El Jansenismo deriva su nombre de Jansenius, latinización de Jansen (hijo de Juan, 1585-1638), obispo holandés de Ypres. Fue Jansen el iniciador y el mayor teorizante de un movimiento teológico que en su larga historia, y dentro del marco aparentemente no transformado de sus doctrinas, se fue enriqueciendo con nuevos elementos éticos, jurídicos y políticos, asumiendo fisonomías muy diversas a la original y llegando a constituir hoy una de las facetas más enigmáticas de la historia religiosa del mundo moderno.
La obra capital de Jansenio, Augustinus (v.), apareció en Lo vaina, después de la muerte de su autor (1640) y equivale a una reelaboración personal de los motivos centrales del agustinismo, aunque no sin aceptar ciertas sugestiones e influencias del pensamiento y la obra del teólogo Bayo (v. Opúsculos), que puede ser considerado predecesor inmediato del obispo de Ypres. Jansenio, al refutar a los pelagianos y semipelagianos, adversarios de las doctrinas agustinianas sobre la gracia y la predestinación, tiende continuamente a combatir a los jesuitas, y en particular al teólogo español Luis de Molina (1535-1600), autor de una obra que ocupó lugar preponderante en las polémicas teológicas hasta principios del ochocientos, y cuyo título es: De liberi arbitrii cum gratiae donis concordia.
Colaborador y confidente íntimo de Jansenio fue Juan Du Vergier de Hauranne (1581-1643), más conocido bajo el nombre de abate de San Cirano. En unión de éste, Jansenio escrutó a fondo el problema de la gracia en las obras de San Agustín, problema que, por lo mucho que entonces dividía a las escuelas teológicas, hizo que el Papa Clemente VIII interviniera en el asunto personalmente, instituyendo la famosa Congregación De Auxiliis (1597), la cual, tras catorce años de doctos debates, fue disuelta por Paulo V, con la prohibición de publicar obra alguna sobre la gracia sin permiso de la Inquisición. En 1634 Du Vergier ingresó como predicador y confesor en el convento de monjas de Port- Royal, que estaba llamado a convertirse en uno de los centros más activos de la espiritualidad jansenista, sobre todo desde que Du Vergier substituyó en su dirección a Sébastien Zamet. El núcleo de las ideas de Jansenio, compartido por su amigo y sus numerosos secuaces, es éste: Dios creó al hombre en estado de inocencia, que es estado de gracia y santidad. En tal condición, la gracia penetraba naturalmente en la voluntad humana, conformándola a la espontánea obediencia de Dios y armonizando de modo admirable las diversas partes de nuestro ser. En ese estado no había asomos de concupiscencia ni orgullo. El hombre en estado de gracia podía librarse de la misma muerte, la cual, aunque posible, no era necesaria. Adán dirigía espontáneamente su voluntad a Dios, y quería naturalmente la justicia, aunque necesitase la gracia para perseverar en el bien y vencer el mal. Pero el pecado original cambió radicalmente las cosas. Mientras el ojo sano no requiere más que luz para ver, el enfermo necesita el colirio que lo cure.
La voluntad, antaño libre, se ha tornado ahora esclava y no sabe por sí sola romper las cadenas que la sujetan y obrar con libertad. Por ello, entre las dos formas de gracia, netamente distintas, la una —el “adjutorium sine qua non” de San Agustín, que es la gracia suficiente de los molinistas — no proporciona la perseverancia en el bien, sino la capacidad de perseverar. La otra —el “auxilium quo” agustiniano, que los tomistas denominaron gracia eficaz— es la gracia salutífera concedida por Jesucristo, mediante su propio sacrificio, al hombre caído. Ella estimula en nuestro interior la voluntad y la induce a consentir y cooperar en el bien. No es cierto que tal gracia obstaculice el libre albedrío, como pretendían pelagianos y molinistas, sino que lo completa.
La gracia medicinal es omnipotente y encamina la voluntad con dulzura, induciéndola a obrar bien con plena libertad y sumo deleite. Como el pecado original corrompió la voluntad de manera que ésta no puede abstenerse de hacer el mal, cualquier acción, antes de que intervenga la gracia, es pecaminosa. Son, pues, malas todas las acciones de los infieles, inspiradas por el amor de las criaturas, que es la contraposición del amor de Dios, única fuente de todas las virtudes. Vicios son asimismo las virtudes de los filósofos: “Pompática effigies virtutis”. Si los infieles poseyeran virtud, habría sido inútil el sacrificio de Cristo. Fuera de la verdadera religión es imposible virtud alguna. Por igual razón no pueden salvarse los niños muertos sin bautismo. La gracia de Cristo es un don gratuito. Ni siquiera es dado prepararse a recibirla, porque fuera de ella todo es concupiscencia. Con Adán cabía hablar de mérito humano, pero después de la caída todo es mérito divino.
