Sigfrido

La figura de Sigfrido (v.), héroe principal de la epopeya nórdica (v. las leyendas de los Edda, los Nibelungos, etc.), constituye uno de los más sublimes temas legados por el espíritu germánico, siendo muchas las obras poéticas y musi­cales que, aparte las narraciones cíclicas, se inspiran en la leyenda.

*    Una de las más notables elaboraciones es el poema anónimo Sigfrido, el de la piel córnea [Der humen Seyfried], que figura en la segunda parte del Libro de los Héroes [Heldenbuch], de Kaspard von Roen, del siglo XVI, aunque fue tomado de origi­nales de los siglos XII y XIII. Con algunas variantes, contiene una ampliación de los episodios sigfridianos referidos en el poe­ma de los Nibelungos (v.). En él se cuenta que Sigmundo, rey de los Países Bajos, te­nía un hijo muy inquieto, el cual, escapándose de su hogar, siembra la confusión en el taller de un herrero, echándole al suelo el yunque. El herrero, para librarse de él, lo envía contra un dragón agaza­pado bajo un tilo; pero Sigfrido acaba con el monstruo y otros dragones, untándose con su sangre, que le hace invulne­rable salvo en un. punto de la espalda. Se dirige a Worms, feudo del rey Gibich (v. Gunter), que tiene tres hijos y una hija, consiguiendo conquistar el corazón de la joven, Kriemhild (v. Crimilda); pero ésta es raptada por un dragón que la custodia durante cuatro años en una caverna. Sig­frido marcha en busca de ella, encontrando al gigante Kuperan, con el que combate largamente, hasta que éste le abre la ca­verna donde Crimilda es retenida por el dragón. Sigfrido arroja a Kuperan en la caverna, y con. la ayuda del enano Eugel soporta el calor que despide el dragón, al cual logra por fin abatir. Entretanto, los hijos del enano Nibling, espantados por el estruendo de la lucha, llevan fuera el te­soro de los Nibelungos, que custodiaban en la montaña. Sigfrido se apodera de él, y al oír que Engheim le profetiza que tan sólo vivirá ocho años, arroja el tesoro al Rin y retorna felizmente a Worms con la muchacha liberada. El Hürnen Seyfried, que en episodios aislados guarda relación con la versión de la leyenda contenida en la Thidrekssaga, reeditado repetidamente entre 1527 y 1611, con posterioridad ha dado origen al homónimo libro popular que des­de 1726 ha seguido reimprimiéndose hasta el siglo XIX.

M. Pensa

*    A la materia tradicional, que entre los cantores burgueses había perdido hasta el último vestigio de su antigua grandeza, el sexagenario Hans Sachs (1494-1575), en su «tragedia» homónima en siete actos Der Hürnen Seyfried (1557), con la que se inicia la extensa serie de dramas alemanes nibelúngicos, supo infundir su espíritu in­genuo y su sabiduría madura, haciendo de la vida de Sigfrido un «exemplum humanae vitae», que se proponía enseñar la modera­ción y el buen sentido. Su Sigfrido, que, pese a las lamentaciones que su indocilidad e inconsiderado proceder arrancan a su anciano padre Sigmundo, es un buen mu­chacho, leal y generoso, es castigado por­que cediendo a las insistencias de Crimilda, a la que ha liberado de su cautiverio y convertido en su esposa, quiere medirse con un héroe superior a él, llamado Teodorico de Verona (v.). Vencido,” sólo con­sigue salvar la vida por intercesión de Cri­milda, si bien a poco cae víctima de la envidia de Hagen, en connivencia con los dos hermanos Gunter y Gernot. No obstante quedar reducido a las proporciones de un abecedario ilustrado, las figuras del drama conservan una fisonomía peculiar que re­cuerda las xilografías de aquella época, a menudo nimbadas por un aura de poesía que nace de la sinceridad y del candor de los afectos familiares y del sentimiento de solidaridad humana que a todos enlaza, como en las fábulas, bajo el ojo vigilante del buen Dios. El propio dragón que rapta a Crimilda se comporta muy cortésmente, «sittlich, ganz hofflich», como corresponde a un príncipe hechizado que espera el día de su liberación.

G. Grünanger

*             El mismo título llevan una novela po­pular de Ch. W. Kindleben [Der gehórnten Siegfried J y el preludio que Fr. Hebbel (1813-1863) puso a sus Nibelungos.

