Cuando se dice Impresionismo quiere significarse aquel movimiento artístico, y especialmente pictórico, que iniciado en Francia en la segunda mitad del siglo XIX, duró hasta los primeros años de nuestro siglo con fortuna y amplitud variadas, desarrollándose en los diversos países de Europa. Una experiencia precisa del gusto, un momento característico e históricamente definido de la civilización artística moderna. No debe confundirse, pues, con el impresionismo de todos los tiempos que es solamente una forma rápida, abreviada, sintética de describir y representar una forma; y donde, tratándose de pintura, parece que el pincel haga un juego descubierto, iluminando, dibujando y coloreando con toques, trazos y deslizamientos, con la frescura y vivacidad de las improvisaciones afortunadas: tal impresionismo ciertamente tiene relación con un estado de excitación visual y sentimental frente al espectáculo de la naturaleza que se encuentra floreciente en la pintura helenística, y luego en el arte compendiosa de los romanos y en las representaciones (que son, podríamos decir, las transcripciones populares de aquella pintura romana), que aparecen en manifestaciones cristianas de las catacumbas — tan “modernas”, tan cezannianas a veces en la concepción cromática —, y que, finalmente, se encuentra aún vivo como pintura luminosa y de toque en el siglo XVIII, en la obra de un Guardi por ejemplo, o de un Magnasco, últimos exponentes geniales del entusiasmo pictórico barroco y del manierismo.
El gusto de lo incompleto, de una realidad sensualmente evocada mejor que profundizada y objetivada en todas sus relaciones espirituales y formales; el gusto de la alusión sin adornos y del movimiento, pueden, de vez en cuando, ser llamados impresionistas, y el Impresionismo ser, de ese modo, una actitud eterna y recurrente del espíritu artístico; puede ser asimilado a un amor de la síntesis, a un estado de particular excitación mental que se traduce en efectos de rápido movimiento y de inflamación cromática, y de violencia y combustión lineal, y de exaltación luminosa. Pero el Impresionismo propiamente dicho fue el experimento espiritual iniciado en París por los pintores en cuya conciencia había ido madurando un amor a la naturaleza proveniente de los presupuestos románticos; aquellos pintores de la famosa exposición de 1874 en las salas del fotógrafo Nadar, y precisamente los Monet, Degas, Sisley, Renoir, Pissarro. Fue, como es sabido, el crítico Leroy quien, inspirándose en un cuadro de Monet allí expuesto — Impression, Soleil levant —, tituló un artículo crítico de aquella exposición Exposition des impressionistes. Una palabra destinada a hacer fortuna, tanto como aquel arte original y feliz.
El siglo había abierto los ojos en el Neoclasicismo; todo era forma (volumen), claroscuro; todo, por amor a los griegos y a los romanos, era, podríamos decir, escultórico. Pero alrededor del 1830 se convirtió en romántico y sustituyó la Antigüedad por el Medievo, el Oriente, el Cristianismo, y un inefable deseo de naturaleza solitaria y espontánea, llevó a un gusto pictórico fundado en la efusión colorística, en los vivos contrastes de luz y de sombra y en el movimiento de las líneas; y lentamente se dirigió hacia los hechos y valores de la vida contemporánea, hasta desembocar en el realismo.
Así que, mientras un Delacroix destrona a David y a Ingres, Corot sueña en el bosque y se consuela en el “paisaje”, un paisaje todavía demasiado rebuscado y codiciado a los ojos del recién llegado Courbet. El Romanticismo, despojado de toda sobreestructura literaria, se convierte en dicho realismo, una comunión directa del artista con la naturaleza. Y se comprende que un interés tan vivo por la naturaleza, experimentado como espontaneidad, incluyese un interés por la realidad histórica circundante, por una vida humana ya no evocada ni disfrutada como mito, sino contemplada como actualidad y como experiencia cotidiana. Una actitud moral, una disposición psicológica que se convierte por tanto en nueva pintura.
