El Empirismo, como doctrina filosófica que afirma que el saber procede de la experiencia y que no hay ideas innatas, es muy antiguo; ya el pensamiento de Empédocles, de los sofistas, tal vez de Aristóteles en la fase más madura de su pensamiento, de muchas corrientes de la Escolástica, son formas de empirismo. Pero el Empirismo como mentalidad que penetra en toda la vida de la cultura, como vasto e importante movimiento espiritual, no comienza hasta el siglo XIV, en el último período de la Escolástica (v.); y se afirma sólo en la edad moderna, sobre todo, a fines del siglo XVII y en la primera mitad del siglo XVIII. La nota fundamental del Empirismo es una crítica estricta de la metafísica realista, de todo el plano de investigaciones que aspiran a fijar una esfera de realidad y de valores trascendentes, a cuyo sistema, como a norma eterna y dogmáticamente establecida, había de adaptarse el múltiple y diverso devenir de la experiencia, sin que a éste le sea reconocido en modo alguno un valor en sí propio y positivo, y una autonomía.
Contra la mentalidad de la metafísica dogmática se afirmaron en la edad moderna la nueva ciencia, la nueva ética, la nueva política, la nueva religión, las cuales buscaban su fundamento en la experiencia vivida, en los valores que venían a asignarse a las costumbres, como consecuencia de haberse afianzado nuevas clases sociales y nuevas formas económicas en las aspiraciones políticas de estas nuevas clases, que, en los movimientos liberales o preliberales, aspiraban a una nueva organización política y social en la cual fuesen establecidas las condiciones de su desenvolvimiento autónomo, y a que se les reconociera el derecho de afirmar su voluntad y participar en el gobierno de aquella cosa pública de la cual se consideraban verdaderos puntales económicos y militares; en fin, buscaban en la conciencia individual el criterio de la vida religiosa. De todas estas aspiraciones el Empirismo se hace intérprete y asertor, poniendo los cimientos y desenvolviendo las formas de un nuevo racionalismo, no ya dogmático y trascendente, sino abierto y crítico, dirigido hacia la experiencia y la investigación de la íntima racionalidad que, según su firme fe, reside en el individuo particular y empírico.
La razón ya no es aquí facultad de conocer entidades y valores suprasensibles, sino método para penetrar y comprender la racionalidad y los valores que se expresan y se afirman por medio de la experiencia; y en la doctrina de la ciencia es donde, en íntimo acuerdo con el movimiento científico de la edad moderna, el Empirismo hace sus mayores pruebas, dando origen a la gran síntesis científica de Isaac Newton (1642- 1727). Pero la fuerza de investigación y de renovación cultural del Empirismo se revela sobre todo en la esfera de los problemas prácticos: la ética, la política, la economía son estudiadas a la luz de las pasiones y tendencias elementales del hombre; y como en la doctrina de la ciencia se aspira a que la ley nazca del orden racional de los fenómenos sensibles, aquí se intenta que la ley y el orden surjan de esos instintos y tendencias primitivos propios de la naturaleza sensible del hombre.
En estos campos prácticos, y aún más que en la doctrina de la ciencia, se revela la actitud espiritual del Empirismo: fe en la virtud de autorracionalización de lo empírico y mundanal; investigación de las fuentes del saber y de los valores en la conciencia y en la experiencia mundanal del hombre; afirmación franca del valor de cada individuo empírico frente a todas las formas abstractamente universales en que la metafísica tradicional intentaba resolver, negando su particular naturaleza y su particular valor, al individuo mismo, concreto y empírico, ya el de la naturaleza, ya el humano de la vida práctica. A este sentido de la autonomía y al mismo tiempo de la universalidad inmanente en el individuo, a este racionalismo móvil y crítico, el Empirismo debe su enorme fuerza de expansión espiritual y su gran poder de sugestión sobre las mentes de la Europa occidental.
Como hemos dicho, el Empirismo tiene su origen en la decadencia de la Escolástica, por obra de Rogerio Bacon, Juan Duns Scoto, Guillermo de Occam y sus discípulos de París. Mientras Rogerio Bacon, el primer teorizador europeo de la alquimia, investiga las fuentes del saber, naturalista o teológico, en la experiencia sensible o mística, pero no llega a obtener más que una interesante y extraña mezcolanza de superstición y empiria, Juan Duns Scoto, aún moviéndose en un plano aparentemente muy abstracto, somete a aguda crítica la tradición filosófica, en particular la metafisico-teològica de la Escolástica, y, renovando con independencia algunos temas del aristotelismo, afirma que sólo en el individuo se da una esencia (“haecceitas”), mientras que los universales no son más que formaciones genéricas de la mente. Niega, por lo tanto, las bases de aquel universalismo metafísico-teológico en que la Escolástica, con Santo Tomás, había fundado su fuerza, y echa las bases del culto del individuo empírico que, como hemos visto, es imo de los fundamentos del Empirismo.
