El Irracionalismo representa la rebelión de la vida y la experiencia contra la reducción y la idealización simplista de la razón.
En verdad, el Irracionalismo —en su forma empírica, es decir, el conflicto de las exigencias personales o culturales contra los esquemas mentales, los métodos, las normas, y los ideales que en virtud de su tradicional función ordenadora suelen identificarse con la razón misma — va acompañado siempre de un despertar de la conciencia, de una renovada curiosidad respecto a las condiciones reales y efectivas de las cosas al margen de las ideologías y de los supuestos tradicionales. Así, también, el Irracionalismo filosófico, incluso cuando se presenta bajo forma negativa pura, esto es, como negación de la validez y de los fines de la razón
como escepticismo, en suma — generalmente conduce a una crítica de la razón dogmática y a una renovación interior de la misma. En lucha contra el Racionalismo de los filósofos presocráticos, los sofistas, recogiendo las armas esgrimidas por los mismos racionalistas contra la opinión común, afirman la problematicidad y la relatividad del conocimiento concreto, el valor de la retórica como instrumento de persuasión y no de demostración. Pero su escepticismo es, a la vez, una crítica de los principios abstractos de la razón, y de los valores tradicionales y sus fórmulas; y constituye una investigación empírica de la naturaleza humana y de sus leyes. Si puede desembocar en el inmoralismo individualista de Calicles, puede también tender a un humanismo ilustrado y progresivo. Así, al renovarse con Sócrates el valor y la eficacia de la razón, como criterio universal y radical — fundado en el examen íntimo —, que preside la formación de la personalidad individual y colectiva, ello va acompañado de una actitud crítica —si no decididamente escéptica — respecto a la razón de los físicos y los metafísicos.
Tal actitud se afirma, neta y violenta, en el cinismo de Antístenes, se desenvuelve en el carácter hipotético de la investigación platónica y en sus procedimientos dialécticos, y se estabiliza más tarde, frente a los sistemas dogmáticos del aristotelismo y el estoicismo, en el probabilismo escéptico de la Nueva Academia. No se olvide que la codificación radical del escepticismo, desde Pirrón a Enesidemo y, más tarde, a Sexto Empírico —en quien desemboca y florece toda una tradición que acompaña al pensamiento griego y flanquea su tendencia racionalista desde los tiempos de la escuela de Elea—, a la vez que rechaza la simplificación y abstracción de las normas de conducta bajo un ideal puro, olvidando la problematicidad concreta de la vida, coincide, por otra parte, con una renovación y extensión del saber empírico, al margen de las trabas de los sistemas.
Por lo demás, el Racionalismo, al renacer en los albores de la época moderna, se diferencia del racionalismo antiguo y de su sistemática tradicional, y se presenta como la iniciación de un nuevo desarrollo de la actividad racional acompañada de un elemento escéptico. La nueva ciencia galileana rechaza la problemática metafísica y la búsqueda de las causas primeras, mientras el cartesianismo somete a la duda metódica todas las soluciones tradicionales. Además, al lado del aspecto racional y universalista del conocimiento, la cultura nueva hace sobresalir otros aspectos relativistas. Con Montaigne, por ejemplo, nos hallamos ante una actitud personal que determina el trazado de toda la visión del mundo; con Bayle, ante un sentido histórico que determina la continua variación de esa visión. De la propia dialéctica del Racionalismo surge el Empirismo, y de éste el escepticismo de Hume, que tiende más a secundar y a multiplicar las investigaciones que a contrastarlas.
Trátase de un escepticismo consistente en un vivo afán de saber, en una curiosidad que no tolera anticipaciones demasiado simples o demasiado esquemáticas y en un sentido de la infinita riqueza de lo vivo. Este escepticismo había de fecundar el racionalismo crítico kantiano. Merced a Kant, la negación escéptica queda, por así decirlo, reabsorbida en el Racionalismo, como autocrítica de la razón, lo que la evita degenerar en formas dogmáticas y le ofrece, en la conciencia de su propia e infinita libertad, los métodos de una sistemática abierta y progresiva. Más tarde los mismos postulados esenciales del Racionalismo dogmático — esto es, el presupuesto de la existencia de ima esfera de inteligibilidad ontològica como objeto del saber, el principio lógico de identidad y el procedimiento deductivo— fueron negados dentro del Racionalismo mismo y absorbidos en los métodos transcendental, dialéctico y fenomenològico; con ello, el Escepticismo pareció perder su función y la justificación de su existencia.
