En su acepción general, Decadentismo puede llamarse a toda orientación de los espíritus que, pasadas las postreras expresiones de una forma de civilización, en todos los sectores, ‘ tienda a replegarse sobre sí misma, considerando los resultados conseguidos como una realidad definitivamente conquistada y convertida en fin de sí misma, dentro de la cual continúa siendo posible un refinamiento y un “preciosismo” de la vida y de la cultura, mientras por una sensación de cansancio unida a la conciencia de su aristocracia cultural, rechaza todo fermento de esperanzas radicalmente nuevas y excluye toda búsqueda de diferentes planos de existencia, de horizontes – distintos.
Hay, pues, muchas formas de Decadentismo, tantas como formas de grandes civilizaciones; sin embargo, dos han quedado como peculiarmente típicas desde este punto de vista: la que cerró el mundo pagano durante los primeros siglos de la era vulgar, y que recibe el nombre de Alejandrinismo (v.), y la que, a fines del pasado siglo, parece sellar un ciclo iniciado por el Romanticismo (v.). A esta última aludimos normalmente con la expresión Decadentismo.
La cuna del movimiento se encuentra en los cenáculos bohemios de la “Rive gauche” —los “Hydropathes”, los “Hirsutes”, los “Zutistes”, los “Nous Autres”, el “Chat Noir”, etc. —, cuya fama, hacia 1880, y más aún posteriormente, en toda Europa y al otro lado del océano, pareció crear en torno al nombre de París un nimbo sugestivo de desenfreno y genialidad. El término “Decadentes” fue empleado al principio en sentido despectivo por la crítica sensata, burguesa y académica. Pero ya a fines del siglo XVIII, después que el inglés Gibbon había escrito la Historia de la decadencia y caída del imperio romano (v.) con manifiesta simpatía por los vencidos — “representantes de todos los valores de la cultura”— y había llamado a los vencedores “hombres de la barbarie”, la palabra “decadencia” había perdido gran parte de su significado despectivo original: durante todo el siglo XIX la atracción hacia las “culturas tardías y moribundas” había constituido por ello uno de los grandes motivos del exotismo romántico, siempre renaciente; el término “Decadentes” — casi título de distinción por encima de la eterna y eternamente insignificante “grey del hombre vulgar” — fue por ello, no sólo aceptado por los exponentes del nuevo movimiento, sino elevado a enseña bajo la cual se agruparon y reconocieron. El movimiento tuvo muy pronto revistas propias: en 1882 la “Nouvelle Rive Gauche” que, después de cinco números, en marzo de 1883, tomó el título de “Lutéce”; en 1884 la “Revue Indépendante”; en 1885 la “Revue Wagnérienne”; en 1886 en el año de la secesión de los simbolistas (v. Simbolismo) — el semanario “Le Décadent”. La época de instauración definitiva fue en^ 1883-84, cuando Verlaine publicó su “Arte poética” (v. Antaño y hogaño) y en las páginas de “Lutéce” empezó la primera serie de los Poetas malditos (v.) —dando a conocer por vez primera versos de Rimbaud—, mientras contemporáneamente Huysmans, con Al revés (v.), delineaba en la figura de Des Esseintes (v.) — en su estructura psíquica, en sus ideas, en sus gustos — el tipo del “perfecto esteta” según el espíritu de las nuevas generaciones.
El origen del movimiento hay que buscarlo en el Romanticismo, que, en cierto sentido, lo contenía ya en germen. Había nacido del fundamental contraste entre dos exigencias, una de ellas mística, tendente a disolver el individuo en el todo, y de orden intelectual la otra, que hubiera querido el todo bajo el dominio del individuo; el héroe romántico es precisamente el hombre que, por haberse elevado hasta la intuición de los valores absolutos e infinitos, lleva la misma aspiración también al mundo de lo contingente y limitado, al cual no quiere renunciar; y debido a la inevitable desilusión que ello produce, se ve inclinado a considerar la derrota como un lujo de criaturas superiores, a ver en la muerte la conclusión trágica y magnífica de los grandes ideales y las grandes pasiones. Esta actitud se hace explícita en el héroe decadente, quien posee, para realizarla y expresarla, medios que el Romanticismo no tenía, adquiridos gracias a la tradición madurada durante el siglo; al experimento del “Parnasse”, en primer término.
El Parnasianismo (v.), y en particular el movimiento del “arte por el arte” que constituye su fundamento, había liberado la vida ideal del hombre, de la desazón de sus choques cotidianos con la realidad externa. Concebido el arte como expresión suprema de la existencia y capaz por ello de imponerle una ética propia en la cual la belleza pura viene a substituir al bien absoluto, la vida del artista constituía el modelo primordial de aquella vida heroica a la que tendían los románticos. Pero al mismo tiempo el Parnasianismo en el poeta había considerado sólo al creador: en gracia al principio de que la obra de arte es un “absoluto objetivo e impasible” había exigido del poeta el sacrificio de sí mismo, la anulación de su personalidad en su obra; no mirando a más exigencias que las de perfección formal, había reducido la humanidad del poeta a empeño de artífice, a técnica verbal, a oficio. Todavía Verlaine, en los Poèmes Saturniens canta: “Nous qui ciselons des mots comme des coupes — et qui faisons des vers émus très froidement”. [“Nosotros que cincelamos como copas las palabras — y hacemos, muy fríamente, versos emocionados”]. Existencia completamente dedicada a realizar formas de belleza por todos los medios, a través de las exasperaciones de cada sensibilidad.