¿Por qué tiene Dios piedad de unos y no de otros? Ese es un secreto suyo, al decir de San Pablo. Dios es clemente con quien le place serlo, mientras aplica la justicia a los demás. Trátase de un misterio inescrutable que no puede, empero, ser dictado sino por una suprema justicia. La voluntad de Dios consiste en salvar a todos los hombres, pero sólo se realiza en los elegidos o predestinados. La predestinación es una sentencia definitiva de la voluntad divina y no queda subordinada a la previsión de los futuros méritos de los elegidos.
Con el pretexto del agustinismo (el pensamiento del gran Padre es en realidad revisado y refundido por él en función de exigencias profundamente nuevas), se expresa en Jansenio una vigorosa reivindicación de una interioridad y subjetividad cristiana y un radicalismo evangélico, que habían provocado ya la rebelión de Lutero y de Calvino.
Otra obra maestra que apuntaló la acción del Augustinus, aun en el ámbito más limitado de la práctica cristiana, en la que hubiese querido resucitar las prácticas penitenciales del siglo de oro de la cristiandad, fue el libro De la comunión frecuente (v.) del defensor más decidido y vigoroso de la causa de Port-Boyal y del Jansenismo francés, temperamento combativo, que contribuyó como pocos a orientar el movimiento, desde su origen, por un camino de resistencia y de oposición a la autoridad eclesiástica y política, Antoine Arnauld (1612-1694), hermano de la madre Angélica, reformadora de la Abadía cisterciense de Port-Royal.
El Augustinus fue condenado por primera vez en 1643 con la Bula In eminenti de Urbano VII. Inocencio X condenó con la Bula Cum occasione, en 1653, cinco proposiciones, que algunos han sostenido que eran el alma de la obra y otros, desde Arnauld hasta Pascal en adelante, han negado que existiesen en ella. De lo que surge una cuestión de hecho contrapuesta con una cuestión de derecho, que alimentó la polémica hasta finales del siglo XVIII y aún más. Los jansenistas sostuvieron hasta el final que las cinco proposiciones habían sido justamente condenadas, pero que nunca habían sido enunciadas en el Augustinus.
Frente a la Bula Cum occasione, Port- Royal, después de algunas dudas, se decidió por la oposición. Antoine Arnauld, a consecuencia de ello, fue excluido de la Sorbona (1656) y se vio obligado a emigrar y esconderse. La condena de Arnauld arrastró a la lucha a otro campeón, el mayor de todos, Blaise Pascal (1623-1662), quien publicó, en 1656-57, contra los jesuitas, las Provinciales (v.). Él, que había estado en contacto con los círculos jansenistas en 1646, en pleno fervor de su vida intelectual y de sus preocupaciones morales, encontró, en Port- Royal su orientación y su alimento espiritual; se había encontrado, en cierto modo, a sí mismo (Laporte). La paradójica pero imperiosa experiencia de lo divino a la que le iniciaba el Jansenismo era singularmente apta para calmar la complejidad de sus exigencias contrastantes, el sentido profundo y sufrido de la abyección de la naturaleza humana después del pecado, acompañado por la fe estimulante en la sublime dignidad de la persona moral y religiosa, el repudiar la filosofía sin separarse de un excepcional vigor y coherencia mentales, que hacen de él uno de los pensadores más profundos de la época cartesiana. Después de una primera iniciación atravesó un período de duda y de disipación, pero finalmente, la noche del 23 de noviembre de 1654, tuvo la definitiva revelación del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, que es mudo para los filósofos y habla en cambio en su caridad y misericordia a las almas humildes. Completamente captado por el fervor de su conversión el nuevo y precioso aliado de los de Port-Royal elevó con un genial aletazo el debate entre jansenistas y jesuitas.
Después de la nueva condena de Jansenio por obra de Alejandro VII en 1655, la asamblea del clero en Francia de 1657 aprobó el proyecto de un formulario, que todos los sacerdotes franceses habían de firmar, en el que estaba explícitamente afirmado que las cinco proposiciones se hallaban en Jansenio, quien se había separado en varios puntos de la doctrina agustiniana. El formulario se convirtió en el centro de una batalla que duró decenios y excitó cada vez más los odios. Luis XIV se lanzó contra los jansenistas, pero éstos aguantaron firmes: no firmaron, o firmaron con tales reservas que quitaron casi toda fuerza a su acto. Pareció que la polémica se calmase con la llamada paz de Clemente IX, que duró desde 1653 hasta 1668. Pero la escisión tenía raíces demasiado profundas para poder ser resuelta con un arreglo extrínseco. Estalló de nuevo, capitaneada esta vez por el rey en persona, que perseguía en el movimiento reformista un foco de desórdenes y una fuerza disgregadora del Estado. En 1709 era destruida la Abadía de Port-Royal, hogar de la más franca espiritualidad jansenista.