Pero el Irracionalismo no sólo es escepticismo o sencilla negación teorética de la razón. Es también estímulo de nuevos aspectos y contenidos de la experiencia y de la vida que rompen los esquemas en que todo tiende a fijarse según un orden racional. Es asimismo conciencia de la perpetua y evolucionante fecundidad de lo real, de sus ilimitadas e indefinidas energías. Frente al Racionalismo, que domina toda la cultura antigua, la más vigorosa y paradójica afirmación de este irracionalismo positivo es indudablemente el Cristianismo. No es la demostración, sino la revelación lo que ilumina la verdad cristiana, verdad tal que todo el sistema de distinciones teóricas y todo el orden de las normas éticas que la razón había fijado y consagrado, quedan transtornados, de suerte que son la fe y el amor, no el discurso demostrativo, lo que sostiene y desarrolla la verdad revelada. La vida brota, en la teoría cristiana, no de principios universales, sino de su propia y honda problematicidad, y se otorga a sí misma libertad y no disciplina.
El sentido de lo trágico, lo dinámico y lo infinito se sobrepone al de la armonía y la perfección, y la persona es la realización de esa infinitud que desde sus profundidades persigue la vida. Cierto que el Cristianismo, como religión positiva que aspira a la universalidad de su doctrina, se somete también a la razón. El pensamiento antiguo le ofrece su forma teorética, es decir, las categorías y conceptos que permiten a la idea cristiana definir su teología propia y más tarde articular las estructuras que la conectan con el saber mundano y las normas de una ética humanista y civil. Pero el impulso de lo irracional en religión no dejó por eso de fecundar, de siglo en siglo, la vida cristiana, e incluso se difundió más allá del campo de la religiosidad, de modo que la inquietud espiritual, el sentido de aspiración ilimitada, la indomable libertad de la persona, la aceptación de los trágicos contrastes de la vida como experiencia de redención, se hicieron motivos comunes de la cultura moderna.
Como ya dijimos, el Irracionalismo reaparece en el campo religioso de vez en cuando, como para llevar de nuevo la experiencia y la fe a sus más profundas fuentes, hasta despertar el sentido de lo divino en su intimidad y su lejanía, en su potencia de dominio y liberación, en su alegría inefable y su inefable espanto. La mística es la esfera de esta experiencia inmediata y espontánea, pero la experiencia mística resulta, usualmente, terminal y el problema de las relaciones entre Dios y la criatura queda absorbido en una nueva forma de vida donde se apaga todo contraste. Frente a eso hallamos la experiencia de una problematicidad, no resuelta ni resoluble, de las relaciones entre el hombre y Dios, problematicidad de la que dimana el dramatismo de la vida religiosa. Tomemos el caso de Pascal y el de Kierkegaard. Para el uno el drama se extingue en la positividad de la religión; para el otro el drama no se extingue ni se atenúa, sino que permanece como juicio inmanente del mundo respecto de Dios.
Pascal opone a la verdad de la razón cartesiana —pura y eterna— la verdad del corazón, que se inflama, renovándose, de persona en persona, y que brilla más viva en el inagotable esfuerzo humano y en el dolor. Kierkegaard, por su parte, opone a la verdad de la razón hegeliana — verdad que propugna una continuidad dialéctica y una íntima coherencia del significado de la vida — la verdad de una fe que consiste en la certidumbre de la discontinua y paradójica existencia de todas las criaturas.