Guillermo de Occam y sus discípulos van más allá; negada también la “haecceitas”, niegan toda esencia, resuelven el fundamento del saber en la experiencia y en los objetos individuales de ella. Afirman un resuelto nominalismo: lo universal no es más que un nombre con que se designan objetos empíricos, y esto, aunque empobrece y desvigoriza el aliento metafísico de la investigación, por una parte impone al pensamiento el cometido crítico de indicar las condiciones de verificabilidad, y el sentido de cada aserto; y por otra parte le confiere en cambio una ilimitada libertad, permitiéndole dirigir su investigación dondequiera que se presenten objetos empíricos reducibles a la unidad de una noción, o indagar la experiencia en todos sentidos, en todos los planos, en todas direcciones. Así, por primera vez, el occamismo osa contradecir el gran principio de Aristóteles de que los cuerpos celestes son puros e incorruptibles, formados de una substancia purísima y sin mezcla, y dotados de un movimiento peculiar, e intuye la unidad de lo químico como de lo mecánico en toda la naturaleza, esto es, la unidad de explicación física en todo el mundo de los sentidos; y con una feliz fusión de empirismo y de matemáticas, reanuda con nuevos fundamentos teóricos aquella mecánica que, se puede decir, de Arquímedes en adelante, no había tenido más cultivadores.
Pero también la historia de la filosofía y la economía política, temas que antes apenas habían sido rozados, y aún sólo desde puntos de vista teológicos, son ahora estudiados con dirección más libre de dogmas y más atenta a la metódica comprensión de los hechos; el occamismo en la esfera práctica se presenta como más revolucionario, la teoría del Estado es estudiada de manera netamente antiteológica. Nicolás de Oresme y Marsilio de Padua, defensores teóricos del programa neogibelino de Ludovico el Bávaro, sostienen que el origen de la soberanía del Estado se halla en el pueblo, y fundan sobre ello el derecho del pueblo a la inspección y dirección de todas las actividades humanas, incluyendo la religión en su organización eclesiástica. La decadencia de la Escolástica muestra todavía su fecundidad a finales del siglo XVI, en el pensamiento, ciertamente más complejo y maduro, de Thomas Hobbes (1588-1679).
Partiendo éste de su nominalismo, llega a resolver todo el campo de la realidad (que para él coincide, naturalmente, con el de la experiencia en todos sus aspectos) en un mecanicismo universal de estructura matemática y materialista, en el cual halla uno de sus fundamentales apoyos teoréticos la nueva ciencia galileana; mientras este mecanicismo se aplica, en el campo político, a sostener, en nuevos lugares y circunstancias, un nuevo gibelinismo, esto es, una nueva idea del estado laico absoluto que surge, por medio del mecanismo de las pasiones primitivas de los hombres, del pacto social de los ciudadanos, y va a desembocar en la igualdad de ellos frente al Estado, que está por encima de todos, y domina sus aspiraciones y movimientos incluso culturales y religiosos, para guiarlos a la consecución no de fines trascendentes, o en cualquier modo situados más allá de la felicidad de los súbditos, sino a la paz, a la igualdad, a la libertad, a la prosperidad, en una condición de vida verdaderamente humana.
Anterior a Hobbes, y hasta, según algunos su maestro, es Francisco Bacon de Verulamio (1561-1626), cuyo pensamiento, complejo y multiforme, extraña mezcolanza de fantasías metafísicas y de modernísimos atisbos empíricos y críticos, se enlaza más bien con la tradición alquimista de la última Edad Media y con Rogerio Bacon. Si bien parte de una concepción metafísica de la materia y de su estructura, con todo, afirma el gran principio de que la naturaleza se vence sólo siguiéndola en su manera empírica de comportarse: “natura parendo vincitur”; que en nuestra mente no hay conceptos o ideas innatas sino sólo preformaciones (“idola”) que nos conducen al error, de manera que para él la mente, antes de la experiencia, no es una “tabula rasa”, pero es menester reducirla a tal, y partir de la experiencia, aceptada sin prejuicios en lo que ella da de sí. Mas la experiencia, a su vez, y éste es uno de los atisbos empíricos que más importancia han tenido en la historia del pensamiento humano, nada vale si no es interpretada por el pensamiento, que establece relaciones entre los datos y los generaliza, no ya siguiendo en esto ideas innatas, sino más bien, según una forma lógica, general y vacía de por sí, que se concreta al enunciar los principios lógicos, como el de causa.