*             Es celebérrima la versión de la leyenda de Sigfrido dada por Richard Wagner (1813- 1883) en la tercera jornada de la tetralogía El Anillo de los Nibelungos (v. Los Nibe­lungos). Sigfrido, ópera en tres actos, fue estrenada en Bayreuth el 16 de agosto de 1876. El hijo de Sigmundo y Siglinda (v. Walkyria) ha sido educado en la selva por el enano Mime (v. Oro del Rin), del linaje de los Nibelungos, con la secreta esperanza de que un día este joven héroe pueda re­conquistar para él el anillo y el tesoro de los Nibelungos. Junto al herrero cojo, vil y traidor, crece Sigfrido gozando de la vida libre de la selva; canta con los pájaros, doma al oso, domestica al macho cabrío. No sabe lo que es el miedo y desearía experimentarlo, creyendo que se trata de una agradable sensación. Un día Mime se apres­ta a fundir los fragmentos de la espada de Sigmundo, que Brunilda había salvado y entregado a Siglinda; pero Sigfrido le sor­prende en su trabajo, lo arroja de allí, se pone él mismo en la fragua, y martillando vigorosamente sobre el yunque, se forja en poco tiempo su propia espada, Notung. Entonces, Mime — no sin antes haber pre­parado una pócima envenenada que trata de suministrar al héroe vencedor — lo con­duce a la caverna, en la espesura de la selva, donde el dragón Fafner custodia el tesoro de los Nibelungos. Sigfrido lucha con el monstruo y lo mata. Abrasado por una gota de sangre del dragón que le cae en la mano, se lleva ésta a. la boca y sú­bitamente los murmullos de la selva, que indistintamente se dejan oír en la cálida jornada estival, toman un sentido para él, y se da cuenta de que puede comprender el lenguaje de los pájaros. Uno de éstos le advierte con su canto y le aconseja que del tesoro de los Nibelungos, que tiene ante él, tome el yelmo y el anillo; ello le convertirá en señor del Mundo. Seguida­mente, el pájaro revela a Sigfrido la trai­ción de Mime, y éste es muerto por el joven héroe, con gran satisfacción de Alberico, rey de los Nibelungos, el cual había intentado en vano que Mime le prometiera la restitución del tesoro. Finalmente, el pajarillo señala a Sigfrido la existencia de Brunilda, dormida sobre una cima, prote­gida por las llamas y destinada a ser es­posa del héroe que consiga llegar hasta ella. Wotan, que descendió a la Tierra dis­frazado de caminante, al hallarse con Alberico queda turbado ante el presagio del próximo fin de los dioses: evoca el espíritu de la tierra, Erda, para conocer de ella el secreto de todas las cosas; pero sólo obtiene respuestas ambiguas y se convence de que deberá abandonar su herencia a la estirpe heroica de Sigfrido y Brunilda, a quienes posiblemente les será dado alcanzar sobre la Tierra los ideales de justicia y prudencia con que él soñó en vano. Sin embargo, realiza una tentativa extrema para conservar sus prerrogativas y las de los demás dioses, y sale al paso de Sigfri­do en el camino que conduce a Brunilda. Notung hace pedazos la lanza del dios y éste desaparece. Sigfrido, que sigue desco­nociendo el miedo, atraviesa el mar de lla­mas y alcanza la cima de la colina donde yace adormecida Brunilda. El héroe la cree un guerrero; pero cuando levanta el yel­mo que la cubre y le quita la coraza, ve por vez primera una mujer; un tumulto de sensaciones nuevas sacude su espíritu, siem­pre ofuscado por la nostalgia de la madre que no había conocido. Con un beso, des­pierta a Brunilda de su larguísimo sueño; y al celebrar este amor triunfal, que a los dos les asalta por vez primera, la walkyria renuncia gozosa a su virginidad di­vina. Concebido y escrito entre los años 1851 y 1852, compuesta la música de los dos primeros actos en 1856-1857, reempren­dida la labor en 1865 para ser continuada en 1868 y definitivamente terminada en 1871, el Sigfrido wagneriano, no obstante su la­boriosa factura, es, entre las cuatro jorna­das de la tetralogía, la que se mantiene más próxima al optimismo revolucionario que había constituido el núcleo inicial de la idea wagneriana del mito de los Nibe­lungos. La sombra del pesimismo schopenhaueriano no ha calado todavía en el mito individualista que Sigfrido representa, y así, la tercera jornada es, de toda la tetra­logía, aquella en que quedan reducidas al mínimo las sombrías brumas de la mito­logía nórdica. Predominan en ella los co­lores alegres y resonantes, expresiones de una energía física irrefrenable que ignora aún el germen de la decadencia del pecado. El equilibrio dramático de los elementos constitutivos — música, palabra y acción — aparece aquí, como en la Walkyria (v.), per­fecto. Fragmentos como el celebérrimo de los «murmullos de la selva» — és decir, la escena del segundo acto, en que Sigfrido se entrega a una especie de éxtasis y siente cómo penetran en él y se le hacen inteli­gibles las mil voces que se oyen en los matorrales y en el bosque — y como el en­tusiasta y desbordante dúo de amor del último acto logran una perfecta colabora­ción de la voz humana y el riquísimo sinfonismo orquestal. Numerosos son los nue­vos temas que aparecen en esta tercera jornada, si bien casi siempre limitados a un empleo local que no rebasa el episodio que los vio nacer. Entre los más graciosa­mente melódicos merecen recordarse los di­versos temas del pájaro consejero de Sig­frido. En el claro tejido sinfónico que aportan los murmullos de la selva, brillan como los vértices, como los acentos prin­cipales del discurso melódico y revelan un cierto parentesco con el ale­gre canto de las hijas del Rin. Entre los temas cuya belleza plástica y expresiva es igual a la importancia que domina en el resto del drama, merece citarse ante todo el amplio y grandioso fragmento de la he­rencia del mundo, que Wotan debe dejar a la estirpe de Sigfrido y Brunilda.

