hipótesis atómica del Epicureismo y de Demócrito, da a la ciencia moderna una de las más fecundas hipótesis de la estructura de la materia.
En general toda la ciencia que se desenvuelve desde el Renacimiento hasta la época moderna, es materialista, naturalista, mecanicista, en contraposición con las áridas y anquilosadas concepciones del aristotelismo escolástico medieval; y la herencia de la tradición renacentista es recogida y sistematizada por Thomas Hobbes, en el cual los dos principios fundamentales del Materialismo — la realidad es toda corpórea y material, todo acontecimiento es físico— son de nuevo afirmados y sistematizados sobre la base rigurosa de una gnoseología nominalista o sensista. Poco fecundo y casi exclusivamente negativo, esto es, polémico, es el Materialismo que algunos pensadores franceses, por lo demás poco seguidos, como La Mettrie y el barón de Holbach, desarrollan en el siglo XVIII como extrema antítesis del espiritualismo católico dominante. Una aspiración bastante más ampliamente humana, hacia una renovación radical del pensamiento, de la cultura y de la vida, es, en cambio, la representada por el Materialismo que se desarrolla en la escuela de Hegel y toma el nombre de “ala izquierda” de la escuela.
Feuerbach y Marx son sus dos principales representantes. Se esfuerzan por renovar el pensamiento hegeliano, y con él toda la tradición filosófica, quitándole los aspectos teológicos, substancialistas y su logicismo metafísico; en suma, quitándolo de aquel terreno de alejamiento efectivo de la experiencia vivida en la que, a pesar de sus intenciones, se movía, para traerlo al terreno del “hombre de carne y hueso”. Así trastorna el plano de la Teología dejándola en Antropología, esto es, viendo en los datos teológicos y en las ideas religiosas la proyección sobre un plano de idealidad objetiva de los deseos, las aspiraciones y las valoraciones concretas del hombre. La crítica que Feuerbach, seguido por Strauss, Bauer y otros, había movido contra la religión, Carlos Marx y F. Engels la extienden al Estado, viendo como objetivo de la vida de éste un substrato económico — organizar los medios de producción para satisfacer las necesidades humanas— que es el hilo conductor de todo el devenir histórico. De estas mismas exigencias traspuestas al plano científico, y como oposición a la “filosofía de la naturaleza” de Schelling y Hegel, nace el Materialismo científico en el cual culmina la historia de este movimiento en el siglo XIX.
Sus principales defensores, Czolbe, Haeckel, Moleschott y Büchner, frente a todas las tentativas de explicación espiritualista de la naturaleza, afirmaron la plena autonomía de la unidad materia-fuerza, y la posibilidad de explicar todos los fenómenos ofrecidos por la experiencia, incluso los fenómenos psíquicos, por medio de la sola hipótesis de la materia y del sistema de fuerzas mecánicas que la mueven. Con esto, en realidad, el Materialismo no hace más que oponer una metafísica a otra metafísica, pero una metafísica que aspira a liberar el pensamiento científico de todas las intrusiones mitológicas y llega, efectivamente, a afirmar la plena autonomía de la ciencia natural, y su universalidad de método y de principio.
También en el Materialismo del siglo XIX se afirma vigoroso el sensismo; un sensista “sui generis” es Feuerbach, según el cual la sensación, el “ver”, es el hombre, todo el hombre, que implica la concreción de todos los planos y todos los valores de la vida humana; puramente sensista es Czolbe, para el cual hasta las sensaciones son también a su vez materiales, o sea, extensas en el espacio.
De conformidad con esta lucha contra toda pretendida elevación, con la afirmación vigorosa de lo mundanal en su actualidad, y contra todo intento de negarlo y resolverlo en una realidad suprasensible, sea cual fuere su calificación, el Materialismo sigue ima moral hedonística o utilitaria, y afirma resueltamente que la verdadera aspiración ética del hombre es la felicidad y el bienestar. Tal es, por ejemplo, la posición de Epicuro en la antigüedad, renovada en los tiempos modernos por Hobbes, Helvecio y Holbach, y profundizada después de Hegel por Feuerbach y Marx. Éstos han querido explicar genéticamente no sólo los principios religiosos y políticos, sino también los ideales éticos orientados hacia una trascendencia, como meras proyecciones del impulso inmediato hacia la felicidad, realizadas por el hombre fuera de sí mismo (Feuerbach), o como fruto de la organización de los medios de producción, actuada por el hombre bajo el estímulo de ese impulso (Marx).
De aquí derivan, y éste es tal vez el verdadero rostro del Materialismo, posiciones políticas y religiosas decididamente anti- carismáticas, esto es, contrarias a toda jerarquía religiosa o política en la que clases o individuos dominantes revistan su autoridad de una “gracia particular” o divina, o en algún modo de origen sobrenatural y trascendente. Ya Empédocles era feroz adversario de toda oligarquía y, como cabeza de la democracia agrigentina, fulminaba con su torrencial elocuencia a los tiranuelos de su país. Hobbes, a pesar de sostener el absolutismo regio, afirma, con la teoría del pacto social, la laicidad del Estado, y la superioridad de éste sobre la Iglesia. Los materialistas del siglo XVIII son igualmente defensores del Estado laico popular, contrarios a los jesuitas y, en general, a todo poder de “origen divino”. Hasta que en el siglo XIX Feuerbach y el Materialismo histórico (Marx, Engels) combaten, junto con el dominio de la burguesía, el espiritualismo en el que semejante dominio busca su apoyo ideológico.
Juzgado desde un punto de vista estrictamente teorético, esto es, a la luz de sus afirmaciones filosóficas y al margen de los valores prácticos, de indudable importancia histórica y ética, de que se ha hecho defensor, el Materialismo se nos presenta como harto débil, dogmático y contradictorio, dejando abierto el flanco a una crítica fácil. En él, el valor de la Razón es afirmado siempre con vigor y contrapuesto a menudo a las apariencias de la “opinión”, a las ilusiones del “mito” (así, por ejemplo, en Demócrito y Hobbes). Pero no se comprende cómo, en el mecanismo de la sensación, se pueden diferenciar dos tipos de conocimiento como la opinión y la verdad, ni en qué se funda el valor del conocimiento, y de qué modo, en suma, hay que distinguir lo verdadero de lo falso. De ahí que en el terreno materialista, toda filosofía y, por lo tanto, el mismo Materialismo en cuanto es también una filosofía, queda privada de fundamento teórico. Pero el centro de gravedad del Materialismo no se halla en las ingenuidades metafísicas que lo envuelven, sino en la acentuación polémica de una serie de valores humanos y mundanales y, en general, en su reto al espiritualismo, y en el problema que – con su antítesis a éste — representa para la filosofía.
Giulio Preti