Es la obra maestra del dramaturgo Henrik Ibsen (1828-1906) y una de las obras más importantes del teatro moderno. Concebida inmediatamente después del Pato silvestre (v.), con el título de Los caballos blancos, fue publicada en 1886.
La esposa demente del pastor protestante Juan Rosmer (v.)—último descendiente de una familia de proverbial austeridad — ha muerto al caer de un puentecillo a la presa de un molino. No reprimido ya por el temor de afligirla, Rosmer siente el deseo de profesar las ideas que se han ido madurando en él. Le parece ser otro hombre; ha renegado de la religión de sus antepasados, y animado por el deseo de obrar en favor del pueblo «liberando los espíritus y purificando las voluntades», reconoce en la felicidad el objeto de la vida. Rebeca West (v.), naturaleza salvaje, que ha asistido a la señora Rosmer durante los últimos años, y cuya compañía ha influido tanto en el cambio espiritual de él, le incita a romper todos los vínculos con el pasado y a lanzarse a la acción. Pero cuando precisamente Rosmer cree poder iniciar una nueva vida, aparece — como en otros dramas de Ibsen — el hundimiento, el pecado oculto que arruinará su existencia. Ese pecado está ligado a la muerte de Beata, su mujer. Él creyó siempre que ella se había matado porque estaba loca.
Pero el hermano de Beata, indignado por la apostasía de Rosmer, le insinúa una duda que lleva en sí una acusación: ¿por qué se había vuelto loca Beata? Esto es el comienzo de una investigación despiadada que pondrá frente a frente a Rosmer y Rebeca, en un «crescendo» de tensión y de aclaraciones que alcanzará su punto culminante con la confesión de aquella mujer y en la catarsis final. En cuanto Rebeca entró en casa de Rosmer, sintió por él una violenta atracción sensual y, criatura toda instintos y sin escrúpulos, hizo cuanto pudo para conquistarlo. Consiguió insinuar en la mente de Beata la certeza de ser amada por Rosmer; y Beata, que ya sentía morbosamente su propia esterilidad como una culpa, al enterarse de ello se volvió loca y se suicidó convencida de cumplir con su deber dejando libres a los supuestos amantes. Rosmer, ahora, mira con horror a la que había considerado la pura compañera de su nuevo ideal. Pero la criatura que tiene delante no es ya la ardiente Rebeca que ha llevado a Beata al suicidio. A medida que ella ha ido venciendo los obstáculos que la separaban de Rosmer, la nobleza de él, la atmósfera de aquella casa de gente recta, inadvertidamente la han subyugado y purificado. Y justamente por sentirse ya purificada, poco antes ha rechazado la oferta de Rosmer de casarse con ella.
Y a aquel hombre, envilecido y decidido ya a renunciar a la acción porque está convencido de ser incapaz para educar a nadie, ella se ofrece como viviente ejemplo de cómo él puede ennoblecer a un ser. Rosmer querría creer, y pide una prueba que aleje todas las mentiras pasadas. Beata, al arrojarse del puentecillo a la presa, le dio, sin saberlo él, la prueba suprema de su amor: ¿sería capaz Rebeca de seguir el camino de Beata? Ella se declara dispuesta a seguirlo. Hay en su decisión un gozo silencioso y como sofocado, una exaltación lúcida que fascinan a Rosmer. Ella irá con él al puente- cilio y más allá. «¿Quién de nosotros sigue al otro?», pregunta Rebeca. «No lo sabremos nunca», responde Rosmer, «porque ahora formamos un ser único».
Y los dos, de la mano, se alejan para realizar la acción última que unirá sus vidas espirituales en la apaciguadora y exaltada certeza de conquistar en el amor, en el «gran amor hecho de sacrificios y renuncias», la pureza de conciencia, única fuente de alegría. La «gran conciliación entre felicidad y deber» se realiza, como una súbita y solemne ascensión, en el umbral de la muerte, en una atmósfera de elevada tragedia. Después de haberse liberado con el Pato silvestre de todo residuo de intenciones polémicas y didácticas, Ibsen se afirma en Rosmersholm como dramaturgo de poderoso lirismo. Los sentidos voraces; el sublimarse de la sensualidad en el amor; la conciencia de la culpa y la necesidad de expiación y purificación que se funden con el amor y conducen a la renuncia suprema; el alcanzar, en arcana vibración semejante a la fulguración de la gracia, la única porción de absoluto concedida al hombre en un mundo sin Dios; este nudo de sentimientos que resume la visión de la vida de Ibsen y de su tortura, queda expresado en Rosmersholm, especialmente en su último acto, con la sencillez y la intensidad del arte más elevado.
Y en cuanto a Rosmersholm, mucho más que en cuanto al áspero Brand (v.), se puede hablar de la influencia de la filosofía de Kant en Ibsen, porque en esta obra la ley moral kantiana halla verdaderamente su voz poética más convincente. [Trad. de José Pérez Bances en Dramas, vol. IV (Madrid, 1917); de Pedro Pellicena Camacho en Teatro completo, vol. X, con el título La casa de Rosmer (Madrid, 1918) y recientemente en Teatro completo (Madrid), por E. Wasteson y M. C. Wirth].
G. Lanza
La figura moral de Ibsen no se nos hace nunca próxima y familiar como la de otros grandes poetas, porque él no desciende nunca hasta nosotros, amando las cosas sencillas que nosotros amamos, amando imperfectamente como nosotros; él lo ve todo con su propia lente de singular color, y nunca con cristales incoloros o de colores variados, con los cuales nosotros, la restante humanidad, miramos. (B. Croce)