En los primeros años del siglo XVIII el Jansenismo, aliándose cada vez más estrechamente con el galicanismo, adopta una actitud cada vez más consciente y decididamente revolucionaria que culminará en los años que precedieron y siguieron inmediatamente a la Revolución francesa. La figura que domina este período es el oratoriano Pasquier Quesnel (1634-1719), autor entre otras de una obra, las’ Reflexiones morales sobre el Nuevo Testamento (v.). que fueron condenadas por Clemente XI con la encíclica Unigenitus del 8 de septiembre de 1713. Los jansenistas consideraron esta condena como una acción que había deshonrado a Roma, apelaron contra ella en el próximo concilio (de ahí el nombre que se les dio de apelantes) y lanzaron contra la misma durante todo el siglo, los dardos más afilados. Entre otras cosas, para combatirla, se dispusieron a publicar un semanario, las “Nouvelles ecclésiastiques”, que aparecieron, casi siempre clandestinamente, de 1728 a 1803. No menos revolucionaria respecto a Roma fue en los primeros años del siglo xviii la actitud de la Iglesia holandesa, muy ligada con el Jansenismo. Codde, vicario apostólico de la Iglesia de Utrecht en 1686, habiéndose negado simplemente a firmar el formulario, fue depuesto y excomulgado por el papa. Desde entonces se originó la escisión de dicha Iglesia, que todavía dura.
Durante el curso del siglo XVIII la acción del Jansenismo se combina cada vez más con la del galicanismo y del jurisdiccionalismo, hasta perder en muchos casos su primitivo aspecto de movimiento teológico. El abate Henri Grégoire (1750-1831), que suele considerarse como el último gran exponente de los jansenistas franceses y formó parte de las asambleas revolucionarias capitaneando el clero jacobino y democrático, es un galicano más que un jansenista y la pasión política domina en él a todas las demás.
La originalidad y vitalidad del Jansenismo francés es solemnemente confirmada por la gran resonancia que tuvo su forma de espiritualidad en la literatura de dicho país. No sólo varias obras maestras y obras insignes están indisolublemente ligadas con el gran movimiento religioso, desde las Provinciales (v.) de Pascal y los escritos de Nico- le hasta el Resumen de la historia de Port-Royal de Racine y la sugestiva evocación de Port-Royal efectuada en el siglo XIX por Sainte-Beuve (v. Port-Royal), sino que el movimiento y sus figuras están continuamente presentes en los escritores franceses y las mismas obras de edificación inspiradas en la religiosidad jansenista, que tuvieron amplísima difusión, se han elevado a menudo, como algunos escritos de Quesnel y de Duguet, pongamos por caso, a gran dignidad literaria por su vigor y la sinceridad de inspiración. Las ideas y los hombres del movimiento son a menudo objeto de exaltación y evocación apasionada, tanto como de polémica y de ironía despiadada por parte de los escritores de muy distintos tiempos, incluso en el período más tardío, en que el Jansenismo había casi agotado su papel histórico, desde el Montesquieu de las Cartas persas (v.) al Voltaire del Siglo de Luis XIV (v.) y del Ingenuo (v.) a los Goncourt (Sor Filomena, v.), a Romain Rolland (Juan Cristóbal, v.), o a los contemporáneos Marcelle Tinayre, abate Bremond, Bernanos.
En Italia el Jansenismo empezó a penetrar a principios del siglo XVIII, en Roma, en el Piamonte, en el Véneto y, más tarde, en Toscana, en Liguria, en Lombardía y en Italia meridional. Puede vanagloriarse de figuras conspicuas como Molinelli, Tamburini, Zola, Palmieri, De’Ricci, Serrano, Degola, etc., pero en el ámbito del pensamiento religioso no ha revelado auténtica originalidad. Desplegó una notable actividad revolucionaria la Universidad de Pavía, donde profesó la cabeza firme del movimiento, el abate Pietro Tamburini, así como el Sínodo de Pistoya, promovido por Scipione De’Ricci y condenado por Pío VI con la encíclica Auctore fidei (28 de agosto de 1794).
Ernesto Codignola