Contemplar los espectáculos de la calle, los sucesos del campo y de la ciudad, los vestidos y costumbres de los hombres vivos, olvidar (en cierto modo) las enseñanzas del museo y, cerrando la puerta del estudio, salir al aire libre y descubrir de nuevo el mundo, significó liberar el lenguaje de la pintura de toda convención y rehacer un sentimiento y al mismo tiempo, una técnica y un estilo. Los pintores se percatan, por decirlo así, de la belleza que hay en un rincón de su jardín. Al echar mano de nuevos temas, el Impresionismo descubre formas nuevas. Muere ahí la forma torneada, lisa, ejecutada con bello estilo, del claro al oscuro; muere la pintura de tonos bajos, la composición equilibrada y solemne, el espacio concebido como ordenación y alteración de huecos y llenos, como arquitectura plástica y perspectiva subordinada a lo humano, entendido siempre como acontecimiento de primer plano. Surge en su lugar una pintura de tonos claros, donde las sombras, al encuentro de los amarillos de la gran luz meridiana, se toman cerúleas y violadas, donde los árboles pueden parecer incluso azules, donde el negro y el ocre (ese ocre que era el color básico de la antigua pintura) no tienen ocasión de asomar; donde todos los colores resplandecen puros y crean por sí mismos el espacio graduándose como tonalidades, multiplicándose y contrastando en los reflejos, en la iluminación total del cuadro.
Una pintura en la cual las imágenes se empapan de luz, respiran a pleno sol. Se trata de ahora en adelante de reproducir sobre la tela el profundo naturalismo e individualismo del tiempo; por eso mismo los cuadros, por encima de todo, asumen proporciones nuevas y reducidas. La sociedad burguesa se expresa con ese lenguaje revolucionario que un amor aparente a la verdad, a la naturaleza recogida en su desarrollo de fenómeno, resuelve en una identificación de luz — espacio — color. El pintor se convierte en un hombre que, a hora temprana, o en pleno mediodía, o al ponerse el sol, sale a la calle o al campo con su mochila a la espalda como un soldado. Va a descubrir de qué azul o verde está hecha la aurora bajo la escarcha, con qué luz brilla el cielo y el río que lo refleja entre los lozanos árboles, con qué pardos, azules, amarillos o rojos se puntean las calles, las plazas y los jardines de la ciudad, cómo entre las nubes rojas y celestes del crepúsculo se desvanecen las piedras y las fachadas de las catedrales, cómo se mueve la hierba en el prado bajo las nubes blancas, cómo en las mesas de las tabernas suburbiales, y sobre las parejas de enamorados, enciende el sol sus luces, parpadea y brilla.
Un entusiasmo juvenil, una euforia, una sensualidad viril cambian en expresión poética aquel deseo de imitación de la naturaleza, de fidelidad a sus leyes positivas, así por ejemplo la de los colores complementarios. Cuando en 1863 Edouard Manet (1832-1883) pintó su Olympia todavía no se habla de Impresionismo, de luminismo, ni de “pleinair”. A pesar de ello, en la factura “chata” de aquella obra se ve ya la solución espacial conseguida mediante la yuxtaposición de zonas coloreadas. Manet pintaba sin embargo en la órbita de los españoles (maestros, como es sabido, del realismo) y sus obras sorprendían ya a un Courbet, a un Daumier, que les encontraban un estilo de naipe. Pero los paisajes y las escenas al aire libre pintados por Manet entre 1865 y 1870, el Barco de Folkestone, la Corrida de toros, La Exposición Universal de 1867, pueden considerarse los primeros ensayos del nuevo experimento por la presteza con que está captada la conmoción visual, experimento que el pintor vivirá por entero cuando llegue el momento de La colada, Argenteuil y la Barca de Monet.
