Dentro del Barroco literario español, cabe diferenciar dos vertientes en el estilo y en la idea general: el Conceptismo y el Culteranismo (v.). La diferencia siempre relativa y gradual — entre los dos, debe establecerse por exclusión mutua, y por tanto es preciso intentar las definiciones de ambos al hablar de cada uno de ellos: el Conceptismo da mayor importancia — como su nombre indica — a los conceptos abstractos y universales, contraponiéndolos y comparándolos para mejor iluminarlos intelectualmente, al mismo tiempo que organiza y aprovecha cuidadosamente la forma fonética del lenguaje, sobre todo buscando similitudes y contrastes en el sonido de las palabras que reflejen las relaciones de los conceptos, y también esculpiendo la forma total de la frase en una simetría, lapidaria en su energía y laconismo, que enlace con especial evidencia las ideas manejadas por el escritor. (Por el contrario, el Culteranismo indiquémoslo, siquiera sea brevemente, para aclarar por contraste nuestra interpretación del Conceptismo — pone su eje en la sensación, aunque llevándola a un extremo hiperbólico de pureza, semejante al observado en las ideas del conceptismo, y buscando su indicación y ponderación sugestiva mediante un lenguaje insólito, de extraño aspecto arcaizante y minoritario).
Es sabido que las figuras más importantes del Conceptismo español son Francisco de Quevedo (1580-1645) y el prosista Gracián (1601-1658) — mientras que Góngora es el principal nombre del Culteranismo —, pero cada día aparece más evidente la importancia de la aportación que hicieron al Conceptismo otros poetas menos estudiados del siglo xvii, como Villamediana, el Conde de Salinas, Bocángel y Unzueta, Pedro de Medina, etc., si bien en sus obras a menudo habría que hablar tanto de Culteranismo como de Conceptismo. Pero interesa hacer notar que en este “Barroco final” de la poesía española — y sobre todo en las obras de Villamediana y del Conde de Salinas— hay como un retorno a Garcilaso, acentuando la huella del platonismo renacentista: los “conceptos” de este momento del Conceptismo vuelven a veces a ser las ideas del amor platónico, aplicando incluso como había hecho Garcilaso — los conceptos de la teología al amor humano (por ejemplo, “fe”, “esperanza” y “caridad” referidos a la mujer amada y no a Dios, como término: “la fe jamás con la esperanza ofendo”, dice Villamediana en un famoso soneto sentimental). Esta observación significa que el Conceptismo es la vertiente española del Barroco donde más se conserva la presencia de la tradición petrarquista y renacentista en general, tanto en lo filosófico y sentimental, como en lo puramente formal del estilo (véase, en este sentido, el estudio de Dámaso Alonso en Seis calas en la expresión poética española).
No es ocioso indicar que la prosa conceptista que encuentra típica realización en las narraciones y obras de pensamiento de Quevedo y en las obras morales del jesuita Baltasar Gracián, había sido preparada —todavía en plena época renacentista— por Fray Antonio de Guevara, y no sólo en su denso estilo de especial paladeo del vocabulario, sino quizá más por su modo de sentir, en que la tradición de Estoicismo (v.) senequista se armoniza con un catolicismo contrarreformador que ya había dado por terminada la época de las esperanzas, las luchas y las glorias imperiales, y recogiendo la lección de los ascetas y místicos de la segunda mitad del siglo XVI, se retraía hacia un interiorismo cada vez más lejano del mundo real. Bien es verdad que también cabría extender la calificación de estoica a esta posición espiritual respecto al mundo y la hora histórica, ya que también el Estoicismo nació en una peculiar crisis de conciencia ecuménica: pero, en todo caso, lo que aquí nos importa, más que hablar del Estoicismo, es subrayar la peculiar posición moral y religiosa de que nace el Conceptismo: el Conceptismo no procede, a pesar de su riqueza filosófica en conceptos puramente teóricos, de una actitud especulativa e intelectualista – como hasta cierto punto había sido la del Renacimiento —, sino que, aprovechando el caudal de conceptos filosóficos de origen clásico que había revitalizado la teología medieval, y también — aunque ahora con menos confianza en el poder del intelecto humano — sin olvidar la reflexión crítica del Renacimiento, se encierra en un intimismo meditativo de sentido religioso y moral, perdiendo el interés por la realidad externa, aunque fuese la realidad de un Imperio todavía intacto.