En Bacon por primera vez, se halla la proclamación del valor humano de la ciencia; ésta no es deleite y contemplación de clases sociales privilegiadas, ni mero ejercicio lógico, como había sido en la Edad Media, sino primer instrumento de la conquista espiritual humana, instauración del “regnum hominis”. Con ella se vence a la naturaleza, se la doblega a los pies del hombre: su objeto es la industria, destinada al mejoramiento de las condiciones de la vida humana. Por esto, semejante actividad no es un mero lustre de la corte, confiada a la benigna protección de los mecenas; antes bien es obligación o interés del Estado, que debe organizar y financiar no sólo la investigación científica, sino toda la educación, para el incremento de la ciencia útil. En la Nueva Atlántida (v.) Bacon delinea, todavía en forma utópica, la idea del Estado industrial que tanta parte había de tener en los ideales políticos del siglo XIX.
Pero el gran maestro del Empirismo, quien lo ha desarrollado y aclarado en todos los aspectos de su espiritualidad es John Locke (1632-1704). Afirma Locke que el saber y las normas éticas derivan de una fuente única: la experiencia, sobre la cual la mente se repliega (“rieflession”) volviéndola a elaborar (según su propia forma general) y formando así las ideas, con las cuales procede después la ciencia para la penetración o interpretación sistemática de la realidad empírica, construyendo las ciencias. Las categorías fundamentales de la ciencia: substancia, materia, causa, tiempo, espacio, son así concebidas como formaciones subjetivas, formas con las cuales la mente organiza la experiencia, pero que en sí no tienen realidad alguna. Con todo, Locke vacila ante esta consecuencia, y la repugna: por su mentalidad más constructiva que crítica, más inclinada a edificar en un sistema armónico la realidad cultural, científica, ética, política y religiosa de su tiempo que a criticarla, intenta con escapatorias metafísicas sortear tales consecuencias. Máxime cuando él se halla en polémica, más con el platonismo de la Escuela de Cambridge y con los aspectos platónicos del pensamiento de Descartes, que con el propio Descartes, del cual acepta, en el fondo, el criterio de la autoconciencia como criterio de toda certidumbre y fundamento de toda realidad.
El valor que le faltó a Locke, lo tendrán George Berkeley (1684-1753) y, sobre todos, David Hume (1711-1776), los cuales mostrarán la subjetividad de todas las categorías de la ciencia, abriendo así el camino a Emmanuel Kant (1724-1804), por una parte, y por otra al empirismo inglés del siglo XIX, el cual dejando aparte toda pretensión realista de los conceptos, examinará el proceso de formación mental de las ideas científicas (James Mili), estéticas (Burke), éticas (J. Bentham), partiendo de los conocimientos sensibles de las tendencias hedonísticas elementales; el Empirismo de Hume desembocará de este modo en el vasto pensamiento de J. Stuart Mili (1806-1873), y el Positivismo (v.) inglés.
En la ética y en la política rechazando toda idea innata, se propone Locke deducir las instituciones sociales de las tendencias egoístas individuales, las cuales se armonizan, en virtud del contrato social y de los sentimientos sociales, en la sociedad, donde, por medio de la colaboración de los individuos, inspirada en motivos egoístas, y de su libre actividad, se llega a una asociación de hombres libres, automáticamente regulada, que es, en suma, la idea del Estado liberal moderno. A este liberalismo político corresponde un liberalismo pedagógico, que aspira a poner a los educandos no tanto en posesión de dogmas teóricos y éticos, como en disposición de liberar el ánimo de los prejuicios y de las pasiones, predisponiendo así a los espíritus a someterse libremente a la autolegislación de la razón.
También en religión Locke opina que la experiencia y la razón, en que consisten propiamente la dignidad y la libertad del individuo humano, no pueden estar reñidas con una religión rígida dirigida precisamente a garantizar al hombre esa dignidad y esa libertad; de ahí que, por encima de las características dogmáticas de toda confesión positiva, haya en cada religión de los pueblos civiles un fondo que se obtiene del razonamiento y de la experiencia, y se basa sobre ellos: la existencia de un Dios bueno y sabio, arquitecto del universo, y la obligación de honrar a Dios viviendo según las normas de la vida ética y social, con lealtad, probidad y honor. Y puesto que al Estado sólo le interesa este núcleo, que garantiza el respeto a las leyes y a los intereses colectivos, todas las confesiones son iguales ante él, y todas, por lo tanto, deben ser admitidas. Estas concepciones religiosas y político-religiosas darán origen en el siglo inmediatamente sucesivo — el siglo XVIII — al movimiento de los llamados librepensadores (“free thinkers”) los cuales precisamente negarán toda forma de revelación positiva, y seguirán sólo la religión racional. Este movimiento será abordado, poco después, por la gran organización internacional de la masonería.
Las ideas de Locke, difundidas por Europa, mostrarán luego, en contacto con las tradiciones racionalistas de Francia, Alemania e Italia, su mayor fecundidad, dando origen a un nuevo movimiento: la Ilustración (v.).
Giulio Preti