Claude Monet (1840-1926) es el impresionista más fiel a los descubrimientos sobre la naturaleza física de la luz, el pintor que ya en las obras de Boudin y de su amigo Jongkind había encontrado señales del nuevo gusto. Junto con Camille Pissarro (1830-1903) y con Alfred Sisley (1839-1890), Monet realiza la pintura fresca, rápida, “de mancha”, sólo coloreada con los colores del espectro solar, el Impresionismo típico, que, muy respetuoso para con los valores ópticos, muy pronto derivará hacia las abstracciones científicas del “puntillismo” (el “divisionismo” italiano) cayendo al propio tiempo, por exceso de confianza e ímpetu, en la facilonería de un naturalismo discursivo. Una naturaleza que la luz y el color hacen palpitar en todas sus partes, que fatalmente Monet acabará amando como fragmento y querrá encerrar en el rectángulo de la tela (piénsese en sus Ninfeas); esa naturaleza fluida, deslumbrante, pleno coloquio de elementos y vibraciones de fibras y moléculas, esa naturaleza que daba vértigo a Degas, sació en cierto modo a Renoir y encontró en Paul Cézanne (1839-1906) el más enamorado de los enemigos.
El recuerdo de las formas clásicas, siempre retoñante en el espíritu de estos tres grandes pintores, en lugar de desmentirlo, da un tono más alto y una forma más compleja al Impresionismo. El empeño del maestro de Aix, de rehacer a “Poussin d’après nature”, se satisface incluso voluntariamente en luminosos cotejos de rojos y verdes, de amarillos y azules. La exaltación de los valores cromáticos en Pierre Auguste Renoir (1841-1919) —por no citar otros, era un pintor que pintaba rosas para encontrar las tonalidades de la encarnadura femenina— proviene (y tanto más puede decirse de las obras de su vejez) de las luces del jardín impresionista. Del mismo modo el dibujo veraz y sintético de Edgar Degas (1834- 1917) y su modo de componer con cortes vivos, que da a tantas de sus obras el valor de apariciones improvisadas, de “pedazos de vida”, quizá no puedan ser juzgados como impresionistas.
El Impresionismo es un gusto que bebe en numerosas fuentes, enriqueciéndose continuamente con nuevas experiencias. Así, se valió ciertamente del ejemplo de los paisajistas ingleses como Richard Parkes Bonington (1801-1828), William Turner’ (1775-1851) y extrajo enseñanzas incluso de los grabados japoneses.
La nueva pintura tuvo contactos, sin duda alguna, con la literatura e influyó sobre ella. Si los realistas puros como un Manet, cuentan con la comprensión cálida y batalladora de Zola (v. la Obra), de ahí que, por un momento, el Naturalismo (v.) parece aliarse con el Impresionismo. Pero es una alianza casual, entre dos escuelas nuevas, contra los enemigos comunes. Es notable que los Goncourt, tan delicados, se muestren reservados y fríos ante la nueva pintura, tanto de un Courbet como de un Monet. Pero el verdadero paralelo del Impresionismo en la literatura, es el Simbolismo (v.); en uno y otro se apunta inmediatamente a la impresión, a suscitarla en el público, en vez de dar, completa y definitiva, la evocación.
De Francia el Impresionismo pasó a todos los países civilizados de Europa, encontrando posibilidades de desarrollo. Pero en Italia sucede que, salvando casos esporádicos de pintores que visitaron o vivieron en París, el estilo de los pintores no fue impresionista en sentido estricto. Los “Macchiaioli” (de macchia, mancha), tuvieron una manera distinta de entender la forma y su representación en el espacio luminoso; manera que los pone en contacto con la tradición del Cuatrocientos italiano. El común denominador se entiende que continúa siendo aquel amor romántico a la realidad y a la naturaleza, aquella filosofía por la cual los pintores gustaron, en todos los países de Europa, de pintar al aire libre escenas y cosas vistas en su tiempo. En este sentido, mientras por un lado en Toscana, los “Macchiaioli” (Fattori, Signorini, Lega, Cecioni, etc.), y en Nápoles los Gigante, Morelli, Palizzi, Toma, y en Lombardía, los “Scapigliati” (los “despeinados”) — de quienes surgirá Medardo Rosso (1858-1928), puro escultor impresionista— responden a las más vivas y puras tradiciones regionales, colocan por otro lado a la pintura italiana en el plano de la cultura europea. En ella, y del mismo modo pero con mayor trascendencia, se insertan Armando Spadini (1883-1925) y Antonio Mancini (1852- 1930), éste, a caballo entre los dos siglos, y el primero por completo en el nuestro.