Así el Irracionalismo significa la afirmación de la absoluta originalidad del sentido religioso del espíritu. También entraña una afirmación de la originalidad y de la libertad absolutas del espíritu estético. En el instante en que muere el ideal del arte clásico —el arte bello como sublimación de la vida y realización en que se conjuntan motivos éticos, teoréticos y religiosos—, el arte asume independencia estética, renovando su problema en la ilimitada búsqueda de formas y contenidos, y entonces el Irracionalismo estético hace su primera aparición. El barroco conoce las teorías del arte como fantasía, como pasionalidad y como placer. En el siglo XVIII, para justificar el arte, descubre el mundo de los sentimientos, y el sentimiento en el arte parece adquirir la segura conciencia de su valor propio. Del “Sturm und Drang” (v.) al Romanticismo (v.), el arte es el campo donde lo irracional se regocija en su libertad y su potencia, queriendo conducirnos a la intimidad secreta de la vida, es decir, al plano donde no penetra la razón. No se detiene aquí el Irracionalismo estético. Hay formas y contenidos del arte que se evaden del terreno de la razón. El Simbolismo (v.), el Impresionismo (v.), el Expresionismo (v.) y el Surrealismo (v.), por citar sólo algunas tendencias artísticas entre las más conocidas y teorizadas, crean precisamente en la vasta extensión de irracionalidad que flanquea la bien definida vía del intelecto.
En verdad, el Irracionalismo se ha manifestado durante los últimos decenios en todos los campos de la experiencia y todos los aspectos de la cultura. Así, en política, las fuerzas telúricas, las voces de la sangre y de la raza, el activismo y la violencia se han hecho valer y han sido elogiados y teorizados como fundamento de la vida estatal. En pedagogía, el principio de la libertad de los jóvenes ha asumido formas extremas. Y en la psiquiatría y la medicina mismas, las ciencias ocultas parecen haber renacido a nueva vida.
Pero cualquiera que sea la opinión que sobre todo ello se tenga, es obvio que constituye, de cierto, la expresión extrema de una vasta tendencia cuya extensión y profundización caracterizan la crisis cultural en que vivimos. Tal tendencia tiene ya sus filosofías propias, a las que se refieren, en general, las particulares directrices de esos movimientos. Ya en el siglo XVIII, y aunque en forma y con matices muy diversos, algunos, en contra del intelectualismo ilustrado, concibieron la naturaleza como una viviente fuerza productiva, la historia como un imprevisible brote de energías espontáneas, y ambas cosas como expresiones de una infinita y divina fecundidad de lo real, de las que surge el individuo en su plena originalidad y a las que retorna por medio de una intuición simpatètica, siendo una personalidad realmente viva sólo cuando abandona los esquemas del convencionalismo intelectualista y opera a partir del fondo de su dinámica realidad divina. Rousseau y Hamann siguen este camino y más allá de ellos discurre el espíritu romántico. El Idealismo como filosofía de la libertad —el pensamiento hegeliano sobre todo — significa una tentativa de hacer entrar las corrientes irracionalistas contemporáneas en un sistema racional que las justifique, coordine y atempere.
Contra tal intento vemos reaccionar radicalmente al Irracionalismo. La realidad, en el fondo de su naturaleza, es irracional, y aun llega a ser la irracionalidad misma, la ciega voluntad de vivir, como afirma Schopenhauer. Esa voluntad ciega produce sin razón existencias infinitas, y sin razón alguna las destruye, incluso imbuyendo a cada existencia individual la absurda y contradictoria exigencia de producir y destruir. La razón no es más que la trama sobre la que se extiende el velo de la ilusión que construye un mundo y crea en él una finalidad positiva aparente merced al deseo y acción de los seres vivos, deseo y acción que les persuade de que realicen el destino de su implacable sed de vida y afronten el dolor, siempre renovado, del desengaño. Porque, a pesar de todo, Schopenhauer, kantiano y platónico en su gusto espiritual, embebido de crítica ilustrada, escéptico e irónico respecto a la aspiración romántica, cree que lo irracional significa el mal, el cual debe rechazarse mediante la renuncia total a la vida. Su pesimismo es, así, el desengaño del Racionalismo: este mundo es el peor de los mundos posibles, precisamente a causa de que es irracional por excelencia.