Aquí, después de haberse oído muchos de los principales temas de la leyenda — el en­canto del fuego, el sueño de Brunilda, los diversos temas heroicos que se refieren a Sigfrido y a su estirpe, el tema de la feli­cidad del amor, etc. —, surgen dos temas de gran belleza e importancia musical, aun­que no es posible condensar su significado en una breve denominación. Uno es el mo­tivo que los comentaristas llaman melodía de la paz, el otro designa a Sigfrido como heredero de la potestad sobre el Mundo.

De cualquier modo que se las denomine, son dos melodías de penetrante y sugestiva intimidad: la primera desarrollada en una suave y blanda quietud; la segunda reso­nante de armonías agudas, si bien esfu­madas y discretas, que sugieren ideas de gloria y de grandeza. De estos temas Wag­ner se servirá ampliamente más tarde para componer el Idilio de Sigfrido (v. a conti­nuación). Son las tentativas últimas con que Brunilda, que se siente vencida, intenta va­namente alejar de sí el ímpetu sensual del amor de Sigfrido y de volcarlo sobre otros ideales. Pero se siente conmovida, y otro tema que se manifiesta con intervalos rí­gidos y claros señala al final la decisión de amar.

Como justamente ha observado Rolland, Sigfrido es la más sana de las ideas wagnerianas. No se aprecia ninguna concesión a blanduras místicas ni a decadentismos ro­mánticos. Aquí, el mito de la absoluta in­tegridad física termina por convertirse en un mero símbolo espiritual; por la extra­ordinaria fuerza y la alegría poderosa de esta ópera, Wagner aparece como heredero directo de la potencia beethoveniana, aun­que bien es cierto que, en el paso, parece como si el heroísmo se hubiera materiali­zado un poco.

M. Mila

Es posible que lo más singular que Wag­ner ha creado seguirá siempre, y no sólo hoy, inaccesible e inmutable para toda la raza latina: la figura de Sigfrido, de este hombre «muy libre», que en realidad es demasiado libre, demasiado rudo, demasiado jovial, demasiado sano, demasiado «anti­católico», para el gusto de los pueblos que se jactan de una cultura antigua y caduca. (Nietzsche)

Su música es, en gran parte, bellísima, y conserva un alto y puro valor de arte, in­dependientemente de la fatigosa carpinte­ría teatral y de la significación simbólica superpuesta. (D’Annunzio)