Gran impresionista a su modo, pero no sin ligámenes con la tradición de su país, fue el holandés Vincent Van Gogh (1853-1890), uno de los mayores pintores de su tiempo, agitador dionisíaco de una naturaleza toda ardor luminoso, movimiento y color, de una naturaleza libre ya de todo vínculo positivista y transfigurada por la tensión lírica del artista.
Importante en Bélgica, donde el Impresionismo llegó gracias al griego Pericles Pantagis hacia 1870, es el pintor de máscaras dramáticas James Ensor. También hay que citar al alemán Max Liebermann (1847-1935), al danés Peter Severin Krojer (1851-1909) y al sueco Anders Zorn (1860-1920), que introdujeron el Impresionismo en sus países en forma de ágil naturalismo.
Virgilio Guzzi
Desde el punto de vista de la historia de la pintura española, hay que añadir que el presupuesto fundamental del Impresionismo — a saber, la desintegración de las manchas cromáticas en una forma libre que es reintegrada luego por la retina, con el esfumado de la distancia — estaba dado en la obra madura de Velázquez — o sea, la posterior a “Los borrachos” —, llevando a su extremo la orientación de la escuela veneciana. Pero no se puede decir que Velázquez empiece el Impresionismo, porque no hay en él la selección de colores que es típica de esta escuela — es decir, el uso exclusivo de los colores fundamentales y sus combinaciones, prescindiendo del negro y las tierras oscuras —. Más bien cabría considerar como precursores inmediatos del Impresionismo ciertos cuadros de los últimos años de Goya; por ejemplo, el retrato de Muguiro podría estar firmado por Degas, o “La lechera de Burdeos” por Renoir.
Pero, en el sentido técnicamente estricto de la palabra, apenas ha habido impresionistas en España, salvo el vasco Darío de Regoyos (1857-1913) quien, por otra parte, debe buena parte de su fama a sus dibujos de ilustración a La España negra de Verhaeren. Pues las gamas cromáticas de Mariano Fortuny, de Santiago Rusiñol e incluso de Joaquín Mir, no se sujetan estrictamente a los requisitos impresionistas; cosa mucho más evidente en el caso del valenciano Joaquín Sorolla. Esto no significa que la experiencia impresionista sea ajena a la pintura española actual, como lo demuestra el hecho de haberse usado el término “post-impresionismo” para clasificar la obra del murciano Benjamín Palencia. .
En el sentido traslaticio en que la palabra “Impresionismo” se aplica a otras artes que la pintura, podría considerarse como “música impresionista” la “suite Iberia” de Isaac Albéniz.
José M.a Valverde
Una completa transposición de las maneras y de las teorías impresionistas tuvo lugar en la música. Bajo el aspecto cultural y morfológico, el concepto de impresionismo musical — que Burckhardt habría clasificado entre los “abiertos” por su intrínseca fluidez y extensibilidad — puede referirse a un momento eterno de la civilización, al momento de la decadencia y clausura (a fuerza de un enriquecimiento extremo de la sensibilidad y del gusto) de toda cultura en ocaso. Aparecen en él lo que los alemanes llaman las “Spátformen” de una civilización, las formas tardías, llenas de significados ocultos, pero de poco vigor y fuerza operante. Bajo el aspecto de la historia del espíritu, en cambio, el impresionismo musical es la concepción estética y moral característica del arte de Occidente, y en primer lugar del francés, que hacia la primera mitad del siglo XIX se libra del dogmatismo. Por ese camino de “liberar” la forma individual, la primera acción consiste en renegar, en abandonar las “formas” musicales tradicionales (de origen típicamente germánico), como la sonata y la sinfonía, desechando rigurosamente los procedimientos componentes que les dieran configuración, como la imposición temática, los desarrollos, las simetrías arquitectónicas, etcétera.