La exaltación del arte como supremo valor humano había llegado de ese modo a ser una afirmación intransigente, a costa de clausurarse en solitarias “torres de marfil” desde las cuales el esteticismo romántico — pese a las “misas solemnes” del culto de la belleza celebradas según los puros y severos ritos de rigor — suspiraba en vano por su perdido contacto con la vida. Heredero del más exquisito sentido parnasiano de la forma, pero internamente libre por su natural fantasía y sentido realista, Baudelaire fue quien restableció el contacto con la vida; porque descubrió y reveló el poder transfigurador de la poesía, incluso frente a lo que la vida puede tener de impuro, sucio, enfermo, equívoco y perverso. Aunque a veces “arrastrase pesadamente las alas” por el fango de la tierra, el poeta es siempre el “príncipe de las nubes” cuyo aliento proviene de un “ciel supérieur… par delà le soleil, par delà les éthers” [“cielo superior… allende el Sol, allende los éteres”]. De este modo, la posición del esteticismo vino a cambiar de arriba abajo. El privilegio del poeta no fue ya estar o sentirse por encima de las angustias de la vida, de la “tristeza de la carne”, o de la amargura anidada en el fondo de toda voluptuosidad, ni crearse un mundo propio en un plano más alto, donde todo aquello queda lejos, como en un sueño, o bien es ignorado, sustituido por espejismos de la fantasía. La realidad continúa siendo lo que es y el poeta, como los demás hombres, más que los otros hombres, desciende hasta el fondo de ella, apurando hasta la última gota de su veneno. Su privilegio radica en poder hacer todo eso y sacar intactas sus fuerzas creadoras; en hacer todo eso y quedar limpio — por virtud de la poesía —, transformándolo en visiones de belleza imperturbada, en pureza de canto.
Como toda o casi toda la poesía moderna, el Decadentismo ha nacido a lo largo del surco abierto por esa revelación. Y es natural que en él confluyan otros experimentos similares o, al menos, orientados en la misma dirección: el riquísimo — del esteticismo inglés, desde Keats a Poe, de De Quincey a Swinburne, de los Prerrafaelistas a Walter Pater; o el no menos fecundo del romanticismo alemán, de Novalis hasta Wagner, especialmente el Wagner del Tristan (v.); en fin y sobre todo, el de la poesía de un Verlaine y un Rimbaud, “poètes maudits“, pero poetas por la gracia de Dios entre cuantos lo han sido.
El resultado fue doble. Por una parte se determinó un nuevo gusto, debido al cual no sólo la fácil melodía de los románticos, la oratoria enfática de los “poetas-vates” y el “runruneo” uniformee de los parnasianos quedaron rechazados — “Prends l’éloquence et tords-lui son cou!” [“¡Coge a la elocuencia y retuércele el cuello!”] —, sino que se hizo extraño y difícil de soportar cuanto se adhiriese a las “seguras y venerables tradiciones”. Al poeta — proclamado “absolutamente libre en su manera de existir y de expresarse”— se le piden tonalidades nuevas, inusitadas, no simples colores netos, sino matices —“rien que des nuances” — o bien colores disueltos en empastes singulares e insólitos, hasta entonces nunca vistos; no formas plásticamente armoniosas, sino movedizas, sinuosas, desordenadas incluso, arrolladas sin cesar al compás de las mudanzas de la vida. De ahí que se pidiera “música”, especialmente a la poesía lírica —“de la musique avant toute chose”—, música ante todo; pero no la melodía verbal que subraya en su desarrollo el ritmo del pensamiento y en sí misma se aplaca y cesa, sino por el contrario, una melodía que desanudándose se renueve constantemente, de modo que en su variar y fluir “l’indécis au Précis se joint” y más allá de la cual la “verdad del alma” se transparente como “des beaux yeux derrière des voiles”.
Entre tanto, y en dirección análoga y bien lo reflejó el propio cambio del gusto—, se iba operando un cambio en profundidad, incluso más allá del arte, en la actitud general ante la vida, determinando una sensibilidad nueva: compleja y sobrecargada de experiencias culturales, refinada e insatisfecha, empujada por todas partes a buscar su satisfacción “fuera del camino real” —mejor “fuera de los caminos trillados”—, atraída irresistiblemente hacia todo lo excitante y oscuro, todavía no dominado por la conciencia, orgiástico y abismal. Puesto que se sentía criatura “de elección y dé maldición”, el poeta no se contentó con los sueños que pasan sobre el alma, leves como una caricia, ni con las sensaciones preciosas y raras, ni las delicias exquisitas del goce estético, sino que buscó en otras zonas cerradas al hombre vulgar su patente de nobleza; en las zonas “de la vida maldita”. Voluptuosidades complicadas y atormentadas, embriagueces morbosas, confusiones y perversión de los sentidos, experiencias ocultas, “paraísos artificiales”, todo quedó apresado en el círculo de la nueva sensibilidad: “la carne, la muerte y el diablo” y muchas cosas más que ni soñara, acaso, el propio Shakespeare cuando aludía “a tantas cosas suspendidas entre la tierra y el cielo, que ni siquiera sospechan nuestras filosofías”. Así, “el aire se incendia con resplandores casi irreales de luces y de sombras cuando cae el día”.