Wagner resulta inimitable, como Beetho- ven, y el mayor mal que nos ha causado su arte deriva de las teorías que han inten­tado hacernos creer que podía y «debía» ser imitado. (Dukas)

Es imposible asistir a una representación del Sigfrido sin quedar, como decía el gran músico francés Manuel Chabrier, trastor­nado por la admiración. Semejante música, si se la libra de la concreción programá­tica, es uno de esos mundos «posibles» que crea la imaginación de los grandes artistas o de los grandes pensadores, y que con­tienen mucha realidad en mucho sueño. (Combarieu)

[De la Tetralogía] el Oro del Rin es in­dudablemente la ópera más floja, y el Sig­frido la más bella. Es la creación wagneriana instrumentalmente más robusta y más vigorosa en la factura. (Hadow)

En el fondo, lo que más irrita en estos rebeldes, de los que Wagner puede considerarse el prototipo, es el espíritu de un sistema que con el pretexto de desterrar las convenciones, establece otras igualmente ar­bitrarias y mucho más molestas. (I. Strawinsky)

*   El Idilio de Sigfrido [Siegfried-Idyll] es una composición para pequeña orquesta (1 flauta, 1 oboe, 2 clarinetes, 1 fagot, 2 trompas, 1 trompeta e instrumentos de cuerda), que Richard Wagner escribió en 1870 como obsequio a Cósima, finalmente divorciada de Bülow, con la que aquel año se había casado (25 agosto) y que el año anterior le había dado su primero y único hijo masculino. La mañana de Na­vidad, cumpleaños de Cósima, una pequeña orquesta situada en la escalinata de la villa de Tribschen y dirigida por Hans Richter, saludó con los dulces sones del Idilio de Sigfrido el despertar de la esposa. Wagner era muy aficionado a este género de sor­presas musicales, y su consumada – estrate­gia psicológica no descuidaba los detalles en cuanto a la escenificación más apropia­da. La pequeña partitura respira plena­mente esta íntima serenidad y celebra la dulzura del hogar doméstico como jamás lo hizo música alguna; alejadísima del «cli­sé» de Carducci que pinta al «Wagner poderoso» que «hace entonar miles de al­mas a los metales cantantes», se mantiene casi por completo dentro de una delicadeza de medias tintas esfumadas, donde las in­tervenciones instrumentales y los cambios dinámicos aparecen dosificados con parsi­moniosa precisión. Los ecos heroicos de las estridentes sonoridades de Sigfrido, apare­cen aquí amortiguados por la blanda acolchadura de la cuna. «Tranquillamente mosso» es la indicación del tiempo, que apare­ce a la cabeza de la partitura, y se ajusta perfectamente al sosegado y a la vez fluido movimiento de los instrumentos de cuerda, que se desliza suavemente con la ligereza de un cisne flotando sobre las aguas de un lago. Es el tema denominado «melodía de la paz», el mismo que había sido esbozado en el último acto de Sigfrido, hacia el final del gran dúo de amor entre el héroe y Bru­nilda que acaba de despertar.

Hasta el compás 35.°, extinguido casi el movimiento y restablecido el «molto tran­quillo», no intervienen los instrumentos de viento, y sobre un pedal de las trompas, la flauta y después el oboe y el clarinete dejan oír dulcemente el tema del sueño de Brunilda mientras los arcos continúan sin tregua el tejido sonoro que sirve de fondo, hasta una especie de suspensión en que el movimiento se detiene en un acorde de clarinetes, fagot y trompas, repetido con un ritmo de tresillos, al que responden por dos veces los primeros violines con dos notas. Sobre éste se monta un segundo episodio, también sereno y reposado, dulce y ondulante, que en distintos momentos aparece adornado por los trinos de la cuerda; episodio que seguidamente se anima y palpita en un crescendo que, a poco, se esfuma. Es precisamente en este lugar (compás 90º) donde3 se inserta una nueva idea, presentada por el oboe y la cuerda y que es muy distinta de las precedentes; aunque siga siendo sumisa y sencilla, es evidente que en el movimiento descendente de sus notas, frecuentemente en staccato y punteadas hay algo de sutilmente marcial.