En el impresionismo musical se desfoga y concreta la rebelión latente contra el romanticismo y el wagnerismo, modelo y símbolo de cuanto contrasta con el gusto, el espíritu, la tradición y el carácter del arte francés; pero el factor determinante de dicha evolución en la música, antes y después de la nueva escuela pictórica de los Monet, los Sisley, los Pissarro, es la revolución que se produce en la poesía y en la literatura, de modo que, a propósito de Debussy y sus secuaces, sería mucho más apropiado el nombre de simbolistas que el de impresionistas. La primera palabra de los nuevos músicos está contenida, casi por entero, en el “Art poétique” (v. Antaño y hogaño) de Verlaine, en la exaltación del sensualismo y en la condena de la elocuencia: “Car nous voulons la Nuance encor, — pas la Couleur, rien que la nuance! — Oh! la nuance seule fiance— le rêve au rêve et la flûte au cor!” [“Pues solamente el matiz queremos, — y no el color, el matiz tan sólo, —que únicamente el matiz desposa— sueño con sueño, y la flauta al cuerno”].
Contra el sensorialismo racionalista, el Simbolismo proclama la unión del sentido con el espíritu; no hay pensamiento sin materia, ni materia sin pensamiento; y bajo todas las formas se transparenta una idea. La palabra deviene de ese modo susceptible de dos acepciones: tener un sentido propio despertando al mismo tiempo una sensación y ser el punto de fusión, de soldadura de una idea con un sonido. La poesía alarga las manos a la música. Verlaine pide “de la musique avant toute chose”; según Mallarmé, que con su égloga Siesta de un fauno (v.) ha inspirado a Claude Debussy (1862-1918) la obra maestra del Impresionismo, “la música y las letras son la faz alternativa, dirigida aquí hacia lo oscuro, radiante allá con certidumbre, del fenómeno que se llama idea”. La música francesa acoge las nuevas tendencias, con adhesión especialmente rápida por hallarse en un círculo angosto y sin salida. La Francia musical ochocentista vivía sus últimos epígonos. La renovación iniciada por César Franck (1822-1890) y por su escuela, aun encaminándose a formas de arte más puras —en contraposición a las de los autores de ópera del género de Gounod — no presenta los caracteres de una verdadera reanudación de valores esencialmente franceses y parece originarse en un mundo más de pensamiento que de poesía.
Como ocurre con el impresionismo pictórico, el musical encuentra en el pasado sus inevitables antecedentes. Limitándonos a la busca de los de carácter técnico, no es difícil alinear una larga serie de pasajes “impresionistas” en obras del siglo XIX: de Beethoven a Schubert, de Schumann a Liszt, para no hablar de los precursores inmediatos, probados o supuestos, como el Fanelli de los Tableaux Symphoniques (1883), o Erik Satie con su Sarabande, coetánea de la Damisela bendita (v.). Pero sólo en Debussy la sensibilidad impresionista elimina toda huella de música “de programa” y encuentra su perfecta y definitiva encarnación consiguiendo aquella personalidad plena en la cual los elementos gramaticales y morfológicos se transfiguran en el clima de una nueva concepción del mundo. La crítica del Impresionismo coincide por consiguiente con la crítica de la música de Debussy, la cual ha tenido muchísimas imitaciones y copias pero ni el menor desarrollo real, y ha concluido su círculo vital con la desaparición del genial maestro (1918).