Un mundo rico de zonas inexploradas – o, al menos, todavía misteriosas y llenas de tentaciones — vino entonces a desplegarse ante el poeta. Y la poesía halló estímulos y excitantes en todas direcciones; no sólo en la lírica —en torno a Verlaine, reconocido como “maestro” (cfr. la “Ballade pour les décadents” y la carta a Anatole Baju en el fascículo 15-30, de enero de 1880, de la revista “Le Décadent”) —; sino también en el drama y —más aún— en la narrativa (v. además de las novelas de Huysmans hasta su conversión, los Cuentos Crueles de Villiers de l’Isle-Adam, el ciclo de novelas turbias, místicas y exaltadas de la Décadence latine de Sar Péladan, las novelas de Jean Lorrain, etc.). Puede decirse que el Decadentismo constituyó, en aquel momento, una especie de “humus” en el que la nueva poesía desde el Maeterlinck lírico y dramático hasta el idílico Jammes, desde el Samain del Jardin de l’Infante al Verhaeren de los Flambeaux noirs y las Campagnes halucinées, del Rollinat de las Névroses al Barres del Jardin de Bérénice y de Du sang, de la volupté et de la mort, etc. — echó raíces, aunque llevase en sí otros gérmenes y estuviese destinada a otros desarrollos: los problemas planteados por la nueva sensibilidad, en cuanto “problemas”, permanecieron todavía vivos en las conciencias posteriores y rebrotaron todavía en muchos “problematismos” de la literatura más reciente.
No sólo eso; sino que debido a la unidad entre los pueblos de Europa que, si no en lo político, por lo menos en el campo de la cultura es una realidad insuprimible — el movimiento salvó rápidamente los confines de Francia y se convirtió en fenómeno europeo al cual algunos entre los mayores poetas modernos — en diversas actitudes, según las diversas tradiciones nacionales— han ligado su nombre: en Italia d’Annunzio, que no sólo dio a Des Esseintes un hermano espiritual con Andrea Sperelli (v.) sino que, hasta las Contemplaciones de la muerte (v.) y hasta el Nocturno (v.), continuó teniendo uno de sus substratos vitales en la “sensibilidad decadente” — pese a que ya parecía haber ido a morir en la ironía dulce y cansada de los crepusculares—; en el mundo hispanoamericano Rubén Darío, quien malgastó en ella su existencia pero dio por primera vez a la poesía de su raza una “voz” de resonancia universal; en Inglaterra Oscar Wilde, que fue sin duda la expresión más refinada y complicada de la sensibilidad decadente, en los naufragios de la vida tanto como en las seducciones de la obra poética; en Dinamarca H. Bang; en Noruega H. Kinck; en Suecia el Strindberg de los últimos dramas místicos; en Rusia Minski, Merezkovski y Briússov; en Polonia Przybyszewski; en Alemania el Hofmannsthal de Electra (v.), Schnitzler y —por el análisis de sus reflejos en la vida social— Thomas Mann.
Y por encima de todos, en posición solitaria, Nietzsche, para el cual la vida moderna no es más que la imagen de una muerte coronada de pámpanos a quien la existencia se entrega fatigada tras el intenso goce y detrás de la cual no existe la luz de otra vida. En vano es que trate de oponer como ley suprema un esfuerzo continuo de superación y como última meta la visión del “superhombre”; los Ditirambos de Dioniso (v.) con los que concluye y se cierra la obra de Nietzsche, constituyen, acaso, el momento más alto y más trágico de toda la historia de la poesía decadente.
De todos modos, la acción ejercida por el Decadentismo en todas estas modernas corrientes de poesía fue sólo en parte una acción directa y exclusiva. En un aspecto no menos esencial pudo actuar únicamente en cuanto vino a introducirse e integrarse en la de otro movimiento que — nacido en el seno del Decadentismo, por escisión interna, en 1866, coheredero de la misma herencia romántica, alimentado por las mismas fuentes de sensibilidad y de poesía, pero inspirado en una visión’ más clara y consciente de la naturaleza del arte — acabó prevaleciendo y dando su nombre a toda la época, porque superó el equívoco de confundir la poesía con la “vida decadente” como si fuesen una cosa sola, se arrancó decididamente y sin residuos del terreno naturalista, dentro del cual el Decadentismo seguía permaneciendo bajo tantos aspectos, y —de la poesía de Ver- laine, de Rimbaud, de Mallarmé, en las que veía “verificado” su ideal— sacó los principios de una nueva estética: el Simbolismo (v.).
Giuseppe Gabetti