Aún manteniéndonos siempre en las medias tintas del “piano” y del “pianissimo”, y de una instrumentación reducida y discreta, se encierra en esta frase algo rectilíneo y progresivo que viene a sustituir el movimiento pendular de columpio de las ideas precedentes, que giraban en torno a un mismo punto. Pero éste no tarda en reapa­recer, insinuando en la cuerda, que se mantiene en segundo plano, sus tresillos suavemente ondulados. Un elemento ya sur­gido antes cobra ahora una gran impor­tancia, y es la repetición, en tresillos, de una sola nota, destacando en forma particu­lar cuando es confiada a los instrumentos de viento: es una especie de «Erstarrung», de rigidez del movimiento melódico, casi una suspensión de la vida que precede a la introducción de nuevos episodios y nue­vas ideas musicales. Nos hallamos, en rea­lidad, ante un fragmento de transición, ca­racterizado por una momentánea destruc­ción de la dialéctica melódica, en el puro interés tímbrico de los trinos y arpegios de la cuerda y notas prolongadas que man­tiene el viento. Ello señala el paso al tema de Sigfrido, heredero del poder hu­mano, que también surgió en el final del gran dúo del Sigfrido, antes citado.

Con movimiento alegre, imprime a la com­posición un ritmo más vivaz, aunque siem­pre tranquilo y unido: se cierra con re­sueltas repeticiones, primero sólo en los instrumentos de viento, después en la cuer­da (y el oboe dibuja por encima, dulce­mente, el anterior tema melódico de la paz), palpita ondulando insistente, con efi­caces cambios de tonalidad, y se extiende cada vez más alto en curva; con un movi­miento circular, casi obsesionante, se llega a un «fortissimo» que es la culminación de toda la composición y al que sigue un cam­bio de escena insospechado, en los aspectos rítmico, tímbrico y armónico. Nos halla­mos en el punto de la máxima vivacidad de la composición, y el efecto es tanto mayor por la deliberada uniformidad, casi monotonía, de las partes precedentes. Por un momento, la partitura se reduce a unas pocas líneas de los instrumentos de viento: sobre un pedal de una de las dos trompas, la otra — «vivace», en un ritmo 4/4 bien acusado — silabea suavemente, pero con energía rotunda, el tema de la decisión del amor, también del dúo final de Sigfrido.

Es un tema que avanza con pasos joviales y altivos. El clarinete, y luego la flauta, seguida por el oboe, intervienen con in­quietos aleteos y gorjeos de pájaro silves­tre. Es* el instante en que el idilio tras­ciende, por un momento y con suma so­briedad, a lo heroico: un heroísmo juvenil, completamente bañado de felicidad y de luz, al que es ajena toda sombra amena­zadora del destino adverso. El conjunto de los temas principales resuenan a la vez en la orquesta: la melodía de la paz, la he­rencia de la potestad sobre el Mundo y el tema del sueño; todos «fortissimos», bien ritmados, con una nueva expresión, ya no acariciadora y dulce, sino vibrante de en­tusiasmo, de fuerza viril y de bienestar. Todo este ímpetu vital culmina por un ins­tante en la aparición, a toda orquesta, en «fortissimo», del tema bullicioso y festivo con que se le revela a Sigfrido, en la selva, el significado del canto de los pájaros.

Desde este punto hasta el fin, la parábola agógica del fragmento va descendiendo, desatándose la llama heroica de la juventud de Sigfrido al volver los acentos idílicos de la infancia. El Idilio de Sigfrido posee in­calculable valor como el primer ejemplo de una «prosa musical» que, abandonando el esquematismo dialéctico del siglo XVIII, característico de la sonata bitemática, crea un nuevo procedimiento dé anudar las ideas musicales, como por generación espontánea una de otra. La meticulosa arquitectura sinfónica beethoveniana, con su simetría geométrica, era poesía versificada y estró­fica, con retorno regular de rimas y acen­tos. Exigía, por lo tanto, la plasticidad de temas diatónicos bien individualizados, que el Romanticismo había poco a poco corroí­do, y la revolución cromática wagneriana, definitivamente había comprometido. Wag­ner había sacado ya las consecuencias del caso en la música teatral, sostenida por la armadura sintáctica y sonora de la voz; pero en el Idilio de Sigfrido ofrece un ejemplo sin precedentes y cabe decir que sin una digna continuación, de un lógico tejido de ideas musicales modernas, en una nueva sintaxis que nada tenía de común con las fáciles simetrías sonatísticas.

M. Mila