La positividad de lo irracional como voluntad de vida y potencia es, en cambio, lo que Nietzsche propugna. Si la razón es la trama sobre la que se dibuja su apolínea visión y construcción del mundo, y si ella fija y garantiza los valores ideales, en su extremo desarrollo es también conciencia de su función propia, crítica de tales estructuras reales o ideales, liberación de la vida en su energía de creación y renovación perpetua. Ninguna potencia concreta y efectiva manifiesta energía tal. Sólo la voluntad tensa y franca de la fuerza, rebasando todo límite, es el principio que en el hombre expresa lo absoluto de la vida, la fuente de los nuevos valores libres y activos, la raíz de una superhumanidad que acepta la validez de lo real como fundamento de su acción. El Irracionalismo, según aparece en Nietzsche, es el principio positivo de una nueva construcción de la vida y de la cultura. Las fuerzas nuevas, no admitidas aún en el equilibrio de la civilización, presionan, aspirando a salir a luz. Nietzsche, envuelto todavía en brumas románticas, no dice qué fuerzas son ésas, lo que le facilita, en su lucha polémica, transacciones y desviaciones que proporcionaron los puntos de partida de muchas de las más recientes tendencias nietzschenas, en las que el concepto de vida se consolida a base de un biologismo ingenuo y metafísico.
Si en este campo el Irracionalismo tiene un carácter netamente activista, e incluso es la fuente del activismo contemporáneo, otra corriente irracionalista se desenvuelve en sentido opuesto, netamente contemplativo. La razón, según afirma esa tendencia, es el ámbito donde la actividad encuentra sus referencias concretas y las relaciones constantes que le hacen posible la previsión de los resultados que ha de obtener. Toda acción tiene por base un cálculo, que la inteligencia proporciona y domina. La universal eficacia del obrar, garantizada por la técnica, tiene por base la ciencia. La misma sapiencia moral del Racionalismo tradicional, ¿qué es sino una técnica del comportamiento humano, que simplifica y coordina los móviles, los fines y los medios? Pero frente a esta simplificación racional en sentido pragmático está la posibilidad de una intuición de lo real, sorprendido en toda la frescura de su vida propia.
Bergson advierte que, si prescindimos de los marcos práctico-intelectualísticos, tanto en lo íntimo de nuestra conciencia como en el secreto profundo de la naturaleza, nos es posible, por un acto de participación simpatètica, captar la vida en su evolución creadora, es decir, localizar el impulso vital, irrefrenable en su movilidad, que se evade a nuestros cálculos y nuestras medidas, así como a nuestras intenciones. La realidad más profunda es la coherencia del sueño que sólo el arte puede darnos y sólo la filosofía garantizarnos. Más radicalmente aún, Klanges contrapone al mundo del espíritu y de la abstracción idealizante, el mundo de la vida, que es un mundo de puras imágenes fluyentes con un ritmo incesantemente variable, que sólo la intuición aprisiona y modela. En este sentido el Irracionalismo — a pesar de sus ideas de una civilización y por tanto de una educación y una cultura biocéntricas — ha renunciado a la pretensión de construir un nuevo mundo. La apelación a la esfera de lo irracional no es otra cosa que la tentativa de salvar lo que pueda aún salvarse en el mundo, pero quizá sea también la expresión de un sueño, la añoranza de un paraíso perdido. Así, el Irracionalismo, como teoría de la vida y de la cultura, parece, en el curso de un siglo, haber cumplido rápidamente su ciclo.
De visión del trágico y absurdo fervor de la vida, como extrema experiencia romántica, ha pasado a ser fe en la potencia creadora y renovadora de la existencia, a convertirse en nostalgia de un Edén perdido, fuera del horizonte del trabajo humano y la humana esperanza. Quizá esto sea el signo del término de una crisis espiritual, la indicación de una renaciente voluntad de claridad y de construcción. Pero la razón — gracias precisamente al espíritu escéptico y crítico que el Irracionalismo le impuso— ha dejado de ser dogmática, ha cesado de ser una teoría de lo puro inteligible y de los ideales transcendentes, para convertirse en método y criterio de una integración unificativa de la experiencia, integración que abarca toda la variedad de las estructuras, los procesos, y las intercalaciones que hay y sobrevienen en la vida. Un Racionalismo de tipo crítico es hoy una filosofía de la vida, y va acompañado por una fina sensibilidad respecto a la potencialidad creadora, a la originalidad de lo viviente y de todo lo real. El Irracionalismo estético y religioso ha protegido a estas particulares esferas contra su absorción por el campo teorético, y de aquí dimana la libertad y variedad de sus procesos y síntesis culturales. La filosofía y las teorías irracionalistas, rompiendo los viejos marcos conceptuales simplificativos, ofrecen al pensamiento una experiencia mucho más rica.
Antonio Banfi