Volviendo a las relaciones entre el impresionismo pictórico y el musical, las afinidades y analogías deben buscarse, como decíamos, en el estilo más que en el concepto, y especialmente en la función del color, que de golpe ocupa el primer plano, adquiriendo un nuevo encanto y un predominio neto en la expresión y en la técnica. “En vez de amalgamar timbres para obtener efectos de masa —escribe Romain Rolland— [Debussy] escinde sus diversas personalidades o las alia delicadamente, sin alterar su naturaleza propia. Como los pintores impresionistas, pinta con colores puros, mas con tan delicada sobriedad, que cualquier rudeza desentona como una estridencia.” El contorno se vuelve, por el contrario, menos marcado, los temas son más breves, menos insistentes y sobre todo no crean, según el modo clásico, aquella densa tela de malla, a través de la cual el aire acaba por circular con dificultad y la propia respiración melódica queda vinculada y comprimida.
Debussy encontró una música que se desarrollaba, concebida en el tiempo, de modo que invitaba a pedir a los compases siguientes el sentido de lo que se escuchaba. En sus páginas, en cambio, la música está toda en cualquier momento: está condensada, si puede decirse así, en un compás, con las partes aproximadas una a otra. Las armonías debussianas se encadenan, no porque cada una tenga su origen en la precedente y todo se reduzca a una serie de sucesivas fecundaciones, sino porque se evocan, se sugieren por reciprocidad, no se preparan ni se resuelven. El fondo armónico de dicha música no se analiza sino que se respira, porque constituye un clima en el cual los fantasmas artísticos han encontrado su razón de ser, su alimento.
Sin embargo, así como el color no suprime el dibujo, tampoco la armonía excluye la melodía. No se niega el dibujo a la pintura de Monet y no puede hablarse de supresión de la forma en las páginas de Debussy; pese a que ambos artistas han querido esfumar los contornos, el uno en las irradiaciones luminosas y el otro bajo las armonías ondulantes, no han repudiado nada de cuanto habían logrado sus predecesores. La forma permanece en ellos firme y pura y su dibujo se relaciona con las tradiciones de los grandes maestros: para la música los grandes antecesores de Debussy son los clavicembalistas, desde Daquin a Couperin y desde Costeley a Rameau, presentes sobre todo en sus obras para piano, en las cuales resultan más destacadas las características esenciales y profundas del arte debussiano.
Junto a Claude Debussy pueden encontrarse claros motivos impresionistas en Maurice Ravel (1875-1937), en Paul Dukas (1865-1935), en Albert Roussel (1869-1937), en el ruso Alexander Scriabin (1872-1915), en el polaco Karol Szymanowski (1883-1937), en el inglés Frederick Delius (1863-1937), en el americano Charles M. Loeffier (1861-1935), en el español Isaac Albéniz (1860-1909), y en muchos otros menores de todos los países. En Italia no encontramos representantes eminentes de dicha estética, fuera, acaso, del ecléctico Ottorino Respighi (1879-1936); pero cuando los músicos italianos se dan cuenta del movimiento impresionista, ya se han producido en Francia y en otras partes nuevas tendencias que declaran superada toda forma de Impresionismo — han transcurrido menos de veinte años desde el estreno de Pelleas y Melisenda (v.) — y le oponen el nuevo verbo neoclásico. También esta vez son los pintores y los literatos quienes dan la señal de la nueva polémica; en especial es Jean Cocteau, con su Le Coq et l’Arlequín (1918) quien se hace pregonero y teórico de la estética de los “Seis”, es decir, de un grupo de seis compositores (Auric, Durey, Honegger, Milhaud, Poulenc y Tailleferre) que, junto con el citado Satie, declaran que el Impresionismo es “un contrecoup de Wagner” y, todavía y siempre bajo la enseña del nacionalismo artístico, quieren recoger el hilo de la verdadera música francesa perdido “en el laberinto germanoeslavo”.
Guido M. Gatti