Al proponer el nombre de “sentimiento del desengaño” para esta actitud espiritual del Barroco español – y, como decíamos, más bien del Conceptismo que del Culteranismo, en la medida en que es lícito separarlos — Luis Rosales ha subrayado la precedencia cronológica de esta actitud de retraimiento ascético respecto a los primeros síntomas concretos de la decadencia del poder español, así como la marcha desde el centro a la periferia trazada por el proceso de desmoronamiento moral y material del Imperio: Quevedo lanzaba trenos desesperanzados sobre la Corte y Villamediana cantaba la inminencia del Juicio Final, preludiado por la corrupción de los tiempos, cuando todavía los Tercios españoles continuaban sin conocer la derrota. Es decir, no se deben ver la posición espiritual y las formas expresivas del Conceptismo como producto de una descomposición, como resultado, mecánico y tardío, de una situación política; el Conceptismo es, dentro del Barroco español, un testimonio temprano del movimiento espiritual de retracción hacia lo interno que subsigue a la expansión del alma española en el siglo XVI.
Pero éste sería solamente el lado nacional del Conceptismo: al mismo tiempo, el Conceptismo junto con el Culteranismo es un movimiento paralelo a tantas otras manifestaciones barrocas en diversas naciones europeas (Eufuismo (v.), Marinismo (v.), etc.). Pero todos estos movimientos, en lo que tienen de estilístico, como ya apuntábamos para el caso del Conceptismo, son consecuencias del formalismo petrarquista, y en efecto, todos se desarrollan dentro de las formas de origen y corte italianos. También en otros países se puede distinguir, aunque no siempre con la misma simultaneidad, una vertiente “culterana” y una vertiente “conceptista”: así, por ejemplo, al lado del “eufuismo” inglés tendríamos los “poetas metafísicos”, como Donne, Marvell, etc. Pero tal comparación hace resaltar una peculiaridad del Conceptismo español, que sería, por decirlo así, la de su rigurosa “formalización”: es decir, no se limita usar conceptos profundos y abstractos —como es, hasta cierto punto, el caso de los “metafísicos” ingleses — sino que crea todo un estilo “ad hoc”, hasta sus últimas consecuencias formales, apurando las posibilidades de la estructura sonora de cada palabra, y la conformación sintáctica de cada frase para expresar conceptos e ideas de modo más radical.
Esta radicalidad — uno de los rasgos diferenciales del Conceptismo — se manifiesta en una continua tendencia a la paradoja, servida a ser posible por el paralelismo simétrico y por el “juego de palabras”, incluso con caracteres humorísticos de retruécano. La paradoja es el arma favorita del poeta conceptista español; Villamediana, en un célebre soneto, define el amor como un “vivir muriendo”, como una “muerte vivificadora” como un “fuego helador”, etc. Los conceptos, que ya están tomados con radicalidad filosófica, es decir, en su significación más rigurosamente exacta, técnica e invariable, se enfrentan violentamente en contraposiciones de cuyo choque nace un fulgor tan vivo como efímero. A veces cabe preguntarse, en el Conceptismo, si no nos hallaremos más bien en el terreno filosófico que en el literario. Esta radicalidad conceptual cuyo paralelo con ciertas formas de la arquitectura barroca no cabe examinar aquí — representa el lado literariamente peligroso y la problematicidad del valor estético del Conceptismo como tal: los conceptos puros, sin encarnación intuitiva sensible, no bastan para crear la realidad concreta y singular del poema.
Pero, por una parte, estos conceptos no están tomados por su propia significación abstracta, sino como elementos de un soliloquio intimista en que el poeta, en vez de hablar de las cosas y a las cosas, llega incluso a interpelar exclusivamente a sus sentimientos e ideas, en cuanto tales, casi personificándolos: un soliloquio obsesionado teológicamente por el destino humano y la nulidad de la existencia terrena. Y —lo que en el terreno puramente estético resulta más decisivo — esos conceptos, aun tomados como tales, dan lugar a toda una especial conformación del lenguaje, a unos resultados expresivos de plena originalidad y belleza formal. Por estas dos razones el Conceptismo es un hecho poético y artístico, además de representar un movimiento espiritual en un orden transcendente.
José M.a Valverde